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Crítica: Anna Netrebko brilla en «La Gioconda» del San Carlo de Nápoles

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Autor: Raúl Chamorro Mena
16 de abril de 2024

Crítica de Raúl Chamorro Mena de la ópera La Gioconda del Teatro San Carlo de Nápoles, con Anna Netrebko, Jonas Kaufmann y Ludovic Tézier, dirigida por Pinchas Steinberg

«La Gioconda» en el Teatro San Carlo de Nápoles

La estrella fue Anna Netrebko

Por Raúl Chamorro Mena
Nápoles, 13-IV-2024, Teatro San Carlo. La Gioconda (Amilcare Ponchielli). Anna Netrebko (La Gioconda), Jonas Kaufmann (Enzo Grimaldo), Eve-Maud Hubeaux (Laura Adorno), Ludovic Tézier (Barnaba), Alexander Köpeczi (Alvise Badoero), Kseniia Nikolaieva (La cieca), Roberto Costa (Isèpo), Lorenzo Mazzucchelli (Zuane/un cantor/ un piloto), Giuseppe Todisco (Un barnabotto). Coro, cuerpo de baile, coro de voces blancas y Orquesta del Teatro San Carlo. Director musical: Pinchas Steinberg. Dirección de escena: Romain Gilbert.

   47 años llevaba ausente del escenario del maravilloso y legendario Teatro San Carlo de Nápoles, inaugurado en 1737, la ópera La Gioconda de Amilcare Ponchielli sobre libreto de Arrigo Boito. Se trata de la única ópera italiana, junto al Mefistofele del propio Boito, no compuesta por Verdi, que se mantiene en repertorio de las creadas en el periodo comprendido entre el estreno de Don Pasquale de Donizetti (1843) y la eclosión de la Giovane Scuola formada por Puccini y los veristas.

   La Gioconda ha padecido los ataques, cuando no las chanzas, de cierta intelligentsia, esos supuestos melómanos «de postín». Más allá de las cuitas de la estulticia filosnobista y su ceño siempre fruncido, La Gioconda, con sus debilidades, es una magnífica ópera, que siempre ha gozado del favor del público y ofrece lucimiento para 6 excelentes cantantes. Ponchielli, tan honrado como persona y compositor, asume con pericia influencias de la obra de Verdi y de la Grand Opera francesa, integrándolas en la más genuina tradición del melodrama italiano, además de anticipar elementos de lo que será el repertorio verista-naturalista.

   Efectivamente, no es fácil encontrar un ramillete de cantantes que hagan justicia a la obra. El Teatro San Carlo ha logrado, en esta recuperación de La Gioconda, casi medio siglo después, reunir algunas de las estrellas de la lírica actual.

   En mi opinión, con los reparos que quieran, Anna Netrebko volvió a demostrar ser la verdadera estrella y auténtica diva de la lírica actual, que, efectivamente, yo denomino edad de hojalata del canto. Vuelvo a reiterar, como en otras ocasiones, que resulta milagroso que una soprano lírico-ligera de origen, que ha abombado y oscurecido tanto el centro, además de fabricarse un registro grave impactante, mantenga la franja aguda y la capacidad para filar sonidos y regular intensidades. Como ejemplo de ello, la frase «Enzo adorato, Ah, come t'amo!», que resolvió en un filado de buena factura, pero no una auténtica messa di voce como está mandado. Netrebko pone en juego unos medios vocales de gran opulencia, calidad y riqueza tímbrica, que se unen a un infalible carisma e intensidad dramática. Espléndidos los actos segundo y cuarto que ofreció la soprano rusa, además de dominar el concertante del tercer acto. En el segundo, la Netrebko fue toda una leona, que se enfrenta a su rival -una mezzosoprano sin temperamento y justita de voz- con fiereza en «L'amo come il fulgor del creato», flamígero pasaje en el que solo se oyeron los graves de la soprano. Después, Netrebko, sensual, intenta recuperar el amor de Enzo que sólo piensa en Laura. 

   A pesar de alguna nota calante -remarco que es toda una proeza llevar la voz al agudo con semejante centro y grave-  y siendo consciente de que los graves exagerados de Netrebko pueden no gustar a todos - a mí me encantan esas notas voluptuosas que incluso encarnan dimensión erótica-, pero no se puede dudar del impacto de su interpretación un aria tan exigente como «Suicidio!» en el acto cuarto. Apabullantes las bajadas al grave en "fra le tenebre" -Do por debajo de la última línea del pentagrama-  y los saltos a la zona alta, junto a su entrega dramática. El aria fue recibida por una interminable ovación del público, incluidos gritos desaforados pidiendo el bis. De ahí hacia adelante, la Netrebko, muy entregada, se adueñó del escenario superando la cortante escritura vocal, desplegando acentos siempre intencionados y un fraseo muy incisivo. Desde luego, la particular escritura vocal de La Gioconda, al igual que la Turandot que ofrecerá próximamente en La Scala milanesa, esconde los defectos de la actual Netrebko. 

