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[C]rítica: «El cascanueces» de Tchaikovsky por la Compañía Nacional de Danza en el Teatro Real de Madrid

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Autor: María José Ruiz Mayordomo
10 de noviembre de 2018

Elegante belleza

   Por María José Ruiz Mayordomo | [@Mjoseruizm]
Madrid. 6-IX-2018. Teatro Real. El cascanueces, Tchaikovsky. Coreografía: José Carlos Martínez. Música: Piotr Ilich Chaikovski. Escenografía: Mónica Borromello. Vestuario: Iñaki Cobos. Iluminación: Olga García. Coreógrafo adicional: Antonio Pérez. Director de magia: Manu Vera. Diseñadora de caracterización: Lou Valérie Dubois. Directora de coro de niños: Ana González. Dirección Musical: Manuel Coves. Orquesta Titular del Teatro Real. Pequeños cantores de la ORCAM. Alumnos de la Escuela de Ballet de África Guzmán.

   El Cascanueces está de moda. Desde el Royal Ballet hasta la factoría Disney, pasando por el New York City Ballet, el English National Ballet o la muñeca Barbie, este cuento navideño ha tomado presencia en los escenarios y pantallas de cine. Una moda recurrente que ya tuviera impacto mediático en la versión parisina de Rudolf Nureyev, experimentada en primera persona por José Carlos Martínez, director de nuestra Compañía Nacional de Danza y creador de una versión deliciosa hecha a la medida de una institución modesta y con pocos medios que, para sorpresa de propios y extraños, ha resultado impactante.

   Inmersos en el el doble aniversario Petipa-Chaikovski, su elección como segundo ballet argumental para el repertorio de la Compañía Nacional de Danza ha constituido todo todo un acierto.

   Han pasado más de dos siglos desde la publicación del cuento de Hoffman Cascanueces y el Rey de los Ratones en el que se basa la historia. Un cuento para aquel momento contemporáneo, con ideas estéticas y sociales diferentes a las de los relatos tradicionales recopilados por los hermanos Grimm, y han transcurrido unos 125 años desde el estreno de su primera versión coreográfica en el San Petesburgo imperial.

   La necesaria traducción y transposición del entorno burgués propio de la regencia para el primer acto original, ha quedado plasmada en un cuadro viviente modernista de principios del siglo XX –que coincide cronológicamente con la estancia de los Ballets Rusos de Serge Diaghilev en España- que bien pudiera representar y retratar el ambiente en la Barcelona de Mariona Rebull, consiguiendo de este modo credibilidad y capacidad de inteligibilidad a la par que distancia para el público español.

   Porque el Cascanueces –en su lectura contemporánea– es un ballet que nada tiene que ver con los cuentos románticos, pues habla de la burguesía sin princesas. El espectador se halla ante la narración coreoescénica que parte de la realidad de una familia burguesa acomodada durante la Pascua de Navidad para, a través del espacio onírico femenino infantil, mostrar las metáforas de la vida, de la lucha entre la violencia y el deseo de paz, la diversidad cultural, la naturaleza de la primavera invernal con la que Clara –su protagonista– se interrelaciona durante un viaje soñado por el mundo fantástico gobernado por un hada de azúcar. Y en esta viaje, Clara va acompañada por un cómplice muy especial: el Cascanueces, soldado mágico de madera, reminiscencia de aquel soldadito de plomo reflejo de la otroridad diferente.

   Para conseguir condensar todo este universo en la mágica convención teatral heredera de la síntesis escénica de nuestros corrales del Siglo de Oro y de nuestros coliseos neoclásicos, el escenario queda despojado de todo lo superfluo: eficacia con los medios justos, que dejan espacio a la fantasía que transforma un diván en trineo o a un muñeco de madera en compañero de carne y hueso; paneles con grandes puertas en línea que recuerdan las cajas escénicas neoclásicas y que conforman profundidad, acotan espacios para dividir la escena en planos progresivos que se concatenan suave y ligeramente.

   El árbol de navidad representado por las bolas que le adornan, los flecos que recuerdan la pasión modernista por el baile de trajes cuyo preludio es el juego de siluetas que anuncia el «ballet de las naciones», las bolas del árbol que regresan transformadas en el ornamento que sirve de cielo estrellado. La proyección del bosque nevado como guiño invernal a Klimt.

   El vestuario refleja en el primer acto la gama de colores y volúmenes propia del modernismo, retratando tanto personajes como estratos sociales. Adultos, niños, adolescentes, ancianos, criados, dueños de la casa, el mago, invitados, y los autómatas que tanto éxito tuvieron para los actos sociales privados en los salones burgueses quedan evocados a través de la muñeca bailarina –explicito guiño al ballet Coppelia– y el arlequín rojigualda a medio camino entre las figuras de la Commedia dell’Arte, el Petrushka diseñado por Benois para los Ballets rusos de Diaghilev, y la pintura de Picasso.

   En el segundo acto, siendo totalmente fiel a la tradición del ballet blanco, el vestuario aporta elementos variados y coloristas que lo emparentan con los signos de representación visual reconocibles para el «ballet de las naciones».

