Crítica de Álvaro Cabezas del concierto de Daniel Harding y la Orquesta y Coro de la Academia Nacional de Santa Cecilia en Granada
Un espectáculo sublime
Por Álvaro Cabezas
Granada, Palacio de Carlos V. 5-7-2025. Festival Internacional de Música y Danza de Granada. Daniel Harding, dirección; Orquesta y Coro de la Academia Nacional de Santa Cecilia. Programa: La mer, trois esquisses symphoniques pour orchestre (El mar, tres bocetos sinfónicos para orquesta) de Claude Debussy; y Daphnis et Chloé, sinfonía coreográfica para orquesta y coro de Maurice Ravel.
La orquesta y coro de la Academia Nacional de Santa Cecilia, finalizada en Roma su temporada hace unos días, ha iniciado una breve gira española por Granada y Sevilla prorrogando aquí la música de los programas de sus dos últimos conciertos: el primero de repertorio francés (Debussy y Ravel) y el segundo italiano (nada menos que el Réquiem de Verdi). Ambos los ha ofrecido en el Festival de Granada y el réquiem verdiano lo dará, también, en el Teatro de la Maestranza de Sevilla. En Granada debutaba tanto director como orquesta y esta circunstancia no pasaba desapercibida para el público de la ciudad del Darro, que abarrotó la primera de las comparecencias en un anochecer agradable de temperatura.
A lo largo de estos últimos quince años ha sido frecuente leer una crítica tópico con respecto a la dirección del maestro británico Daniel Harding. Desde aquellas escandalosas reseñas de los conciertos con la Filarmonica della Scala de Paolo Isotta en febrero de 2013 hasta las publicadas estos mismos días, coinciden en que este director –heredero de la mejor mezcla que pueda darse entre sus mentores, Abbado y Rattle–, es en extremo refinado, que deconstruye la partitura de cada obra para después montarla y devolverla estructurada y fría al público, que tiene tics de la forma interpretativa históricamente informada y cosas por el estilo. Le hemos escuchado versiones pimpantes de Falstaff en Milán, una muy seria de El holandés errante en Viena y otras totalmente en estilo del repertorio ruso y wagneriano en sus comparecencias en Ibermúsica con la Sinfónica de Londres y con la Orquesta de Cámara Mahler. En ningún momento habíamos notado esas aseveraciones pero ahora, en este primer concierto de Granada, menos que nunca. Las lecturas que ofreció de estas grandes obras capitales del impresionismo francés (la de Ravel se ofrecía para conmemorar el ciento cincuenta aniversario del nacimiento del compositor), fueron siempre dramáticas y teatrales, incluso efectistas, antes que ensimismadas, amaneradas o refinadas si recurrimos al tópico asociado con Harding. Para empezar, este director lleva casi tres décadas de experiencia musical, casi siempre de la mano de las más grandes orquestas y casas de ópera del mundo, ha manejado un repertorio extensísimo y es dueño y señor del panorama directorial. Si no ocupa un papel más destacado del que tiene es porque, según ha declarado en varias ocasiones, quiere compaginar el tiempo de su trabajo con el de su vida personal y con el desarrollo de la actividad como piloto de vuelo, demostrando así que la especie de los directores obsesionados con su profesión como si del desarrollo de un culto se tratara, ya ha pasado de moda y hoy se muestran humanos, con virtudes y carencias, como todo artista contemporáneo que se precie. Su dilatada trayectoria e inteligencia artística le ha ido reforzando en un gesto que ha sido siempre clarísimo para los músicos y bello para los espectadores. Aunque Harding utilice partitura casi siempre la tiene absolutamente interiorizada y suele escuchársele tararear con gesto de contención mientras dirige. Prepara las emociones de los instrumentistas con una serie de avisos de los brazos, como para crear el ambiente y la disposición adecuadas y, luego, con la compunción de su rostro, frecuentemente enrojecido por el esfuerzo interior.
La mer de Debussy es una de las obras capitales de la música occidental. Aunque muchos creen ver en ella una descripción marítima, se hunde más bien en el terreno de la evocación de las imágenes, algo más puramente barroco que impresionista, por cierto, pero esto son los secretos de la música. Harding acometió la interpretación sin, prácticamente, separar los tres movimientos y, aunque el público no siempre estuvo en completo silencio, se creó un ambiente muy propicio para el aprecio de una música excelsa, dicha, como decíamos antes, con teatralidad, no, por tanto, como una concatenación de sonidos mezclados, sino como episodios que se iban sucediendo a otros con sobresaltos en más de una ocasión. En ese terreno jugaron un papel fundamental la percusión, las harpas, las incisivas maderas (con un sonido codificado que se mantuvo constante y que no tenía comparación con nada y que sólo podría relacionarse con la expresividad) y, por encima de lo demás, las maderas: las flautas y los oboes desarrollaron hasta el infinito una suerte de evocación extendida del Preludio a la siesta de un fauno del mismo autor y, en el último movimiento, el motivo del diálogo entre el viento y el mar, sin llegar a ser poético, resultó preciosista e inigualable.
Tras la pausa, Harding, el coro preparado por Andrea Secchi y la orquesta –que todo el mundo coincide en afirmar que pasa por un momento dulce tras los años de Pappano, desarrollados en esta nueva fase hasta alcanzar lo sublime–, nos ofrecieron la música del ballet completo de Dafnis y Cloe de Ravel, una rareza en los programas sinfónicos de las orquestas que, quizá por falta de presupuesto, se contentan con programar sólo la conocida Suite nº 2 de la obra. La versión completa es una escuela de matices que ha nutrido el imaginario popular de melodías luego desarrolladas en el cine o en el musical. Supone una auténtica gozada la escucha en directo, con un coro que no emite palabras, sino sonidos, muchos de ellos a bocca chiusa. La labor de la cuerda, pero desde luego de las maderas vuelve a ser fundamental aquí para la evocación de imágenes paradisiacas, vistas a través de velos y ojos entornados y, desde luego, las características melodías que son terreno común de todos los impresionistas, impregnadas de irónica alegría. La actuación de la orquesta fue absolutamente sobresaliente aunque, habría que decir, que la intervenciones de la flauta fueron menos imaginativas que lo escuchado previamente con Debussy. Sin menoscabo de ello, los contrabajos ofrecieron un sonido oscuro y misterioso después de un expectante silencio. También en otra ocasión nos sorprendió un enorme golpe de timbal que hizo respingar a más de uno. En definitiva, la interpretación de Harding fue excelsa, en todo momento a tono con el sentido dramático de la historia, perfectamente en estilo en cuanto color y refinamiento, pero también inolvidable por su estructuración y apego al detalle. Todo se puso de manifiesto en la danza final que explotó en una apoteosis de aplausos que obligó a Harding, Secchi, coro e instrumentistas a saludar en repetidas ocasiones antes de despedirse hasta el día siguiente para el que reservarían la mejor ópera de Verdi, su famoso y teatral Réquiem.
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