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Libro: 'Un libro maestro'. «El perfecto maestro de capilla» de Johann Mattheson [EdictOràlia Música]

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Autor: Aurelio M. Seco
8 de septiembre de 2021
El perfecto maestro de capilla de Johann Mattheson

Un libro maestro

Por Aurelio M. Seco | @AurelioSeco
Johann Mattheson, El perfecto maestro de capilla. EdictOràlia Música, Valencia, 2021. Edición y traducción de Fernando Pascual León.

   Hay que situar la publicación de El perfecto maestro de capilla [Der volkommene Capellmesister] de Johann Mattheson en el contexto de un creciente interés general en nuestro país por publicar traducciones en español de importantes tratados de la Historia de la Música. En 2013 es la Editorial Arpegio la que, de la mano de la traductora Nieves Pascual León, saca al mercado la primera «traducción fiable y completa» en español de la Violinschule [Escuela de violín] de Leopoldo Mozart. En 2015 Alfonso Sebastián Alegre traduce el Ensayo de un método para tocar la flauta travesera [Versuch Heiner Anweisung die Flöte traversiere zu spielen] para Dairea Ediciones. Dos años después, Eva Martínez Marín publica, también para Dairea, el Ensayo sobre la verdadera manera de tocar el teclado [Versuch über die wahre Art da Clavier zu spielen] de Carlos Felipe Emanuel Bach y, también en 2017, Nieves Pascual León traduce para la revista Qodlibet el Kurtzer Bericht, wie man einen jungen Knaben könnte singen lehren del compositor y teórico alemán Wolfgang Caspar Printz. 

  Es en 2021 cuando la editorial EdictOràlia publica El perfecto maestro de capilla, con edición y traducción de Fernando Pascual León, un trabajo fruto de las tareas de traducción y análisis realizadas en el contexto de un programa de doctorado de la Universidad de Castilla-La Mancha, bajo la guía -lo explica el propio editor en el prefacio- de Luis Antonio González Marín y Rolf Bäcker.

   Hombre crucial para entender la música alemana del siglo XVIII y muchos aspectos de la situación musical europea de su época, Johann Mattheson es, hoy día, un autor más citado por los musicólogos que programado en auditorios y teatros. No ayuda, desde luego, que no exista un catálogo unitario de su producción, según se nos dice en el libro. Es dudoso que, por ejemplo, un melómano asiduo a los conciertos del Auditorio Nacional conozca siquiera una sola de sus óperas, oratorios o composiciones instrumentales, con excepción, quizás, de la hermosa Aria de la Suite nº 5 en do menor para clave, que Leopold Stokovski arregló en su día de forma magistral y que ha adquirido cierta popularidad dentro del repertorio. Estamos ante una figura fascinante y poliédrica en la Historia de la Música. Compositor, traductor, organista, cantante, escritor dotado y con estilo propio, diplomático (fue secretario de un  embajador inglés), prestigioso e influyente teórico de la música, maestro de capilla, Mattheson se nos revela como un gigante de la Historia de la Música, pero no de cualquier música (si es que se puede hablar así), sino de la «ciencia musical», siendo partidario de la figura del músico como hombre ilustrado, formado no sólo en los principios técnicos de las instituciones sonoras más sofisticadas, sino en humanidades, ciencia, idiomas, en cuestiones relativas a la práctica musical, a la «música práctica». Matteson veía en el siglo XVIII cierta dejadez y decadencia en la música.

   Publicada en Hamburgo en 1739, pero impresa un año antes en Leipzig, El perfecto maestro de capilla es, según Fernando Pascual León «tal vez, la obra teórica más importante de su autor y uno de los tratados de música más influyentes del Barroco tardío, a juzgar por los numerosos comentarios a los que ha dado lugar en la musicografía desde su aparición hasta nuestro tiempo».  Una influencia que, en ocasiones, reconoce el autor, ha puesto el punto de mira sólo en algunas partes concretas, y no las más extensas ni más interesantes, como la que tiene que ver con la retórica o la tantas veces mencionada «teoría de los afectos». «Desde comienzos del siglo XX, se ha consolidado el concepto de Affektenlehre, o “afectología”, asociado esencialmente a esta obra y a algunos textos más del mismo período», nos dice. Así, «En Der musicalice Patriot (1728), Mattheson afirma perseguir siempre con su música la misma finalidad principal de despertar los afectos de los oyentes, independientemente del género o del espacio para el que haya sido compuesta».

   La edición que comentamos, la primera en español, se ha materializado en dos gruesos volúmenes de un formato más grande de lo habitual. El primero es el «Estudio preliminar» del editor y traductor de la obra, Fernando Pascual León, a quien hay que agradecer un trabajo concienzudo, de gran altura filológica y crítica. También incluye una interesante autobiografía del propio Mattheson, escrita dentro de un estilo muy personal y, hasta cierto punto, asombroso. El segundo de ellos contiene el tratado traducido al español, una obra monumental, compendio de saberes del momento y de la Historia, escrito por un gran músico de saber enciclopédico.

