TÉCNICA SIN ALMA
El pasado fin de semana, dentro de los ciclos de Ibermúsica, la London Philharmonic Orchestra, a las órdenes de Vladimir Jurowski, visitaba el Auditorio Nacional con dos conciertos, del segundo de los cuales, parte de la Serie Barbieri y homenaje al que hubiera sido el centenario de Sir Georg Solti, nos ocupamos en estas líneas. Presentaban un programa de primera fila, compuesto por la Obertura de Fidelio, los Wesendonck Lieder de Wagner en arreglo de Henze y la Quinta Sinfonía de Mahler. Desde el principio, nada más sonaron los primeros acordes de la obertura de Beethoven, la orquesta transmitió la sensación de un sonido compacto, firme y convencido, tan contundente y restallante como flexible y sutil. Esta formación ofrece un no siempre logrado equilibrio entre la solvencia y textura de las cuerdas y el correspondiente acierto y brillantez de los metales. Quizá no sea una orquesta con un sonido tan personal e inconfundible como el de las grandes formaciones de Berlín o Viena, por mencionar las referencias más evidentes, pero posee tanta solvencia y resolución técnica como en el caso de aquellas.
De Vladimir Jurowski ya hablamos aquí con motivo de su presencia al frente de la Filarmónica de Viena, y ya entonces mencionamos su solvencia, su atento trabajo con las dinámicas, pero siempre evitando adentrarse en una lectura más personal o en una propuesta más iconoclasta. En este sentido, resultó una batuta más bien previsible, de tiempos convencionales y gesto teatral, se diría que premeditado incluso en su esporádica contención, mostrándose tremendamente clásico en sus enfoques durante este concierto, casi contemplativo en sus lecturas, que a la postre resultaron un tanto previsibles, si bien deslumbrantes en su mimada resolución técnica por parte de los componentes de la formación. Jurowski es claro en su disposición y decidido en su ejecución; más de lo que cabe decir de muchas batutas, aunque hay que decir que está lejos de ser un director con genio y personalidad.
Así, tras una obertura de Fidelio de trazos clásicos, bien delineada, briosa y romántica, llegó el turno al ciclo wagneriano de los Wesendonck Lieder, aunque escogida en esta ocasión la orquestación que el recientemente desaparecido Henze arregló en 1976, en lugar de la habitual firmada por Felix Mottl. Es muy interesante la propuesta de Henze, si bien pudiéramos considerar, en un primer acercamiento, que resta dramatismo y densidad a la partitura wagneriana. Pero quizá sea ese precisamente su acierto, al vehicular con su propuesta un Wagner casi camerístico, de un intimismo que casa a la perfección con esas sonoridades tristanescas que aparecen aquí y allá durante el ciclo. De hecho, nos lleva a preguntarnos lo fascinante que sonaría un Tristan completo bajo esta propuesta de orquestación, con poco más de treinta músicos en el escenario.
De algún modo, Henze consigue que este ciclo, sonando más descarnado e íntimo, comparezca verdaderamente como lo que fue, una especie de célula embrionaria de la gran partitura de Tristan que conocemos. Al frente de la parte vocal de este ciclo se encontraba la contralto Anna Larsson, que quizá no dispuso, en la sala sinfónica del Auditorio Nacional, de las mejores condiciones acústicas para servir con suficiencia a este ciclo wagneriano. Lo cierto es que su timbre se antojó mate y su emisión adoleció de una modesta proyección (no olvidemos que la orquestación de Henze es mínima, comparada con la dispuesta originalmente por Wagner). Larsson dedica su agenda casi por completo a interpretar el rol de Erda en el Anillo wagneriano. Este año hará lo propio en los Anillos de Berlín, Milán y Viena. De ahí que nos preguntemos hasta qué punto se vio condicionada su labor por la acústica de una sala de conciertos nunca demasiado generosa con las voces. Larsson no ofreció ni los graves ni la oscuridad tímbrica que se presuponen a una contralto y tan sólo convenció por un fraseo intimista y poético, con un halo de autenticidad, aunque no siempre infalible a causa de las citadas mermas en su proyección.
Lo mejor de la velada, en todo caso, llegó con una partitura que no deja espacio a la indiferencia, sea cual sea el enfoque desde el que se recree y sea cual sea la solvencia técnica de la formación que la aborde. La Quinta Sinfonía de Mahler es sin duda una de las cumbres del sinfonismo y supone un reto innegable para todo aquel grupo de músicos que la disponga en sus atriles. Jurowski planteó la Quinta sin acerados contrastes, con tiempos bastante convencionales y buscando más bien una estética que una experiencia, preocupado antes por la claridad estructural de la exposición que por la proyección sentimental de la misma. De ahí que el Adagietto adoleciese de cierto cariz contemplativo, lo mismo que la Marcha Fúnebre del comienzo, demasiado abierta a un sonido brillante y triunfal y ajena a la sequedad cortante de su recreación a la que nos acostumbraron algunas grandes batutas. Para el tercer movimiento, el Scherzo, Jurowski situó a la primera trompa haciendo las veces de solista en el atril del concertino, dado su cometido durante estos compases.
Seguramente, el movimiento más logrado, por su espléndida y bien medida exposición, fue el Rondó final, donde precisamente la infalibilidad técnica de los músicos dio lugar a un lectura epatante por su convencimiento y contundencia, de una espectacularidad nada hueca o fútil, sino conmovedora. La grandeza mahleriana terminó por hacerse presente, por tanto, a pesar de una lectura generalmente recreativa, algo superficial y muy distante de aquellas que plantean la incursión en el sinfonismo mahleriano como una suerte de bajada a los infiernos en la que el oyente se ve envuelto sin retorno. Es posible que Jurowski piense que la mera técnica puede sustituir al alma. Desde luego, tardó en advertir que se equivocaba. Como propina se ofreció el preludio al tercer acto de Los maestros cantores de Nuremberg de Wagner, ópera que el propio Jurowski, al mando también de la Filarmónica de Londres, interpretó en el verano de 2011 en el Festival de Glyndebourne, con el barítono Gerald Finley debutando en el rol de Hans Sachs.
Excelente, como es habitual, el material que compone el programa de mano, con notas de Arturo Reverter y Benjamín G. Rosado. Ojalá todos los auditorios y ciclos de conciertos trabajasen con ese mismo nivel de auto-exigencia a este respecto.
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