   El ballet francés alude al las figuras de porcelana en tiempo de Noverre y Les Petits Riens, la Danza Española está presente tanto mediante el vestuario con los colores balletísticos tradicionales del majismo como por los abanicos, la danza china evoca los retratos proporcionados por Pearl S. Buck con el luminoso colorido propio de la seda y la sombrilla, la danza rusa toma presencia a través de tres bailarines ataviados con estilizaciones del traje revolucionario arquetípico, y la danza oriental compagina la sensualidad de las mil una noches con un sutil guiño a La bayadera.

   La versión propia de esta pieza emblemática supone, por una parte, la constatación del momento de asentamiento de una compañía que en ocho años y exigua de medios, ha logrado transformarse de monoestilística, a flexible y versátil, y por otra, es la puerta abierta para el futuro con el pasaporte de la capacidad instalada para abordar con garantía de calidad todo el repertorio paradigmático en lo referente al ballet blanco. Queda todavía un año para disfrutar de la que debiera ser penúltima etapa de este asentamiento, con el sustancial aumento de plantilla y continuidad en la dirección, que pueda garantizar obras de mayor calado que, a las pruebas me remito, colocan el «no hay entradas» en la taquilla.

   Siendo en su conjunto una producción pletórica de aciertos, el acompañamiento musical, sin embargo, no estuvo a la altura deseada. Por una parte, la orquesta del Teatro Real refleja la falta de experiencia para las obras coreomusicales, lógica desde el momento en que tal experiencia únicamente se adquiere con la práctica, que constituye una de sus asignaturas pendientes. Por otra, la falta de experiencia de la dirección en el repertorio postromántico que en esta ocasión, carente de la articulación y acentuación apropiadas, más sonaba a banda sonora cinematográfica que a Chaikovski. Muy correcta en cuanto a exigencia de afinación y velocidad de ejecución para las partes solistas, pero poco estable para las partes de conjunto: el tempo excesivamente lento que a su vez iba ralentizándose aun más según transcurrían para la Danza de los Copos de Nieve y el Vals de las Flores restó brillantez a una interpretación coréutica que hubiera pasado de excelente a memorable de haber sido sostenida por el impulso sonoro adecuado, circunstancia que se repitió en la Danza China.

   La creación coreográfica quedó en el justo equilibrio entre la tradición y la modernidad, con una sabia utilización de cada tipo de lenguaje adaptado al personaje. Así, el movimiento de los ratones quedó destinado a los lenguajes contemporáneos, mientras el dúo del Hada de Azúcar respetó escrupulosamente la línea estética y el lenguaje propios de Petipa, y entre estos extremos la muy de agradecer incursión en la Danza Española, encomendada a uno de nuestros coreógrafos más delicadamente musicales y estéticos en su estilo creativo: Antonio Pérez.

   Para completar el panorama dramático, el tratamiento gestual de los personajes del primer acto. Alejándose de los estereotipos vacuos, cada uno de los componentes de la compañía goza de personalidad propia, posee una historia individual y se encuentra en relación con el resto. Un trabajo dramático que otorga credibilidad al gesto y elocuencia al resultado escénico. Como información privilegiada, podemos avanzar que durante el proceso de construcción toda la compañía disfrutó de la novedad y las sesiones de trabajo discurrieron con el mejor ambiente imaginable. Los episodios de la pequeña función doméstica de autómatas (tan en boga durante el modernismo) dotaron de colorido y calidad cinética bien robótica en el caso de la muñeca, bien deslabazada para el arlequín, en contraste con la suavidad y legato del movimiento destinado a los personajes humanos. La inclusión de niños ajenos al escolasticismo tradicional dotó de frescura a esta versión, en la que los diferentes planos cualitativos atrapa la atención del espectador.

   Como ya apuntaba al principio, la interpretación coréutica se encuentra entre lo excelente y lo memorable. Precisión, técnica, forma física y musicalidad se encuentran al servicio del arte. Cada uno de los movimientos emociona desde la sutileza a la pasión pasando por los diferentes estadios posibles en un relato plagado de aciertos y de referencias a la historia del Ballet y a las artes plásticas. Ello unido a la complicidad y la común energía con la que se abordan tanto las partes solistas como las de conjunto, y en la mutua retroalimentación.

   Cabe más mérito aún si tenemos en cuenta la gynkana que ha supuesto la puesta en escena en el Teatro Real: desde la carencia de un ensayo general con orquesta y vestuario – ya que con un único ensayo musical sin vestuario hubieron de debutar – y para la Gala Anual del Teatro Real, el elenco no pudo tener un ensayo en el escenario, saliendo a la función después del día de descanso sin haber probado el estado del suelo.

   Dificultades inadmisibles para una compañía estatal en el primer teatro lírico del país. En resumen, una producción concebida para su exhibición en multiplicidad de espacios, delicada en su factura, elegante en sus formas, práctica y bella al mismo tiempo, capaz de subyugar a público de muy diferente procedencia, que emociona y produce gozo estético al mismo tiempo. Toda una tentación para repetir cuantas veces sea necesario con el deseo de desentrañar y disfrutar de los múltiples detalles, al igual que sucede con la más bella pintura del más atractivo museo.

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