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Crítica: Daniel Harding y la Sinfónica de la Radio de Suecia en Madrid para la Filarmónica

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Autor: Raúl Chamorro Mena
29 de mayo de 2025

Crítica de Raúl Chamorro Mena del concierto ofrecido por la Sinfónica de la Radio de Suecia en Madrid, para La Filarmónica, bajo la dirección musical de Daniel Harding

Daniel Harding para La Filarmónica

Esplendor orquestal

Por Raúl Chamorro Mena
Madrid, 28-V-2025, Auditorio Nacional. Ciclo La Filarmónica. Preludio y muerte de amor de Tristán e Isolda (Richard Wagner). Ces belles années… (Betsy Jolas). Das lied von der Erde – La canción de la Tierra (Gustav Mahler). Andrew Staples, tenor. Fleur Barron, mezzosoprano. Orquesta Sinfónica de la Radio de Suecia. Director: Daniel Harding. 

   Cita de gran interés la que proponía el cada vez más asentado ciclo La Filarmónica este calurosísimo en Madrid 28 de mayo con la comparecencia de una de las magníficas orquestas nórdicas, la Sinfónica de la Radio de Suecia que tuvo como primer director titular (1965-71), nada menos, que a Sergiu Celibidache.

   El británico Daniel Harding, que compagina actualmente su actividad de director musical con la de piloto aéreo, es su titular desde 2007 y comandó la orquesta en este concierto, que forma parte de una gira de despedida de su puesto. 

   Con Tristán e Isolda (Múnich, 1865) Richard Wagner plasma la pasión amorosa más flamígera y devoradora, además de metafísica, con la exacerbación del concepto -tan romántico- del amor eterno, que cristaliza más allá de la muerte en un éxtasis perpetuo. La anhelada “noche eterna”. La necesidad de expresar todo ello empujó al genio de Leipzig, como subraya Juan Manuel Viana en su artículo del programa de mano, al límite del lenguaje musical de su tiempo. Abrió el evento el preludio y muerte de amor, habituales en las salas de conciertos, tocado muy bien por Harding y una orquesta que demostró la calidad propia de una formación que ha tenido como titulares a Sergiu Celibidache, Herbert Blomstedt, Evgeni Svetlanov y Essa Pekka Salonen. Sin embargo, faltó drama, ni rastro de abismo, de apasionamiento, de incandescencia y eternidad. No es suficiente tocar muy bien esta música con aquilatado sonido, si no se siente esa progresión de la muerte de amor de Isolda lastrada por una batuta demasiado morosa y amanerada. 

Daniel Harding en Madrid para La Filarmónica

   La canción de la Tierra, ciclo de 6 lieder sobre textos originariamente chinos en traducción alemana, ejerce como décima sinfonía de Gustav Mahler, dada su indudable estructura sinfónica y apuntala la importancia de la voz humana en el corpus compositivo del genio. El autor evitó designarla como tal y darle número, por evitar supersticiosamente el número 9, en el que se quedaron Beethoven, Dvorák y Bruckner, si bien la sinfonía inmediatamente posterior, última terminada, sumó a Mahler al grupo de “la maldición de la novena”.   

   El músico bohemio en plena madurez y pleno de inspiración expone primorosamente sus genuinos contrastes –Lo popular y vulgar con lo sublime y elevado; el júbilo y la alegría de vivir con la desolación y resignación- además de un efusivo canto a la Naturaleza, mediante una orquestación tan suntuosa como fascinante. 

   Harding y una Orquesta de la Radio sueca a notable nivel ofrecieron una hermosa prestación orquestal de la obra, con un sonido espléndido, aquilatado, radiante y empastado. Cuerda tersa y brillante, maderas sobresalientes –incluido el contrafagot- y metales resplandecientes. La batuta de Harding, de sólida técnica, organizó, perfiló claras texturas, diferenció planos y escanció dinámicas y bellos detalles. Una labor que resaltó los hallazgos y sutilezas tímbricas, los colores y suntuosa orquestación de Mahler, pero dejó de lado la parte dramática con algunas caídas de tensión y sin poder expresar el sentido trascendente de ese sublime lied final, el más largo con diferencia, Der Abschied – El adiós. Buen ejemplo de lo expuesto fue el largo pasaje orquestal de este capítulo final de la pieza, en el que Harding se recreó con tempi demasiado morosos y cierto amaneramiento y afán preciosista, que provocó que se cayera la tensión. Faltó esa emoción y fuerza dramática y no logró que se sintiera la honda trascendencia y conmoción de esos “Ewig, ewig, ewig… -eternamente” finales, que deben dejarle a uno retrepado en la butaca conmovido y sin habla. 

   Fleur Barron se enfrentó a un papel para contralto con un material de escasa calidad y riqueza tímbrica, más bien sopranil, sin definición ni siquiera de mezzo, agudo tasado y graves negociados con habilidad, pero sin verdadero cuerpo y presencia. La cantante es musicalísima y fraseó con finura y cierta intención, por lo que, junto a un particular juego de gestos - siempre sobrios y sin caer en el exceso- logró cierta eficacia expresiva con la que intentó compensar la falta de anchura, redondez y carne de su instrumento vocal y esos graves faltos de entidad.  

   La franja centro-aguda resulta la más sonora y timbrada del tenor Andrew Staples que, algo fundamental, en su exigente parte, logró sortear la inclemente tesitura de sus tres lieder, especialmente ese oneroso canto báquico inicial. A pesar de alguna dureza, las notas agudas del tenor londinense fueron timbradas y firmes y su canto, no muy variado o refinado, pero correcto. 

   Entremedias de estas dos obras maestras y como colofón de la primera parte del concierto se escuchó la composición de 2022 Ces belles années… de la francesa nacida en 1926 Betsy Jolas. Se trata de una pieza de unos 14 minutos para orquesta con intervención de una soprano en la parte final y que presenta tímbricas y sonoridades poco originales e intervención de variados instrumentos, incluidos efectos de palmas y pataleos por parte de los músicos. La propia Fleur Barron cantó la breve parte de la soprano, cuerda a la que realmente pertenece esta cantante, aunque sin franja aguda es complicado desarrollar carrera en la misma. 

Fotos: Rafa Martín

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