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Crítica: «La Cenerentola» de Rossini en el Teatro Real de Madrid

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Autor: Raúl Chamorro Mena
27 de septiembre de 2021

Tras ocho años de ausencia, vuelve a programarse en el Teatro Real de Madrid una ópera de Rossini, La Cenerentola, bajo la dirección musical de Riccardo Frizza.

La Cenerentola de Rossini en el Teatro Real

Vuelve Rossini al Real en una gris apertura de temporada

 

Por Raúl Chamorro Mena
Madrid, 25-IX-2021, Teatro Real. La Cenerentola ossia la bontà in trionfo (Gioachino Rossini). Karine Deshayes (Angelina), Dmitry Korchak (Don Ramiro), Renato Girolami (Don Magnifico), Florian Sempey (Dandini), Roberto Tagliavini (Alidoro), Rocío Pérez (Clorinda), Carol García (Tisbe). Coro y orquesta titulares del Teatro Real. Dirección musical: Riccardo Frizza. Dirección de escena: Stefan Herheim.

   Después de una incomprensible ausencia de 8 años, volvía a programarse una ópera de Rossini en el Teatro Real. Bien es verdad, que no ha concurrido especial imaginación ni riesgo para la ocasión -apertura de la temporada 2021-2022-, pues se ha elegido una obra maestra indiscutible del género cómico, el que nadie discute, del genio de Pesaro. La Cenerentola, que había subido anteriormente al escenario del recinto de la Plaza de Oriente hace 20 años con un elenco encabezado por Sonia Ganassi y la presencia en el segundo reparto de una entonces poco conocida Joyce di Donato.   

   La denominación de «dramma giocoso» parece adecuada para una obra que se encuadra entre la ópera buffa y la semiseria, toda vez que está muy presente uno de los principales subgéneros de esta última, como es el larmoyant (patético-sentimental). La protagonista, Angelina la cenicienta, es uno de los personajes más conmovedores de la producción rossiniana y como bien subraya Alberto Zedda en sus «Divagaciones Rossinianas», tanto ella como el príncipe Don Ramiro y el preceptor Alidoro son personajes más propios de ópera seria. 

La Cenerentola de Rossini en el Teatro Real

   El libreto de Jacopo Ferretti tiene su origen en el cuento de Perrault y, además, en otros textos entre los que destaca el libreto de Francesco Fiorini para la ópera de Stefano Pavesi Agatina estrenada en 1814. Importantes diferencias con el cuento original se encuentran en la obra de Ferretti-Rossini, pues el zapatito es sustituido por un brazalete y tenemos un padrastro en lugar de madrastra, y, lo más importante, desaparece totalmente el elemento mágico, especialmente porque en el Teatro Valle de Roma, en el que se estrena la ópera en 1817, no disponía de medios económicos para la siempre costosa plasmación escénica del componente sobrenatural. El hada madrina es sustituida por un sabio ayo del príncipe, que encarna los valores del iluminismo y la ilustración, al igual que el perdón final de Angelina, ya en el trono, simboliza la justicia y clemencia del que gobierna, como en tantos libretos de Pietro Metastasio de la ópera del Settecento. No quedan más que personajes de sustrato realístico sobre el escenario, lo que lleva al ya citado Alberto Zedda a afirmar, que no es fácil comprender que Rossini -poeta que desdeñaba el gesto realista y el sentimiento fácil para buscar el bello ideal- «decidiera ambientar el más popular de los cuentos de hadas en un mundo de mediocres mortales». La inteligencia del Maestro de Pesaro, imprevisible y genial, sorprende y acierta, al alejarse del mundo fantasioso de hadas y elfos, pues mediante una versión realista del cuento y sus personajes, logra transformar en poesía los lugares comunes de la ópera buffa. 

   A todos estos elementos hay que sumar el enmascaramiento encarnado por Dandini, el escudero, que disfrazado de príncipe, permite a éste, intercambiado como criado, valorar mejor las candidatas al matrimonio y comprobar si les alienta el amor verdadero a su persona o la simple ambición por su condición de soberano.

La escritura vocal de la protagonista -una contralto buffa-, mezcla de dulzura y virtuosismo, configura su superioridad tanto moral como espiritual y aunque fue estrenada por la misma cantante que la Rosina de El barbero de Sevilla -Geltrude Righetti-Giorgi-, Angelina es un papel de tesitura más grave lo que penaliza especialmente a Karine Deshayes, que es una soprano neta. Graves entre lo bronco y lo desguarnecido, escasa seducción tímbrica, volumen limitado y falta de fantasía en un fraseo compuesto sí, pues es una cantante musical, pero monótono, sustentaron a una protagonista de escaso relieve en lo vocal. En parecidos parámetros se situó el aspecto interpretativo, pues si a ese canto correcto y una agilidad aceptable, pero no más, le sumamos falta de carisma e incapacidad para comunicar toda la impronta conmovedora del personaje, la conclusión es que el reparto cojeó desde la protagonista. Lo mismo ocurrió con su colega masculino, que en este caso no es el típico galán de ópera cómica, sino un amante apasionado y gobernante generoso, encarnado por un Dmitry Korchak, de centro desvaído, un registro agudo donde el sonido gana timbre, pero falto de punta y expansión, así como un fraseo decoroso, pero sin variedad ni efusión lírica, de lo que fueron buenos ejemplos el cantabile del dúo con Angelina del primer acto o el de su aria «Pegno adorato e caro» del segundo.

