En los próximos días apareceran en las pagians de Codalario las críticas correspondientes a las funciones de El Anillo del Nibelungo, El holandés errante, Lohengrin y Tannhäuser de la presente edición del Festival de Bayreuth. Como preludio a las mismas, se desglosan a continuación algunas reflexiones generales sobre el Festival en cuestión.
Por Alejandro Martínez
Pongamos al lector en antecedentes: quien firma estas líneas no había estado nunca antes en Bayreuth. Y acudía por vez primera precisamente acreditado como corresponsal de prensa para Codalario. Esta circunstancia de acudir a Bayreuth como crítico, ilusionado y expectante, pero como crítico al fin y al cabo, trae consigo sus ventajas, y quizá también sus inconvenientes. Vaya por delante que todos los críticos somos, antes de eso, amantes incondicionales del género, pero lo cierto es que el hecho de no haber condicionado este viaje a años y años de listas de espera para conseguir las entradas facilita una óptica menos litúrgica y más realista sobre lo escuchado. Parece plausible que cuando alguien, como es el caso de tantos aficionados, lleva años y años deseando venir aquí, ahorrando para la ocasión y esperando año tras año ser agraciado con unas costosas entradas, la sugestión previa es inevitable, hasta el punto de que en ocasiones sea difícil asumir los posibles desencantos que como espectador pueda deparar la experiencia. Bayreuth es un lugar mágico, qué duda cabe, pero conviene relativizar el hechizo. En este sentido, en el debe, quizá acudir a Bayreuth como crítico predisponga especialmente al espectador, a un servidor en este caso, a juzgar con ojo menos complaciente y más puntilloso una realidad que, en otras circunstancias, quizá se hubiera permitido permeabilizar por el ambiente de premeditado entusiasmo y sugestión anticipada. Sea como fuere, aquí van unas líneas sobre la citada experiencia y sus tópicos más relativizables.
La acústica
En primer lugar, conviene aclarar al neófito cuales son las condiciones en las que el sonido de produce y se distribuye en Bayreuth. El foso, casi por completo oculto y cerrado, y desde luego invisible para los asistentes, se dispone en perspectiva inclinada, escalonado hacia abajo, quedando bajo el escenario. Asimismo, la distribución de las secciones orquestales es también singular: los primeros violines ocupan la derecha del director, en lugar de su habitual disposición a la izquierda. El resto de la cuerda se divide en dos grupos, ubicados a ambos lados del foso. Y todos los metales y maderas quedan situados realmente bajo el escenario, al fondo del foso. En origen esta particular disposición tenía desde luego una aspiración acústica, pero buscaba asimismo centra la atención sobre la acción que se desarrollaba en el escenario, al margen de los aspavientos del director y la actividad de los músicos.
El resultado acústico es el de un balance natural entre voces y orquesta, que comparecen en la sala ensambladas en un todo. Asimismo, la disposición del foso favorece un inusual resalte de algunos sonidos, como los producidos por las maderas, al tiempo que se amortiguan otros, como el ímpetu de los metales y el brillo a veces excesivo de la cuerda. Así la cosas, resulta prácticamente imposible que un cantante se vea tapado en esta sala por el sonido que surge del foso. La sensación es que la sala tiende a igualar la sonoridad de los solistas, no epatando tanto las grandes voces y aupando un tanto a las menos dotadas. Quizá la mayor virtud de esta acústica sea la de ofrecer, perfectamente distinguibles, todas las voces que se dan cita en un determinado momento de la representación, ya se trate de varios solistas, de varias líneas de canto en el coro o de diversas secciones en la orquesta. En este caso, en el de la orquesta, el resultado es particularmente bienvenido y grato, ya que los metales nunca eclipsan o ensordecen a cuerdas y maderas. De estas dos, son las primeras, las cuerdas, las que comparecen en la sala siempre amortiguadas, con un sonido más acolchado que brillante; mientras que las maderas recobran un protagonismo inusual en el resto de teatros, pudiendo seguirse aquí sus intervenciones con absoluta nitidez en cualquier momento.
Al margen de ese natural balance entre voces y orquesta y al margen también de la singularidad sonoridad de ésta, la acústica de Bayreuth no ofrece nada más. Y no es poco, desde luego, pero circulan historias francamente inverosímiles sobre la existencia de un sonido que lo envuelve todo, que rodea al espectador sin que éste sepa de donde procede. Un sonido que emerge del suelo se dice a menudo, incluso. Quizá algunas de estas sensaciones se obren realidad con la partitura de Parsifal, para la que la sala fue especialmente concebida, pero no es el caso de las siete óperas que hemos podido ver este año allí representadas. El sonido, con todas las virtudes citadas, procede claramente del foso y la boca del escenario, sin esa virtud omnipresente que algunos le achacan. No hablaríamos pues, tan tajantemente, de una mejor acústica, sino de una acústica singular, especial, cargada de personalidad, que muestra a la voces y a la orquesta en la sala perfectamente empastadas en un todo.
A decir verdad, no hay una abismal diferencia entre la buena labor de una batuta que sabe lo que se hace en un teatro con el que está familiarizado y con una gran orquesta con la que tenga un vínculo estable y continuado. Aquí, por decirlo de alguna manera, esa búsqueda de un balance interno entre las secciones de la orquesta, por un lado, y de un balance externo entre foso y voces, viene ya impuesto por la sala, lo que convierte la labor de la batuta en una tarea netamente distinta, con el agravante de la peculiar ubicación visual que tiene que gestionar, con ese foso escalonado hacia abajo y sin apenas ver a los cantantes en el escenario.
