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Crítica: Recital de Daniel Barenboim en las Jornadas de Piano 'Luis G. Iberni' de Oviedo

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Autor: F. Jaime Pantín
10 de enero de 2018

UN RECITAL PARA LA HISTORIA

   Por F. Jaime Pantín
Oviedo. 7-I-2018. Auditorio Príncipe Felipe. Oviedo. Jornadas de Piano Luis.G. Iberni. Daniel Barenboim. Obras de Debussy.

   El 25 de marzo de este nuevo año 2.018 se cumplirá el centenario de la muerte de Claude Debussy, por lo que este recital suponía una excelente ocasión para profundizar en la obra pianística de un compositor esencial en la comprensión de la historia de este instrumento, haciéndolo,además, de la mano de Daniel Barenboim, una de las mentes más privilegiadas de la interpretación musical de nuestro tiempo, músico integral y pianista fascinante cuyas míticas dotes le han elevado a lo más alto del firmamento musical desde hace ya más de medio siglo y que ahora se presentaba en Oviedo en un concierto especialmente emotivo que, más allá de cálido homenaje al gran compositor francés, nos hizo recordar al llorado Luis Iberni, padre de las Jornadas de Piano, cuyo décimo aniversario se cumplió recientemente y a quien seguramente le habría gustado estar aquí, compartiendo este precioso programa, al igual que en aquella inolvidable integral de los 24 Preludios ofrecida por Krystian Zimerman hace ya más de dos décadas.

   La aproximación de Barenboim al piano de Debussy aparece notoriamente influenciada por sus propias vivencias en el mundo de la música orquestal del compositor francés. El director tiende a prevalecer sobre el pianista a  través de una concepción largamente meditada, profunda y proclive a la introspección y el ensimismamiento, en la que el preciosismo sonoro se concentra en las dinámicas más sutiles, con escasa extraversión sonora y forzando al máximo la atención del oyente en un universo expresivo que posibilita el descubrimiento de nuevas e insospechadas bellezas en una música que sigue ofreciendo un caudal inagotable de posibilidades.

   Debussy crepuscular, de la misma forma que el crepúsculo schumaniano de Des Abends o los hoffmanianos terrores nocturnos de Traumes-Wirren, interpretados fuera de programa, fueron perfectamente integrados en esa atmósfera, más expresionista que impresionista, en la que el Debussy de Barenboim parece moverse, apoyado en la traducción sonora de un instrumento muy especial que devuelve sonoridades ya olvidadas, con altibajos entre transparencias y borrosidades, ductilidad sorprendente en las dinámicas más tenues y opacidad y proyección insuficiente ante las exigencias de una mayor expansión.

   Para el recuerdo quedarán muchos de los momentos álgidos del recital. El hieratismo y contemplación ensimismada de Danzarinas de Delfos, con sus racimos de acordes en inverosímil pianísimo, la sensación de mágica lejanía de Velas, la tensión controlada de Viento en la llanura, la angustia depresiva de Pasos en la nieve, el cuadro de tempestades de Lo que ha visto el viento del Oeste, la delicadeza preciosista de La muchacha de los cabellos de lino, la monumentalidad de La catedral sumergida -verdadera exhibición de sonoridades orquestales- o las tres Estampas, quizás lo más logrado de un recital que supuso un impresionante muestrario de imaginación y fantasía , siempre con el ideal expresivo por delante, con el apoyo de una sabiduría pianística de viejo cuño que, por una vez pudimos escuchar desde muy cerca, casi tanto como los jóvenes que acompañaron en el escenario al gran pianista. Velada inolvidable, que constituye ya una referencia en la historia cultural de una ciudad que goza de uno de los mejores ciclos pianísticos existentes.

Foto: Alfonso Suárez

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