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Crítica: «El caserío» de Jesús Guridi en el Teatro de la Zarzuela bajo la dirección de Juanjo Mena

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Autor: Raúl Chamorro Mena
14 de octubre de 2019

El caserío con todo su casticismo

Por Raúl Chamorro Mena
Madrid. 11 y 12-X-2019. Teatro de la Zarzuela. El caserío (Jesús Guridi). Ángel Ódena/José Antonio López (Tío Shanti), Raquel Lojendio/Carmen Solís (Ana Mari), Andeka Gorrotxategui/José Luis Sola (José Miguel), Marifé Nogales/Ana Cristina Marco (Inosensia), Pablo García-López/ Jorge Rodríguez Norton (Txomín), Itxaro Mentxaca (Eustasia), Eduardo Carranza (Manu), Jose Luis Martínez (Don Leoncio). Compañía de Danza Aukeran (Dirección y coreografía: Eduardo Muruamendiaraz). Coro Titular del Teatro de la Zarzuela. Orquesta de la Comunidad de Madrid. Dirección musical: Juanjo Mena. Dirección de escena: Pablo Viar. 

   Declaraba hace poco Daniel Bianco, director del Teatro de la Zarzuela, que programando El caserío pretendía «desmontar esa mala imagen que se tiene que la zarzuela pertenece a solo un sitio, con personajes de Madrid». Un tanto sorprendente, bien es verdad. En primer lugar, porque es algo obvio y que le consta a cualquier amante del género o bien, a cualquiera que se haya documentado un poco sobre el mismo. Imagino que lo de «mala imagen» se referirá a que ello podría suponer un cierto «centralismo sectario» (totalmente contrario al carácter del acogedor pueblo madrileño) y no a que la Zarzuela de ambiente castizo capitalino irradie valores amorales o negativos que, desde luego, no corresponden ni a sus gentes ni a esos memorables personajes que pueblan esas composiciones dentro de un admirable costumbrismo.


   Evidentemente, la zarzuela de ambiente madrileño y dentro de ella el sainete es una parte fundamental, pero no la única, ni mucho menos, de la gran variedad de manifestaciones de teatro musical que se engloban en el término Zarzuela y ello ciñendonos a la llamada «zarzuela restaurada» (período 1850-1950). Dentro de esas manifestaciones se encuadra la Zarzuela de ambiente regional. Incluso hace un par de temporadas se celebró un concierto navideño que se tituló «Zarzuela en plural» que mostraba toda la variedad de creaciones en que están representadas, prácticamente, todos los lugares de España.

   De hecho, un Jesús Guridi, que ya había compuesto obras para el teatro como Mirentxu y Amaya y que se había mostrado totalmente contrario a abordar el género de la Zarzuela, se animó a ello, asumiendo que podría perfectamente encauzar su talento como melodista y orquestador en combinación con el casticismo y el folklore tradicional, después de ver en vivo uno de los grandes títulos del género y a la sazón, de ambiente madrileñísimo, Doña Francisquita de Amadeo Vives con libreto de Federico Romero y Guillermo Fernández Shaw que, a la postre, también redactarían el texto de El caserío.

   La tendencia plasmada en los últimos montajes vistos en el Teatro de la Calle Jovellanos de cercenar el ambiente castizo madrileño de las obras esencializadas por el mismo, se tornó, curiosamente, a la hora de montar  El caserío en todo lo contrario, en una potenciación de la «expresión del alma, la raza y la tierra vasca», lo cual celebra el que suscribe, pues debe ser así, pero en las otras también.