La Cenerentola de Rossini en el Teatro Real

   El papel de Don Magnifico, grotesco padrastro de la cenicienta y progenitor de sus insoportables hermanastras- es importantísimo, pues dispone, nada menos, que de tres arias e interviene en gran parte de los números musicales de la obra. Pertenece, indudablemente, al tipo de buffo caricato o parlante, procedente de la commedia dell’arte, aunque tiene elementos propios del buffo noble. Renato Girolami pudo a duras penas compensar su timbre pobretón, gris, árido, corto de extensión y de muy justa sonoridad, con el conocimiento del montaje escénico y la intención de los acentos, además de, algo importante, no cargar las tintas, ni caer en el exceso de caricatura. Ni que decir tiene que el desbocado y genuinamente buffo canto sillabato rápido del aria «Sia qualunque delle figlie» le planteó problemas irresolubles a un Girolami que, además, fue devorado por la orquesta en muchos momentos. 

    Mayor interés concitó la encarnación del Buffo noble por parte del barítono francés Florian Sempey, de emisión gutural, y timbre algo más -tampoco mucho- sonoro que Girolami, que si en lo interpretativo -divertido, irónico y desenvuelto al plasmar la falsa pomposidad del criado enmascarado en príncipe- completó una buena interpretación, en lo vocal exhibió la mejor agilidad del elenco y un fraseo cuidado, como puso comprobarse en su complicadísima salida formada por el cantabile, inspiradísimo y de largas frases, «Come un ape ne giorni d’aprile» y la endiablada agilidad de la cabaletta «Ma al finir de la nostra commedia».

   El poco tiempo que Rossini dispuso para componer La cenerentola le obligó a tomar algún autopréstamo, fundamentalmente dos, la obertura procedente de la ópera buffa La gazzetta (Napoles, 1816) y el rondó final de la protagonista que corresponde al de Almaviva en El barbero de Sevilla. También hubo de valerse de un colaborador, Luca Agolini que además de casi todos los recitativos compuso un coro, un aria para Clorinda -que suele suprimirse- y el aria de Alidoro -el erudito preceptor que sustituye al hada madrina- «Vasto teatro è il mondo». En una reposición en el Teatro Apollo de Roma en 1820 y dado que contaba con un bajo de categoría como Gioachino Moncada, Rossini compone un aria nueva para Alidoro, la flamante «Là del ciel nell’arcano profundo», espléndida pieza tripartita con recitativo stromentato, impropia de una ópera buffa y cuya dificultad impidió que se interpretara posteriormente. Hoy día se incluye siempre, pues forma parte de la edición crítica firmada por Alberto Zedda y el Teatro Real contó para la ocasión con el buen bajo italiano Roberto Tagliavini que afrontó con suficiencia la exigente tesitura de la pieza y expresó la nobleza de la escritura vocal con un fraseo siempre musical y en estilo, pero avaro en variedad, demasiado monocorde. En ese momento, la puesta en escena incide en ese símbolo de la ilustración que encarna el personaje de Alidoro con una alusión a la masonería, que como otras hermandades fraternales, floreció en el siglo de la luces. 

   Después de su magnífica actuación en el Peter Grimes de la temporada pasada, la soprano madrileña Rocío Pérez demostró una vez más, su camaleonismo y capacidades escénicas en una adecuadamente odiosa Clorinda, formando junto Carol García como Tisbe, una hilarante y apropiadamente ridícula pareja de repelentes hermanastras.  

   La batuta de Riccardo Frizza, indudablemente conocedora y en estilo, garantizó ligereza, suficiente transparencia sonora, elegancia y claridad expositiva, además de obtener un buen rendimiento de la orquesta y acompañar correctamente a unos cantantes la mayoría de escaso caudal, pero faltaron esa chispa, efervescencia e ímpetu rítmico tan fundamentales en Rossini, lo que derivó en una labor un tanto plana. Como si a Frizza, al descorchar su botella de champagne, le salieran pocas burbujas, mientras que el cisne de Pesaro las exige todas. 

   El coro, sólo masculino, -no había economía para más en el Teatro Valle de Roma en 1817- apechuga con constantes saltitos y bailoteos que exige el montaje, además de cantar con mascarilla (¡todavía a estas alturas!), asumiendo con todo ello una reducida sonoridad. 

   El afamado Stefan Herheim debutaba en el Teatro Real con un montaje coproducido por los Teatros de Oslo y Lyon que, divertido y colorista, funciona en su globalidad. Espléndido el vestuario, la escenografía -del propio Herheim y Daniel Unger- resulta funcional, con una chimenea, donde Angelina canta su canción patética «Una volta c’era un re», diríamos, por tanto, que es su territorio de expresión patética y ensoñadora, que se agranda y enmarca el escenario, así como un uso mesurado de proyecciones. La puesta en escena reclama, incluso, la intervención puntual del propio Frizza y conlleva la presencia de un Rossini, que ya "dirige" la obertura con una pluma omnipresente que, a falta de hada, hace las veces de varita mágica, y se transforma luego en Don Magnifico para volver a comparecer durante la obra, mientras se hace alusión a su glotonería y la rapidez con la que componía. En fin, el montaje con un variadísimo y constante movimiento escénico – algunas veces excesivo como esos repetitivos bailecitos del coro- se desenvuelve mejor en el concepto de «locura organizada» típico de la ópera buffa Rossiniana, que en el elemento sentimental también importante en la obra, culminando con un muy discutible final, en el que todo es un sueño de la protagonista a la que, despojada de su vestido de soberana, se devuelve su escoba junto al carrito de la limpieza.  

Fotos: Teatro Real / Javier del Real

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