Por Alejandro Martínez
24/09/2014 Venecia, La Fenice. Verdi: Il Trovatore. Gregory Kunde, Kristin Lewis, Artur Rucinski, Veronica Simeoni, Roberto Tagliavini. Daniele Rustioni, dir. musical. Lorenzo Mariani, dir. de escena
Gregory Kunde parece empeñado en marcar su nombre a fuego en la historia de la lírica. No se arredra ante los retos y su agenda para el próximo año así lo confirma. Un nuevo debut verdiano sigue al anterior, y así tras su Don Álvaro en La forza del destino, que pudimos ver en Valencia, llegaba ahora el turno del Manrico que protagoniza Il trovatore. Kunde plantea un Manrico lírico y romántico pero también fogoso y lleno de vigor e ímpetu. Una caracterización a la antigua, si ustedes quieren, pero servida por una vocalidad que sorprende por la autenticidad con la que el tenor hace uso de sus propios medios, sin forzar un ápice, subrayando todo el caudal belcantista que aflora en esta partitura. Monumental la Pira, con todas las notas, no sólo coronada como el público espera, rematando a placer, sino cantada además a tono y con la grata sorpresa de incorporar variaciones en la repetición. Se echó de menos, exclusivamente, una mayor firmeza en el dibujo de los trinos del “Ah, si ben mio”. En conjunto nos quedamos, más allá de la pirotécnica de la Pira, con la verdad, con mayúsculas, de un intérprete que se vacía en cada función y que no se esconde ni un ápice cada vez que sube a un escenario. Con interpretaciones así, Kunde se está labrando, por méritos propios, un lugar en la historia de la lírica.
Dos sopranos se alternaban en la parte de Leonora en estas funciones venecianas. En la representación que nos ocupa estaba prevista Carmen Giannattasio, que tuvo que cancelar por súbita enfermedad, siendo reemplazada por su colega Kristin Lewis, la otra responsable del rol para esta producción. No podemos hablar de una Leonora memorable, pero hay al menos un par de virtudes en su canto que merecen atención: una cuidada línea, bien medida y con lirismo, y un canto por lo general valiente. A cambio, el agudo no siempre es firme, descolocado a veces conforme asciende y hay unos cuantos sonidos irregulares y poco uniformes. El timbre, no obstante, posee ese sugerente color tan típico de las sopranos negras y que tan bien cuadra con estas partituras verdianas.
De Artur Rucinski ya hablamos al hilo de su Conde de Luna de Salzburgo, en reemplazo de Plácido Domingo. En esta ocasión ha mejorado un tanto si cabe nuestra percepción, sobre todo porque abundó Rucinsky en una gama mayor de matices, modulando su voz casi a placer, como hizo singularmente en “Il balen”, paladeado con un gusto exquisito. Es el barítono polaco dado no obstante a algún exceso de corte más verista durante la representación, pero son los menos y no empañan una labor que en conjunto cabe valorar como muy estimable.
La de Veronica Simeoni es una Azucena muy lírica, italianísima, muy belcantista, sin excesos, actuada con convicción y cantada de principio a fin, sin exacerbar la teatralidad para llegar con ella allí donde no llega el canto. Quizá los medios, apreciables pero sin llegar a ser un derroche, le obliguen de algún modo a plantear la Azucena que ofrece y a la que sirve con grata solvencia y honestidad. Muy buen trabajo también el de Roberto Tagliavini con la ingrata y exigente parte de Ferrando, a la que sirvió con una voz bien timbrada y con una actuación esmerada, singularmente en su escena del comienzo de la ópera.
En escena se veía un trabajo de Lorenzo Mariani. Una producción clásica pero sincera, sin vetustos decorados de cartón piedra, resuelta tan sólo con un vestuario sencillo pero nítido y un atrezzo mínimo, todo ello con la firma de William Orlandi, y rematado por una buena iluminación de Christian Pinaud. De algún modo, a mayor gloria de la música, que a veces habla por sí sola. No somos partidarios de esa cantilena que se ha puesto en circulación según la cual las puestas en escena deben “molestar” lo menos posible al desarrollo de la música. Tonterías: cuando una producción es buena, eleva todavía más si cabe el valor de la música y el libreto. En este caso, no es que la producción estorbase poco, sino que servía a su cometido desde un enfoque clásico, desde una tradición bien entendida, nada casposa. El código tradicional es siempre una fórmula para poner en escena los títulos de repertorio, siempre que sea una tradición bien entendida. No fue este un Trovatore memorable en el apartado escénico, pero se nos antojó desde luego como un trabajo bien hecho.
No teníamos apenas referencias del relativamente joven Daniele Rustioni, de quien sabemos que se ha formado con Pappano y Noseda. Su labor con este Trovatore fue francamente buena. Todo admite un margen de mejoría, desde luego, pero tiene mérito disponer un Trovatore tan vibrante y rico en acentos y contrastes, en la que ha sido su segunda incursión con esta partitura que nos coste, tras hacerla ya en la Scala. La orquesta de la Fenice es una formación muy solvente, quizá falta de un punto de mayor virtuosismo para situarse entre las grandes, pero lo cierto es que resolvió esta partitura con un sonido italianísimo y compacto, francamente grato de escuchar. Buena labor también la del coro, con algún momento menos empastado y desigual, pero con un oficio y seguridad evidentes.
Fotos: © Michele Crosera
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