En estas condiciones, por cierto, se tiene la tentación de relativizar un tanto los grandes momentos de gloria del canto wagneriano, registrados, comercializados y por tanto bien conocidos. Dicho de forma provocativa: parece más fácil cantar en Bayreuth, donde la acústica arropa y protege al cantante como en ningún otro lugar. De ahí que cantantes que se antojan mediocres en otras salas consigan aquí hacerse una trayectoria de cierta dignidad y renombre.
La sala
La sala como tal, al margen de su acústica, también es objeto de al menos dos grandes tópicos: se dice que es calurosa e incomoda. Lo segundo se debe sobre todo a las largas jornadas wagnerianas, que obligan a estar sentado aproximadamente desde las cuatro hasta las diez de la noche, mediando dos largos descansos de una hora cada uno. El cuerpo, al margen de la edad y sus dimensiones, se resiente de esa espiritual caminata wagneriana, pero la incomodidad no va mucho más allá. Hay teatros tan incómodos o más en Europa. Es cierto que los asientos en Bayreuth no poseen reposabrazos y que el respaldo es ciertamente incómodo. Nada nuevo bajo el sol, entre tantos teatros sin restaurar que conocemos, fuera y dentro de nuestro país. Sobre lo caluroso de la sala, nada especialmente reseñable en una colina que está a merced de un grado de humedad notable y que puede recibir largas horas de sol en pleno agosto. El clima en la zona oscila con facilidad, incluso en el mismo día. Quizá el mitificado calor se deba sobre todo a la norma autoimpuesta por la alta sociedad alemana de acudir allí con las mejores y a veces más incómodas galas, sin duda a menudo desaconsejables para veladas tan largas y exigentes. Sería fantástico poder disfrutar de Bayreuth con ropa de calle, como por cierto hacen la orquesta y el director. Nada lo impide, y de hecho la rigidez del código de vestuario se va relajando. Pero lo cierto todavía hoy, mayoritariamente, es que la liturgia impone también sus uniformes.
La liturgia
Este año se había puesto por vez primera a la venta por internet un gran número de localidades para un amplio abanico de representaciones, cosa inédita en el Festival, que apenas había abierto a la venta por este sistema una función de Das Rheingold en la pasada edición de 2013. Sin duda esta apertura a la venta online ha traído consigo a multitud de debutantes en la colina, así como a un notable número de público menos militante y más curioso o expectante. Sea como fuere, Bayreuth es el escaparate donde se da cita esa particular alta sociedad centroeuropea, por lo general más culta y motivada, aunque tampoco especializada, lo que explica algunos aplausos francamente arbitrarios, como si de noche todas las vacas fueran negras. Sigue siendo Bayreuth, en todo caso, el lugar de peregrinación, en sentido literal, de los wagnerianos más convencidos. Un wagneriano es sobre todo aquel que venera la música de Wagner por encima de cualquier otra, dándose el caso de muchos que no escuchan de hecho otras partituras operísticas que las del maestro alemán. Individuos de esta especie abundan sobremanera en Bayreuth durante estos días del Festival. Siempre me ha parecido curiosa, y un tanto incomprensible dicho sea de paso, esa singular especie de gentes capaces de escuchar un centenar de veces el Anillo wagneriano pero completamente reluctantes a escuchar unas notas de Mozart o un aria de Verdi.
Es indudable que toda esta liturgia maquilla y relativiza sobremanera el puro resultado musical y dramático de las representaciones. Lo cierto es que ni el mejor Wagner de nuestros días se escucha y se ve aquí, ni la acústica es tan abrumadoramente excepcional. Si bien orquesta, coro, batutas y acústica predisponen las condiciones para disfrutar del mejor Wagner, lo cierto es que ni los repartos ni las producciones redondean esa aspiración. Hemos escuchado de hecho mejores representaciones wagnerianas, sin la menor duda; sobre todo en Berlín y en Múnich y también esporádicamente en Viena. Por otro lado, en el espíritu del Festival ha estado siempre un aliento de vanguardia, una constante intención de superación propia, más allá de la mera veneración del legado wagneriano. Eso explica en parte el riesgo que se afronta allí a menudo con las nuevas producciones, como el presente Tannhäuser de Baumgartner, un sonoro fracaso que se retira ya en esta edición del Festival. Oscilando entre la liturgia y la vanguardia el Festival no termina de encontrar hoy en día su camino. “Quo vadis, Bayreuth?”, titulaba el Festival Tribune, en un acertado interrogante sobre los futuros derroteros de este Festival, un evento que vive pendiente de la eterna tensión entre renovarse o morir.
Conclusión
Tras lo dicho hasta aquí, parece obligado ofrecer por mi parte un juicio tajante y decidido, sin medias tintas: ¿merece la pena o no desplazarse hasta Bayreuth? A mi entender, sin la menor duda, al menos una vez en la vida. Quizá con una mirada menos litúrgica y militante, quizá con más curiosidad que expectativas, pero sin duda la colina sigue ofreciendo alicientes para acercarse hasta allí. Quizá tantos alicientes como inconvenientes, si sumamos los costes de las entradas, el viaje, el alojamiento, lo inaccesible del lugar, el escaso atractivo y hospitalidad de la ciudad y la irregular cosecha de voces y producciones que se ofrecen.
El año que viene el Festival pone sobre la mesa un notable atractivo, con el estreno de una nueva producción de Tristán e Isolda, con Thielemann a la batuta y con el protagonismo, en principio, de Eva-Maria Westbroek y Stephen Gould. La puesta en escena estará a cargo de Katherina Wagner, que ha declarado que su propuesta estará cargada de tintes cómicos (sic). Si algo no cabe en Tristán, mucho nos tememos, es la comedia. Veremos pues el próximo verano si la familia Wagner no lleva demasiado lejos esa citada pulsión latente encaminada a matar al padre, aquí ya el bisabuelo.
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