
Crítica de F. Jaime Pantín del recital ofrecido por el pianista Leif Ove Andsnes en las Jornadas de Piano «Luis G. Iberni» de Oviedo
Sensible Sobriedad
Por F. Jaime Pantín
Oviedo, 16-I-25. Auditorio Príncipe Felipe. Jornadas de piano Luis G. Iberni. Leif Ove Andsnes, piano. Obras de E. Grieg, G. Tveitt y F. Chopin
Volvía Leif Ove Andsnes al Auditorio Príncipe Felipe para actuar en el marco de las Jornadas de Piano Luis G. Iberni. Algunos recordamos todavía aquella primera actuación en Oviedo en la que, siendo todavía un pianista veinteañero que comenzaba su carrera internacional, deslumbró con una brillante interpretación del Tercer Concierto de Rachmaninov. En ediciones posteriores pudimos volver a escucharlo, tanto en concierto como en recital, así como seguir una discografía cada vez más abundante y que en la actualidad supera ya las 50 grabaciones, siendo testigos de una evolución que en realidad no lo ha sido tanto ya que el pianista noruego ha mostrado desde sus inicios una personalidad definida, un pianismo depurado y sobre todo una actitud inalterada en su relación con la música y la ética de su interpretación.
No resulta pertinente en Andsnes hablar de madurez porque desde siempre sus versiones han mostrado los atributos que se suelen asociar al término: conocimiento profundo de la partitura, control emocional, equilibrio, transparencia y una dosis importante de sobriedad dentro de una elegancia en la exposición y una técnica fuera de lo común que, sin embargo, jamás se convierte en protagonista. No hay lugar para el espectáculo en su actuación y todo aparece perfectamente dispuesto para que la música se convierta en lo más importante. Se supone que esto es lo que debería ocurrir de manera habitual, pero lo cierto es que no es así y la historia de la interpretación aparece jalonada de ejemplos de lo contrario, muchas veces a cargo de grandes talentos de personalidad imponente. Precisamente la sencillez aparente, la mesura y lo diáfano de su interpretación hacen de Andsnes un pianista diferente a la mayoría, independientemente de la generación de la que hablemos y al respecto siempre recuerdo a Solomon Cutner, fantástico pianista inglés del pasado siglo no por todos conocido, a quien Charles Rosen definía como un artista que parecía no hacer nada al tiempo que lo conseguía todo.
El pianista noruego proponía el pasado jueves un intenso recital de marcado corte romántico e interés creciente.
La Sonata op. 7 de Grieg es una obra de juventud (1865) en la que su autor se aparta temporalmente del ámbito nacionalista de sus coetáneas Humoresques para iniciar una temprana aproximación a las grandes formas clásicas que posteriormente desarrollaría en las 3 sonatas para violín y en la sonata para violoncello. La obra, poco frecuentada por los pianistas, contiene bellos temas, encanto juvenil, riqueza de colorido y una eficaz escritura instrumental, aunque acusa las dificultades en la elaboración de los desarrollos de un compositor que siempre dio lo mejor de sí mismo en las formas breves. Leif Ove Andsnes es un pianista ideal para dar a conocer el repertorio menos frecuentado o incluso olvidado. Su visión objetiva y penetrante, su nitidez expositiva y su técnica sin mácula -capaz de despejar cualquier dificultad con total tranquilidad, manteniendo siempre un sonido cálido y profundo que nunca es forzado dinámicamente ni se aventura en elucubraciones tímbricas sofisticada- consiguen mantener el interés de cualquier música, sacando siempre lo mejor de cada obra que interpreta.