   El tenor Jonas Kaufmann presentó un timbre empobrecido, ya particularmente leñoso y sordo en la franja centro-grave, que siempre fue árida e ingrata. Aunque gana timbre en la zona alta, el tenor alemán atacó los agudos por encima del pasaje de manera forzada, con constantes portamenti di sotto o bien trampeando con falsetes carentes de timbre y apoyo. El agudo final de la hermosa aria «Cielo e mar» - en la que contó con un mórbido acompañamiento de Steinberg - fue resuelto por Kaufmann con un regulador piano- forte- piano, sin duda interesante, se aplaude la intención, pero más que piani se escucharon pálidos y blanquecinos falsetes. En algunos momentos, como las agudas frases del dúo con Barnaba del primer acto, Kaufmann, muy forzado, pareció al borde del precipicio. Eso sí, siempre estuvo presente el fondo musical y fraseo intencionado del tenor alemán, en un canto más germánicamente disciplinado, que caluroso y efusivo, como pide Enzo Grimaldo, papel que estrenó nuestro legendario tenor Julián Gayarre.

   Desde que entra en el escenario, se aprecia el encanto y distinción de la cantante ginebrina Eve-Maud Hubeaux, pero enseguida se aprecia una voz de soprano corta, sin definición de mezzo, ayuna de graves, sin punta ni mordiente en el agudo. Unos medios totalmente insuficientes para el papel de Laura Adorno. No se puede cantar «L' amo come Il fulgor del creato» sin garra ni registro de pecho o emitir en esa franja unas notas broncas, sin timbre, -aire sin sonido-, en el muy dramático dúo con Alvise del tercer acto. Estás limitaciones vocales unidas a la falta de garra y temperamento, a pesar de un canto fino y musical, me llevan a afirmar, que Hubeaux puede ser una cantante más adecuada para otros repertorios. Por cierto, nula la química en escena que demostraron los dos enamorados Enzo-Kaufmann y Laura-Hubeaux. 

   Sólido, aunque no atemorizante, resultó el Barnaba, uno de los malvados más siniestros de la literatura operística, de un seguro Ludovic Tézier, que sólo se mostró apurado en el ascenso en «parla» al final de su monólogo «O monumento», que tuvo que resolver con apoyo en otra nota y no directamente como esta prescrito.

   Cumplió la mezzo Kseniia Nikolaieva como la cieca, con algún grave apreciable, al igual que el bajo, muy justo de rotundidad y anchura, Alexander Köpeczi en el ingrato y poco lucido papel de Alvise Badoero.

   Magnífica dirección de Pinchas Steinberg al frente de una orquesta motivada y a notable nivel. En un momento al final del tercer acto, alguien gritó «Brava l'orchestra!», con lo que Steinberg la levantó para que recibiera la ovación del público. Labor bien organizada la de Steinberg, presidida por la experiencia y rigor musical, con claridad y aquilatado sonido, así como tensión y fuerza teatral. Espléndida la danza de las horas, muy bien planificada y que desembocó en un galop de vibrante impulso rítmico, pero sin exceso alguno. A destacar también el balance y progresión del gran concertante con el que finaliza el tercer acto.  Notable, asimismo, la prestación del coro.

   Para cualquiera que se asomara al escenario no le cabría duda, que se estaba representando La Gioconda, pues Romain Gilbert asume que es casi imposible, deslocalizar esta ópera de Venecia. El director de escena francés presenta la fascinante ciudad de los canales en color blanco y negro, pues pretende evocar tanto la parte festiva y carnavalesca como la siniestra de la ciudad, capital de Laa Serenísima República. El poco avezado Gilbert se apoya en la buena escenografía de Etienne Pluss y el magnífico vestuario, más colorido que la mencionada, de Christian LaCroix para sacar adelante un eficaz montaje, en el que brilla por su ausencia una esmerada dirección de actores. La puesta en escena no se libra de alguna tontería como un arlequín omnipresente y molesto o la ridícula aparición del fantasma de la cieca, que aparece al final para atemorizar a Barnaba.

Fotos: San Carlos de Nápoles

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