   La autobiografía presentada en el primer volumen, escrita por el propio Mattheson en tercera persona, ofrece información muy valiosa. Se nos habla, por ejemplo, de su trabajo como director musical desde el clave, como director de orquesta de su propia ópera, Enrique IV, rey de Castilla (Además de Cleopatra, afirma Pascual León, hoy hay ediciones críticas de sus tres óperas conservadas: Boris Godunov, Porsenna y Henrico IV) el 9 de febrero de 1711. O de cómo mostraba su música en iglesias y «salas de concierto» a principios del siglo XVIII, información útil para rastrear la historia de los conciertos públicos y de la figura del director de orquesta.

   «Bajo la intención del tratado late un antiguo debate, no exento de matices filológicos y sociológicos en torno a la diferenciación de los sustantivos Musicus y Musikant», explica con gran tino el autor del libro. Nosotros creemos que detrás del mismo tambien habita un fuerte matiz filosófico, que además podemos ver reproducido, coordinado, con otros análogos en la Historia de la Música. Es un debate crucial, importante, que a día de hoy está por aclarar. Y añade Pascual León: «en este sentido, aunque una parte de la intelectualidad que podríamos llamar progresista, encarnada en Hamburgo por Scheibe y Gottsched, no admitiría distinción entre uno y otro término, puesto que ambos designan a cualquier persona que practique música, la tradición literaria anterior al Capellmeister es rica en obras narrativas protagonizadas por Musikanten, esto es, por músicos de baja estofa rayanos en el prototipo de pícaro, en muchos casos ambulantes, carentes de formación humanística, mal remunerados y peor estimados por la sociedad; el conflicto de 1749 entre Bach y el rector Biedermann, al que nos hemos referido al final del apartado biográfico, muestra con qué profundidad esta visión peyorativa de los músicos cala en el mundo académico aún en fecha tan avanzada. En diversos pasajes del tratado que nos ocupa, Mattheson expone también un programa político con mensajes en muchas direcciones, destinado a redimir al gremio de su degradación mediante el conocimiento científico. Por esa razón interpretamos que el término Capellmeister del título debe leerse a más de un nivel: no sólo en el sentido estricto de “maestro de capilla” con unas competencias prácticas delimitadas -tal y como lo definirá el propio Mattheson un año después, en el prólogo de la Grundlage Heiner Ehrenpforte-, sino también como traslación al alemán del concepto de Musicus, esto es, como individuo posesor de la ciencia musical en su grado más alto, ejecutante, compositor y teórico políglota, avezado en la literatura especializada; como un trasunto, en definitiva del autor, cuya propia trayectoria, de esta forma, queda también reivindicada».

   Como hombre influyente de su época, Mattheson se trató con algunos de los más importantes compositores del siglo XVIII. Así, se nos revela que algún autor sugiere que Bach, que como Händel en su día se negó a facilitar un boceto biográfico a Mattheson para uno de sus libros, habría tenido acceso ya a algunos capítulos del Capellmeister en 1738, «cuando la obra todavía estaba imprimiéndose en Leipzig, y que algunas de sus últimas y más complejas composiciones contrapuntísticas surgen como respuesta a determinadas provocaciones o estímulos lanzados por Mattheson a través de su tratado».

  La obra de Mattheson también importa a la crítica musical. En 1737 ve la luz el primer número de Der Critischer Musikus, semanario de Scheibe que se publica con la intención de «poner un poco de orden y, al mismo tiempo, tratar de corregir en cierta medida el mal gusto en el estilo que entonces imperaba en la mayoría de escritos musicales en alemán», entre ellos los del propio Mattheson, que considera esta revista de crítica un plagio de su «truncada Critica Musica, publicada de manera irregular entre 1722 y 1725». Para el autor del estudio, Mattheson sienta «los cimientos de una crítica musical en lengua alemana» basada en modelos periodístico ingleses. En su Crítica Música [Crítica musical] Mattheson habla por primera vez de la intención de escribir un tratado voluminoso titulado El perfecto maestro de capilla.

