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Crítica: Daniel Oren dirige 'Aida' de Verdi en La Arena de Verona

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Autor: José Amador Morales
30 de julio de 2018

Aida bajo el eclipse

   Por José Amador Morales
Verona. Arena. 27-VII-2018. Giuseppe Verdi: Aida. Romano Dal Zovo (El Rey), Carmen Topciu (Amneris), Maria José Siri/Rebeka Lokar (Aida), Carlo Ventre (Radamès), Rafał Siwek (Ramfis), Ambrogio Maestri (Amonasro), Carlo Bosi (Un mensajero), Arina Alexeeva (Una sacerdotisa). Coro y Orquesta de la Arena di Verona. Daniel Oren, dirección musical. Franco Zeffirelli, dirección escénica.

   Pocas cosas han cambiado después de los veintiún años transcurridos desde que quien esto subscribe visitó por primera vez la Arena di Verona. Los subtítulos en tiempo real, el ya inevitable y extendido uso de móviles entre el público, los controles de seguridad a la entrada, la sutil amplificación al borde del escenario…, seguramente serán las novedades más significativas. Pero poco más en esta suerte de parque de atracciones operístico en el que se dan la mano aficionados incondicionales al género con una ingente cantidad de espectadores que asisten a la primera ópera en directo de su vida; todo ello con una habitualmente interesante selección de artistas y una organización que funciona como un reloj. Bien es cierto que, a propósito de los repartos, el tiempo sigue su curso y uno recuerda con una mezcla de cariño y nostalgia aquellas funciones de Aida que contaron con una inolvidable Daniela Dessì, también protagonista en esa edición de un grandioso Requiem verdiano en memoria del cincuenta aniversario del debut de Maria Callas en el recinto así como del vigésimo de su óbito (dirigiendo Zubin Mehta a la Filarmónica de Israel con Ruggero Raimondi, Mariana Lipovsek y Vincenzo La Scola en el resto del reparto), un estupendo Rigoletto con Leo Nucci, Ramón Vargas y Alida Ferarini o la impresionante creación de Raina Kabaivanska como Madama butterfly.

   En esta ocasión se ha repuesto la producción de Aida que en 2003 ideara Franco Zeffirelli con suntuoso vestuario de Anna Anni que, como cabría esperar en el italiano, se adapta como un guante al espacio escénico de la Arena así como a la gran tradición veronesa de este título de Verdi. Una impresionante pirámide multifuncional confeccionada mediante brillantes barras metálicas es el elemento central que, según su capacidad giratoria, muestra una u otra cara con elementos clásicos de la simbología egipcia. Al mismo tiempo, un ágil movimiento de masas y una natural imbricación de las coreografías ofrece un maravilloso espectáculo especialmente en los dos primeros actos. Algo más monótonos estéticamente se muestran los dos últimos, si bien el ambiente íntimo está eficazmente sugerido. Eso sí, el espectacular eclipse que se pudo ver esa noche (también en España) apoyó escénicamente la función, apareciendo una radiante y bellísima luna oscurecida en el tercer acto, sobre el fondo del escenario y un punto escorada a la derecha, que progresivamente fue abriéndose paso conforme avanzaba la velada.

   Musicalmente Daniel Oren, un clásico en el foso de la Arena, ofreció una lectura muy contrastada y fluida, espoleando y exigiendo una intensidad que escuchábamos en y tras el foso. Junto a los momentos que acreditaron su labor concertante con un férreo control (algo indispensable a la hora de engrasar una maquinaria de tantos músicos como la de la Arena), Oren fue capaz de generar las atmósferas musicales más sugerentes. Evidentemente hubo libertades “arenianas” como calderones alargados de más o codas quizás algo exageradas agógica y dinámicamente, pero en ningún momento antimusicales; por citar un ejemplo significativo, destacaremos ese infinito diminuendo final con una Arena llena hasta los topes en un silencio estremecedor que finalizó con un estremecedor “¡¡¡Viva Verdi!!!” desde la grada. Extraordinario el trabajo de los conjuntos veroneses, con un empaste y cohesión admirables en un espacio tan amplio (en el caso del coro, con movimientos escénicos tan espaciosos), demostrando que un mayor valor cuantitativo no siempre ha de ir en detrimento de lo cualitativo.

   A nivel vocal Maria Jose Siri, de impersonal voz y línea de canto, no tuvo un buen día y cortó por lo sano al saber lo que le esperaba en el tercer acto. Así las cosas, se anunció la sustitución por Rebeka Lokar que esa semana cantaba Nabucco. Al margen del error que supone su abordaje de la Abigaille verdiana, la función salió ganando con el cambio. La soprano eslovena posee un instrumento poco atractivo, multicolor y de escasa presencia, pero aquí lo compensó con una gran dosis de musicalidad y cierta prestancia, convenciendo tanto en su aria “Oh patria mia!” como en los dúos posteriores a los que dotó de acertados reguladores y conveniente lirismo. Resulta sorprendente cómo tales virtudes son inviables cuando la voz pierde su ámbito lógico y es sometida a un descentramiento (nunca mejor dicho) de su naturaleza esencial tal y como pudimos comprobar al día siguiente con la otra ópera de Verdi señalada.

   Carlo Ventre compuso un aceptable y potente Radamés, más cómodo en el perfil heroico del personaje que en el lirico, aunque muy plano en lo expresivo probablemente debido a su incapacidad por conferir a su voz de una mayor flexibilidad: su mejor momento seguramente fue la célebre frase conclusiva del tercer acto “Sacerdote! Io resto a te!” con un tan bien proyectado como aplaudido agudo final. Carmen Topciu posee la típica voz eslava, redonda y timbrada, pero con poca presencia y fría como un témpano; su Amneris fue extremadamente plana y sin apenas progresión dramática, pasando de largo por una escena con Radamés de nula intensidad. Si alguna razón de ser tiene el carácter estentóreo de la voz de Ambrogio Maestri es el de cantar en un lugar como la Arena, donde impactó con un Amonasro en el que apreciamos su habitual fraseo exagerado y de brocha gorda, por otra parte no exento de autenticidad. En cuanto a los bajos, mejor Romano Dal Zovo como solvente Rey que Rafał Siwek como calante Ramfis.

Foto: Festival de La Arena de Verona

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