    De lo que no pudo librarse la hermosísima obra de Guridi -por la que siento especial cariño, además de por sus valores intrínsecos, porque era la Zarzuela favorita de mi padre- es de la poda indiscriminada de los diálogos tal y como se está convirtiendo en norma habitual, quién lo diría, en las producciones del teatro que porta el nombre del género. Los autores del libreto, como ya se ha resaltado, los más prestigiosos de este repertorio, Federico Romero y Guillermo Fernández Shaw, vieron desde el más allá su texto cercenado al igual que ocurrió en la reciente Doña Francisquita. El caserío quedó reducido a cien minutos sin descanso, no vaya a ser que la gente se aburra o que le cierren a alguien el restaurante para cenar. En el primer acto dejan algo del texto, para que se entienda algo de la trama, pero a partir del segundo todo queda reducido a una especie de vertiginosa sucesión de números musicales –como si fuera una versión en concierto-, quedando la trama sin desarrollar, además de los personajes desdibujados.


   Ciertamente, 42 años son muchos desde la última vez que el Teatro de la Zarzuela programó la hermosísima obra de Guridi -un pilar del género y que siempre ha gozado de popularidad-  que se había estrenado en el mismo escenario en 1926 y hemos de agradecer que la producción de Pablo Viar (del año 2011 procedente del Teatro Arriaga de Bilbao y el Campoamor de Oviedo), además de vistosa, respetaba la obra, su localización y, como he subrayado, todo ese costumbrismo y casticismo vasco de la mejor ley. La escenografía a cargo del propio Daniel Bianco, grata a la vista y apropiada, nos muestra la imponente fachada del caserío o baserri con una puerta de entrada con arco de medio punto, que evoca esa «casa idealizada entendida como cuna y nido, templo y tumba» como indica Itziar Larrinaga en su estupendo artículo del libreto-programa editado por el teatro. Posteriormente, la fachada se levanta y vemos el interior en cuyo espacio y alrededores se articula la acción de la aldea imaginaria vizcaína de Arigorri en la que destaca la familia, la estirpe ligada al caserío y que encabeza el Tío Shanti, solterón entrado en años que convive con dos sobrinos, la cabal y leal Ana Mari y el vividor y licencioso José Miguel. Vestuario estupendo, muy adecuado e igualmente los decorados y elementos ambientales como la vegetación propia del Norte con sus recios árboles, símbolo atávico y ancestral. En el segundo acto, el coro sentado en unas gradas cumplirá una función de coro griego, comentando la acción para después plasmar con mímica junto a los jugadores de pelota el correspondiente partido que consagra a José Miguel como Rey de los pelotaris, todo ello mientras se interpreta el soberbio Dúo entre Ana mari y el Tío Shanti. Cierto es que ante pieza musical de tanta envergadura, uno preferiría que toda la atención se concentrara en canto y música, pero no se puede negar la habilidad para condensar la acción todo lo posible y tornarla apremiante. Al final, cuando por fin va a cristalizar ese amor entre los dos primos (al igual que ocurre con las dinastías reales, a lo que se equipara ese anhelo de pervivencia de la estirpe inextinguible simbolizada por el caserío y las tierras que se han de transmitir indivisibles por herencia), el montaje nos muestra al fondo del escenario una Ana Mari idealizada en un hermoso paisaje, que recordó por momentos a Scarlett O’Hara en Tara. De muy buen nivel la actuación de la Compañía de danza Auskeran bajo la dirección de Eduardo Muruamendiaraz, responsable también de la coreografía, que encarnó todo el  sabor tradicional y folklórico. Fueron muy aplaudidos por el público.

   Juanjo Mena, además de su afinidad por esta música, que se encargado de reinvindicar en los días previos a esta serie de funciones, acreditó su condición de maestro metódico y riguroso. Obtuvo un buen sonido de la orquesta, mostró toda la hermosa orquestación de Guridi, con múltiples detalles y dotándola de gran factura musical y vuelo sinfónico (por citar algunos momentos, magníficos intermedio, procesión y ezpata-dantza, así como el acompañamiento al dúo de los bertsolaris con unas estupendas armonías de las maderas), pero, en mi opinión, esa meritoria labor tuvo dos defectos importantes cuando se trata de colocarse en el foso para abordar teatro lírico. La recreación en los valores orquestales, el desmenuzamiento de la partitura, conllevó algunos tempi morosos y la consiguiente falta de tensión teatral, así como un acompañamiento, a veces, poco atento y escasamente colaborador con los cantantes. Estupendo el coro que volvió a demostrar su personalidad y dominio total de este repertorio. Es obligado subrayar, que es una auténtica pena que el Teatro de la Zarzuela se vaya a quedar sin un director musical del talento de Óliver Díaz.