   Las cuestiones que aborda Mattheson a lo largo del tratado, cuyo contenido se nos presenta muy bien traducido en el segundo volumen, son importantes y abarcan cuestiones interpretativas, históricas, filológicas, filosóficas y sobre teoría de la música. En el prólogo se preocupa del origen del canto, la matemática musical, la melodía y la armonía, la palabra Aria, las reglas del recitativo o de la enseñanza musical, sobre la cual nos dice: «La ciencia armónica debe ser enseñada públicamente en academias y escuelas superiores por profesores metódicos y competentes, como sucedía tiempo atrás en España, Italia, Francia y Alemania, y como aún sucede en Inglaterra», explica, citando a numerosos músicos y tratadistas, entre ellos al español Francisco de Salinas

   Es un tanto enrevesada e ingenua, pero interesante, su perspectiva sobre el origen de la música y del canto. Aludiendo el mito de Adán y Eva y mezclando letra sagrada con El paraíso perdido de Milton, Mattheson afirma, como buen luterano, que la música no es obra del hombre sino de Dios para su alabanza, «Fin único de la Creación». Adán sería el primer hombre músico, un artista sublime que trajo a la Tierra los sonidos de los perennes alabadores angelicales hasta que el pecado hizo a los hombres perder «mucho de esta perfección connatural y hayan olvidado en su mayor parte las habilidades obtenidas de aquel modo y los ejemplos que les sirvieron, y que, por tanto, no haya quedado más que la sombra de lo que fue aquel excelente cuerpo armónico que encontraron y cultivaron en el Paraíso». Y critica a los que, como Lucrecio, afirman que las aves «irracionales», o incluso los monos, imitando a las aves, puedan haber inventado la música. «El mejor de los ruiseñores canta siempre igual y no produce más que sonidos confusos e incomprensibles, que suenan iguales unos a otros y, según la percepción humana, no expresan nada; carecen de alma, vida, espíritu, y aunque dan algún gusto a los oídos, no alcanzan a conmover nuestro entendimiento ni nuestro corazón, ni causan por sí solos emoción alguna en nuestro ánimo», concluye el autor. No hay música animal según Mattheson, en contra de Jean-Baptiste-Louise Gresset. «Un autor anónimo de nuestro tiempo», explica, refiriéndose a él, «parece equiparar los dos citados juicios, el de los hombres y el de los pájaros, de tal manera que presenta a Eva como inventora de los primeros sonidos mensurados, sin dejar por ello de mencionar a nuestra queridas avecillas como graciosos precursores; cuyo dulce piar habría despertado en la madre del género humano una envidia tal que la habría movido a ejercitar su tierna garganta». Sobre si fue primero la música vocal o la instrumental, añade: «También queda invalidada la idea de que la música vocal es propia y originalmente anterior a la instrumental, desde el momento en que también los ángeles y los santos citados en la Biblia aparecen dotados de todo tipo de instrumentos, especialmente de arpas y trombones como instrumentos de cuerda y viento más frecuentes, y que ciertamente habrán tocado tan bien como cantado, antes de ser creado Adán. En los hombres, este proceso sin duda ha sucedido a la inversa, siendo la música vocal anterior a la instrumental». Mattheson nos habla, entonces, de una música humana y otra divina, inalcanzable, perdida para el hombre tras el pecado original.

   Tras el prólogo del segundo volumen, dos partes, una primera que versa «Sobre la observación científica de las cosas necesarias para una ciencia musical completa», en la que se estudian algunos «principios generales de la música», tanto técnicos [las fugas, los «acordes quebrados», la octava, la tercera y su contexto, el movimiento de las voces, la armonía, …] como filosóficos. «En el axioma principal que hemos enunciado descansa todo el sentido del hecho musical, y de él emana necesariamente, como de fuente clara, lo siguiente: Que para adquirir este canto es necesario un adiestramiento previo acerca de la esencia de la música y que los sonidos deben ser analizados en función de su naturaleza. Que para ello es preciso conocer la Historia de la Música; Comprender su uso y provecho en la república», nos dice Mattheson en el contexto de una especie de índice temático a desarrollar.

   Mattheson dedica a la Armónica todo el capítulo séptimo de esta primera parte, y no se resiste a tratar de responder a la pregunta ¿qué es la música? «Por lo que concierne a una descripción fundamentada y exacta de la música, en la que nada falte ni sobre, los hay que resuelven el problema llamándola arte de cantar, aglutinando la ejecución instrumental con el canto (lo cual es muy razonable). Lo único que no consideran es que la parte más noble de la música no está ni en tocar ni en cantar, sino en la composición, y que es quedarse cortos dar por buena la definición de “arte de cantar correcta y hábilmente”». «La correcta y justa descripción de la música, en la que nada falta ni sobre, sería por tanto la siguiente», nos cuenta poco después de aclarar que no toda descripción es definición. «La música es una ciencia y arte que consiste en disponer hábilmente sonidos agradables y oportunos, combinarlos correctamente y emitirlos de manera grata, para honrar a Dios con su eufonía y fomentar toda virtud», afirma, siguiendo algunos preceptos de Arístides Quintiliano, a quien cita literalmente en su estudio: «sin embargo, su nombre científico griego es Melopoeia, Melothesia, o el que más me gusta emplear, Melodica, y designa una eficaz habilidad par inventar y elaborar Sätze [«construcciones musicales, composiciones»], tan cantables que de ellos se genere una melodía». Quintiliano es en realidad sólo uno de los muchos tratadistas citados, entre los que encontramos a Aristóteles, Boecio, San Agustín, Cicerón, Ptolomeo, Cassebohm, Demócrito, Werckmeister, Teofrasto, Descartes, Heinichen, Zarlino, Michael Praetorius, Pitágoras, Aristoxeno, por citar sólo algunos de los más conocidos. El repertorio de nombres es asombroso y una fuente documental valiosísima para el musicólogo o el filósofo de la música.

