Crítica de Álvaro Cabezas del Réquiem de Verdi en el Teatro de la Maestranza de Sevilla, con la Orquesta y Coro de la Academia Nacional de Santa Cecilia bajo la dirección de Daniel Harding
Un Réquiem Inolvidable
Por Álvaro Cabezas
Sevilla, Teatro de la Maestranza. 7-7-2025. Federica Lombardi, soprano; Teresa Romano, mezzosoprano; Francesco Demuro, tenor; Giorgi Manoshvili, bajo; Daniel Harding, dirección; Orquesta y coro de la Academia Nacional de Santa Cecilia. Programa: Messa da Requiem de Giuseppe Verdi.
Siempre habrá que agradecerle a Javier Menéndez Álvarez que haya vuelto a incluir al sevillano Teatro de la Maestranza en los circuitos de orquestas internacionales. Durante demasiados años los melómanos hispalenses disfrutamos sólo de la Orquesta del Diván de Barenboim en los veranos, de la OJA en Pascua y, muy eventualmente, de la Nacional de España aparte de los meritorios conciertos de abono de la Sinfónica de Sevilla. Desde las inolvidables visitas de determinadas orquestas y directores que comparecieron aquí al albur de la celebración del Festival Iberoamericano Sevilla entre Culturas de la temporada 2006/2007 nunca como hasta estos últimos años habíamos tenido en la ciudad del Guadalquivir tal concentración de orquestas invitadas de primer nivel. En el lapso de un año han pasado por el coso maestrante los Wiener Phiharmoniker, la Mahler Chamber Orchestra, la Gewandhaus de Leipzig, la Philharmonia londinense y, ahora, nada menos que la Orquesta y Coro de la Academia de Santa Cecilia de Roma de la mano de su flamante titular, Daniel Harding, viejoven a punto de cumplir los cincuenta que, tras más de treinta como maestro, ha dado toda la vuelta al repertorio sinfónico y operístico a excepción de las más grandes obras de Wagner que tiene pensado abordar con su, desde hace pocos meses, formación sinfónica romana. El Réquiem de Verdi –obra colosal, una de las grandes cimas de la creación artística del ser humano–, lo había dirigido antes con su Orquesta de la Radio Sueca y, después, en octubre pasado con Santa Cecilia –y otro cuarteto vocal, por cierto–, en la basílica de San Pablo fuori le mure, antes de repetirlo en la cavea del Auditorium Parco della Musica romana hace una semana y pasearlo por el italianizante Palacio de Carlos V granadino el domingo y, por último, arribar con él al antiguo puerto del río Betis. La dirección del teatro, merced a un provechoso convenio de colaboración entre el Festival de Granada y el Maestranza, se trajo esta orquesta para el cierre áulico de la temporada y, sobre todo, para maravillar al público que, prácticamente, llenó el aforo como resultado de una intensa campaña publicitaria.
Para empezar, Harding –curtido en mil batallas, exitoso corcho flotante entre las procelosas aguas de las más exigentes orquestas de Europa y Japón, no así de Estados Unidos, donde no ha acabado de gustar nunca–, quiso hacer emerger la música desde el suelo, desde el más profundo silencio, como si se tratara de una resurrección desde la tumba, como si fuera, precisamente, la comparecencia de un alma en el tránsito hacia su juicio final. Así, el excelente coro preparado por Andrea Secchi, susurró las primeras palaras apoyándose en unas cuerdas empastadas y con sonido bellísimo que parecía provenir del otro mundo. Fue creciendo la melodía hasta la aparición del cuarteto solista, como si estos fueran los purgantes de un cuadro de ánimas del Barroco, con sus voces y miradas levantadas hacia lo alto, implorando misericordia. Si subyugante resultó todo el Kyrie, sobrecogedor fue el Dies irae, con esos estridentes golpes de bombo, secos y sordos, como avisos del destino a la humanidad al modo beethoveniano y envolventes y acompasadas resultaron las trompetas que rebrillaban ubicadas por distintos puntos de la sala. Era, efectivamente, la metáfora de un alma sometida ante el tribunal celeste, pendiente de un hilo su condena o su salvación. Cada una de las oraciones –Mors stupebit del bajo; Liber scriptus de la mezzosoprano; Recordare de la soprano; Ingemisco del tenor–, resbalaba y se deshacía ante una mirada severa, la que tenía Harding, absolutamente convencido de lo que hacía con gestos claros y expresivos –la mano izquierda para matizar a coro y solistas, la derecha con la batuta para mantener la tensión de la orquesta–, y que unió casi todos los movimientos, aunque se tomó su tiempo y planteó interesantes pausas retóricas plenas de escalofriantes silencios.
A partir de ahí todo tomó un cariz más místico, puramente religioso, pero no de religiosidad de época –la orquesta no sonaba a iglesia–, sino más bien a oración privada en casa particular. El Offertorium, el Sanctus, sobre todo el Agnus dei ya no parecían provenir de ultratumba o del paraíso (según se mire), sino más bien eran el murmullo de plañideras en el patio de una casa, de viudas e hijos anegados en lamentos por la pérdida del ser querido. Y llegamos al punto culminante de la obra, superada la hora y cuarto de música sin descanso: el Libera me para soprano y coro. Federica Lombardi dobló la apuesta verdiana que había hecho Teresa Romano y Francesco Demuro en su parte y hasta igualó o superó el dramatismo de Giorgi Manoshvili en la suya. Hubo perfecta sincronía entre el tutti coral y la soprano, cantando unas veces juntos y otras respondiéndose hasta que la orquesta se fue apagando y quedó en el aire, al más puro estilo de declamación italiana, la voz femenina: "Libera me, Domine, de morte aeterna, in die illa tremenda: Quando caeli movendi sunt et terra. Dum veneris iudicare saeculum per ignem. Libera me...". Se hizo el silencio, todo el mundo quedó inmóvil sobre el escenario y, a los pocos segundos, algunos empezaron a aplaudir tan tímidamente que, por poco, habrían vuelto a callar si ya Harding no se hubiese movido y empezado a felicitar a todos los músicos.
El Réquiem de Verdi es una obra apabullante y colosal que no está a la altura de muchas formaciones. Se necesita, además, un coro experimentado y expresivo como este y un cuarteto solista de lujo que englobe en sus voces los Yagos, Alfredos, Germonts, Rigolettos, Filippos, Amneris o Aidas del imaginario verdiano, pero lo que más se necesita para amalgamar todo eso y no desbarrar en el intento, para no sucumbir ante semejante antología de contenidos estéticos, es un director de primera línea, que conozca el repertorio a la perfección, que esté familiarizado con el sonido italiano y que tenga aguante y resistencia para mantener arriba la tensión de la orquesta y la atención del público. En la actualidad, el guardián de las esencias de esta obra es Riccardo Muti, que la está dejando en vivo, disco y vídeo como gran legado musical a la posteridad. Daniel Harding, mucho más joven y tachado de niño prodigio desde sus comienzos, demuestra ahora que no es un juguete roto (como tantos otros), sino que su carrera entra ya en otra dimensión con la magistral y perfecta dirección de una obra como esta, cuya ejecución muestra a las claras que no tiene techo artístico, que es capaz de tener éxito en todo lo que se proponga y que le falta poco para coronarse como el primer director de nuestro tiempo. Qué suerte hemos tenido en Sevilla con esta clausura de temporada sinfónica. Gracias a los que la han hecho posible y felicidades a la Orquesta y Coro de Santa Cecilia por esa sabia elección sobre la persona que debe regir sus destinos musicales en los próximos años.
Fotos: Guillermo Mendo
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