   Si algo debe atesorar un barítono que aborde el maravilloso papel del Tío Shanti, soltero y ya mayor, alcalde del lugar, temeroso por asegurar la permanencia del Caserío y las tierras de forma indisoluble y dentro del ámbito familiar, es la nobleza. Ángel Ódena y José Antonio López carecen de la misma, tanto en el aspecto tímbrico como en sus modos canoros. En la función del Viernes día 11 el barítono tarraconense con su material recio y amplio, pero con perceptible vibrato y que acusa cierto desgaste tímbrico compuso un Tío Shanti creíble, con la apropiada autoridad moral en lo interpretativo, más interesante en ese aspecto que el de López en la representación del día 12 quien, por su parte, lució timbre más firme y con algo más de brillo, pero de emisión hueca, fraseo vulgar y agudos de filiación tenoril. La voz de mayor calidad de todo el elenco la posee la soprano pacense Carmen Solís, Ana Mari en la función del día 12. Sonido amplio, carnoso, esmaltado y con metal en el centro y primer agudo, pero la falta de remate técnico se traduce en un agudo extremo en el que el sonido «no gira» y se abre. Asimismo, el fraseo se mantiene tan aburrido e inane como siempre, de modo que las cuitas de Ana Mari nos interesan mucho más expresadas por Raquel Lojendio, de material vocal mucho más modesto y genérico, pero canto sensible, algo más sentido y matizado, además de enriquecido con algún que otro filado de factura como pudo comprobarse en su bello relato del último acto. Muy distintos los dos tenores que encarnaron a José Miguel, vividor despreocupado, que se da cuenta que ama a Ana Mari justo cuando la puede perder. Andeka Gorrotxategui con su robustez y pegada habitual, pero también con esa emisión esforzada y sin liberar, mostró sus progresos en un fraseo más calibrado y compuesto. La espléndida romanza «Yo no sé que veo en Ana Mari» pide un canto sul fiato y un lirismo poético que el tenor vizcaíno no ofreció, pero sí un canto recogido que culminó con una nota final de buen efecto mantenida ad libitum mientras salía de escena.


   El tenor José Luis Sola no se quedó atrás y también brindó el mismo efecto en la citada romanza, que cantó con buena línea y sentida expresión, además de lucir un fiato más desahogado con el que poder acometer el tempo particularmente lento prescrito por el Sr. Mena. En el dúó de los bertsolaris Sola cometió un desliz entrando cuando no le correspondía, pero dotó de efusión lírica a sus bellísimas frases del dúo con Ana Mari del acto primero «Nadie sabe defender su triunfante juventud…», pero su sonido es muy modesto en el centro, totalmente desguarnecido y justo de volumen (se acerca más al de un Txomín que al propio de un tenor protagonista), siendo su franja aguda la que más luce. En la pareja cómica corresponde destacar a Marifé Nogales, de canto aplicado y sin excesos en lo interpretativo, sin pasarse de la raya en su papel de la desgreñada y sinsorga Inosensia, claramente preferible a Ana Cristina Marco, ejemplo de desimpostación y modos canoros fuera del marco del género lírico. Muy justito el material del tenor Pablo García-López que, sin embargo compuso en la función del día 11 un Txomín desenvuelto y de apropiada comicidad frente al «Bayreuthiano» Jorge Rodríguez-Norton de material vocal muy superior, pero algo más envarado en escena en la representación del día 12. En su salsa Ixaro Mentxaca como Eustasia e impecables tanto Eduardo Carranza como José Luis Martínez como Manu y Don Leoncio, respectivamente.

Foto: Javier del Real / Teatro de la Zarzuela

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