   En un apartado reservado a la historiografía musical, nos resulta curioso el comentario sobre la estancia de Farinelli en España. «La corte española ha concedido a este cantante, Farinelli, un salario anual de catorce mil reales de a ocho y una carroza pagada por el rey, con tal de persuadirle de que se quede en España. En un periódico inglés se fijaba la suma en dieciocho mil reales;  y aunque le quitáramos un cero a esta cifra, el mejor de los alemanes se las vería y se las desearía par alcanzarla», explica, citando a un redactor destinado en Madrid del Hamburger Correspondent.

   El capítulo séptimo versa sobre las proporciones matemáticas de los intervalos musicales, en el que no podemos dejar de ver la influencia de las enseñanzas de Francisco de Salinas en sus Siete libros sobre música, a quien califica de «excelso».  Así, se preocupa de la notación, el estilo musical, del examen y cuidado de la voz humana, de las cualidades que un director musical y compositor debe poseer, además de su arte propiamente dicho. Respecto al «arte de cantar y tocar con ornamentos», nos dice: «Siendo cosa probada que nadie puede ornamentar bien sobre un instrumento si no ha tomado prestada la mayor y mejor parte de su habilidad del canto (puesto que toda música creada manualmente sólo sirve para imitar la voz humana [De donde tienen su origen las locuciones cantare tibias, cantare fidibus, etc.; pues todo debe cantar, incluso la música tocada con instrumentos] y acompañarla o asociarse con ella)».

   No deja de sorprender la erudición del autor y su capacidad crítica. Respecto a la forma de cantar, condena las «respiraciones demasiado frecuentes y extemporáneas», y considera «incorrecto ligar lo que debería ir separado y separar lo que debería ir ligado. Estas son dos faltas graves», reconoce.

   En otro momento, nos dice: «Causa admiración la ingeniosa regla, vigente desde hace un para de siglos, que dice que toda voz cantante, cuanto más sube al registro agudo, más debe ser suavizada y contenida; y en el grave, en idéntica proporción, debe ser reforzada y emitida con mayor plenitud y potencia. Pero aún más hemos de admirarnos de que axiomas tan cuerdos y excelsos hayan perdido casi toda su vigencia en estos tiempos de desenfreno». Para Mattheson el «estilo italiano» es «viciado y artificial» y, sobre las manieren u ornamentos musicales, que «son innumerables y cambian en función del gusto (de cada uno) y de la (propia) experiencia». De entre los ornamentos, destaca cierta polémica sobre el vibrato, denominado entonces Tremolo (al igual que en la Escuela de violín de Leopoldo Mozart), un recurso que, según Mattheson, algunos tratadistas confundían con el Trillo [el actual trino]. Mattheson no se pronuncia sobre si el vibrato debe usarse siempre, poco u ocasionalmente. Lo que sabemos seguro por sus explicaciones es que su uso está absolutamente normalizado en la época, cosa que parecen olvidar los grupos musicales denominados «historicistas», empeñados en no usar vibrato o usarlo de una manera contenida, cuando sabemos seguro por el tratado de Mozart que era frecuente encontrar a músicos que lo usaban constantemente [cosa que a Leopoldo Mozart no le complacía] y, por Mattheson, que señalar el lugar donde debe producirse no depende «ni del compás ni la pluma» sino que «debe enseñarlo el oído».

 

   Dentro del campo de la composición, el autor se preocupa del «arte de hacer una buena melodía», de las vocales e instrumentales, también de la «disposición, elaboración y decoración en la composición musical», de la composición polifónica, «llamada propiamente armonía», de la imitación y de la composición a cuatro y cinco voces, de las fugas y cánones y de los instrumentos. Las citas del libro son numerosísimas y propias de un gran erudito que ha consultado innumerables fuentes documentales, libros hoy muchos de ellos perdidos para la consulta que sin duda habría que recuperar por su importancia, y  a los que que Mattheson pudo acceder por su estatus musical y político. Estamos ante una publicación de referencia y, hasta cierto punto, ante un hito en la historiografía musical española.

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