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Crítica: Julian Rachlin con Iván Fischer y la Budapest Festival Orchestra en el Konzerthaus de Viena

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Autor: Pedro J. Lapeña Rey
9 de marzo de 2022

Iván Fischer se pone al frente de la Orquesta del Festival de Budapest para dirigir obras de Rimsky Korsakov, Smetana y Tchaikovsky

Iván Fischer

Ucrania sigue presente

Por Pedro J. Lapeña Rey
Viena. Konzerthaus. 4-III-2022. Budapest Festival Orchestra. Julian Rachlin, violín. Director musical: Iván Fischer. Obertura de “La novia vendida” de Bedrich Smetana. Concierto para violín y orquesta en re mayor, op. 35 de Piotr Ilich Tchaikovsky. Scheherazade, suite sinfónica, op. 35, de Nikolai Rimsky-Korsakov. 

   Cuando el 1 de febrero nos llegaron noticias de que nuestro admirado Yuri Temirkanov abandonaba el cetro de la Filarmónica de St. Petersburgo, que en 1988 había recibido de Evgeny Mravinsky, muchos esperábamos que al menos como despedida dirigiera los dos conciertos programados en el Konzerthaus para el 4 y 5 de marzo. Pero pocos días después, la orquesta cancelaba la gira -ya se empezaban a oír ruidos de sables en el Este de Europa, pero pocos creían que desembocara en la invasión de Ucrania- y la sala recurría a sus vecinos húngaros, Iván Fischer y su Orquesta del Festival de Budapest, conjunto habitual en la sala desde poco después de su fundación en los años 80 del pasado siglo. Espero que en el futuro nos podamos despedir de Temirkanov como se merece. Fischer hizo algún cambio en el programa, pero al menos, en el primer concierto, seguimos contando con el violinista lituano Julian Rachlin como solista del concierto para violín de Tchaikovski.

   El concierto empezó con una sorpresa. Como es práctica común en estos días, los homenajes al pueblo ucraniano se repiten en casi todos los conciertos. Lo habitual es que se toque el himno como hicieron el día anterior Semyon Bychkov y la Filarmónica Checha en el Musikverein. Sin embargo, quien conozca a la Orquesta del Festival de Budapest, sabe que no solo son grandes músicos sino muy buenos cantantes. No es raro verlos ofrecer como bis algún canto eslavo -les recuerdo en concreto uno hace cinco o seis años en el neoyorquino Carnegie Hall que nos puso los pelos como escarpias al terminar una gran Quinta de Prokofiev- así que empezaron el concierto cantando una canción popular ucraniana, que el público escuchó con emoción contenida y que provocó la primera oleada de aplausos.  

   Tras una chispeante y entregada versión de la Obertura de «La novia vendida» de Bedrich Smetana, nos reencontramos con Julian Rachlin, solista del concierto para violín de Tchaikovski. Es sin duda uno de los más complejos del repertorio, donde no es fácil conseguir el habitual equilibrio virtuosismo-musicalidad- que te permite salir airoso. Leopold Auer, el dedicatario, lo consideró intocable, aunque con el tiempo lamentó su decisión y lo interpretó de manera habitual.

   El lituano es un clásico de los escenarios europeos de los últimos 30 años. Recuerdo la impresión que nos causó en un tercero de Mozart con Sergiu Comissiona cuando aún no había cumplido los 17 años, y desde entonces le hemos visto convertirse en uno de los grandes. No fue el viernes la mejor de sus noches. Tardó en entrar en la obra. En el Allegro Moderato inicial no encontramos su brillante sonido de otras noches. Se refugió en un tempo más reposado de lo habitual, con pocos acentos para lo que en él es habitual. Estuvo mejor el segundo tema, aunque tampoco en la cadenza brilló en exceso, buscando una limpieza que no siempre consiguió, como si estuviera al límite técnicamente, y eso que tanto Fischer como la orquesta le acompañaron bien, sin apretarle, y se lucieron en los pizzicati que acompañaron el segundo tema.

   Mucho mejor fue el Andante posterior, donde Rachlin se pareció mucho más a él mismo. El fraseo se tornó intenso y el sonido ganó en calidez, y aquello ya era el Tchaikovsky que esperábamos, hondo, musical, al que contribuyeron unas maderas de la orquesta, sencillamente soberbias. Tras el attacca súbito correspondiente, reapareció el Rachlin virtuoso, enérgico, rítmicamente intachable, de técnica magistral de siempre. Fischer y la orquesta se sumaron a la carrera sin freno del Allegro vivacissimo final, donde ambos dieron lo mejor de sí mismos y que provocó la reacción entusiasta del público. Tras un nuevo parlamento dedicado a Ucrania, en este caso de Rachlin, nos interpretó una zarabanda de la Segunda partita de Juan Sebastian Bach muy sentida, de profunda hondura y de alta expresividad.

   En la segunda parte, Fischer y sus músicos firmaron una Sheherezade con muchas luces, pero también alguna sombra. Tanto la entrada, solemne y misteriosa como la primera entrada del concertino, cálidamente fraseada y bien acompañada posteriormente por oboe, trompa y flauta, prometían. Sin embargo, varios de los crescendos posteriores fueron de trazo más bien grueso, con algún desajuste apreciable. El discurso funcionaba, era intenso, pero mancaba fineza. El Lento posterior -del Príncipe Kalendar- fue otro cantar, y tanto los diálogos del violín con el arpa, como las diversas intervenciones del fagot fueron soberbias. También magistral la coda, explosiva y de arquitectura perfecta. Fischer desplegó toda la calidez y la calidad de las cuerdas al comienzo del andantino de los jóvenes príncipes, para sumergirnos posteriormente en una fiesta bulliciosa. 

   Tremendo, impactante, el Festival en Bagdad estuvo aún más conseguido. Todos los solistas rayaron a gran altura y la orquesta demostró no solo su calidad, sino que su matrimonio de por vida con Iván Fischer ha generado una complicidad mutua que la ha elevado a un nivel destacado dentro de las orquestas centroeuropeas.

Foto: Istvan-Kurczak

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