El reto planteado por la imponente Sonata nº 29 Etere del compositor también noruego Geirr Tveitt revestía especial complejidad. El propio Andsnes tomó la palabra para introducir al público en una obra casi desconocida de la que él se ha convertido en máximo exponente en la actualidad. La Sonata Etere es una de las escasas obras de gran formato que se conservan de su autor y, aunque lleva el número 29, no se conoce ninguna de las anteriores sonatas y se especula incluso con la posibilidad de que ese número suponga una referencia a la Hammerklavier beethoveniana, con cuya grandiosidad estaría relacionada. La obra muestra un estilo muy ecléctico que aúna elementos del folklore noruego con el misticismo colorista del impresionismo y la incisividad de los ritmos bartokianos. Consta de 3 movimientos convenientemente subtitulados sin que ello suponga un planteamiento programático, aunque probablemente sí una sugerencia espiritual, y se articula en torno a dos breves motivos que se yuxtaponen y evolucionan dentro de un entramado de gran complejidad rítmica, profusa polifonía y considerable exigencia instrumental, recorriendo un espectro emocional que se mueve entre la contemplación y el éxtasis, a través de una búsqueda incesante de efectos sonoros que en ocasiones parecen desbordar las posibilidades del teclado. La exposición de Andsnes resultó impresionante, no solo por la transparencia técnica y la naturalidad con la que resuelve los fragmentos más intrincados, sino por la capacidad demostrada en la descripción de las distintas y complejas atmósferas derivadas de la concepción de hondo calado misticista que la obra plantea y que personalmente yo no había descubierto ni siquiera en la grabación del propio compositor, notable pianista a su vez.
La segunda parte del recital estuvo dedicada íntegramente a los 24 Preludios op.28 de Chopin, una de las obras más importantes del repertorio pianístico y, por lo mismo, poseedora de una tradición interpretativa acuñada a lo largo de tantos años en los que la mayor parte de los grandes pianistas de cada momento la estudiaron, tocaron y muchas veces grabaron, con pocas excepciones, aunque algunas llamativas.
En su línea interpretativa ya conocida, Andsnes plantea una visión directa y objetiva, por completo alejada de los excesos temperamentales y despliegues virtuosísticos que con frecuencia ilustran estos Preludios. Su concepto es sobrio pero su traducción sonora muestra gran flexibilidad y riqueza de matices. No es fácil manejar con éxito una sucesión de tantas piezas, a veces notoriamente breves -que el pianista expone con vocación aforística- y que en otros momentos parecen notoriamente interdependientes, probablemente por su poderosa relación tonal pero también emocional. Los Preludios op.28 pueden suponer un resumen del universo chopiniano y así los escuchamos en la versión de Andsnes. Conjugar de manera satisfactoria todos estos matices, humores, ruinas, confidencias, climas de balada, nocturnos inspirados, eufonía melódica, ciencia pianística, mazurcas escondidas, pasiones, fustraciones, ilusiones y tragedia requiere, además de inspiración, un conocimiento profundo de esta música, sus códigos y sus secretos.
El pianista noruego desplegó todos sus medios para ofrecer sin alardes este espectro emocional y cultural. Su visión parece evolucionar sutilmente hacia una intensificación dramática a partir de la segunda sección de la obra, donde el Preludio nº 15, el más largo y autónomo de todos, parece marcar la frontera hacia una conclusión trágica. En general, los preludios que presentan una mayor interiorización son expuestos en un tempo fluido, evitando el estatismo y soslayando los aspectos más depresivos, como ocurre en el segundo, amargo y disonante en sus voces interiores y grave en su canto, o en el cuarto, en el que se afronta con entereza su lamento prolongado. Bellísima ambientación sonora en la melodía elegíaca del sexto, muy fluido también. Elegante el séptimo, en su simplicidad de la que Mompou tanto supo extraer. En general, Andsnes se muestra en todos los preludios de carácter lírico como un auténtico poeta que administra con equilibrio la belleza de estas páginas. En los preludios más rápidos la velocidad es ligeramente moderada, evitando la turbulencia y la vertiginosidad muchas veces asociada a está páginas, en una búsqueda del control y claridad característicos de su estilo pianístico.
El tercer preludio es expuesto con pedalización notablemente envolvente, subrayando así su posible vocación impresionista. Fantástica ejecución del número 8, que suena en todo su espectro visionario y valiente el 16, de dificultad terrible para cualquier pianista y que sonó transparente en su trágico galope precursor de la Sonata op.35, como también lo es el preludio 14, expuesto con pesadez deliberada y tempo contenido que acentúan su tenebrismo. Deslumbrantes las centelleantes escalas descendentes del décimo preludio y vibrantes las octavas del 22, contrastando con la mágica sonoridad argentina del 23 y conduciendo a un demoledor preludio final que se despliega a modo de balada trágica sobre un temible ostinato que sirve de base a la tríada fatídica descendente -hermana del op 57 beethoveniano- en tensión creciente hasta el umbral de lo paroxístico que desemboca en el final más abrupto y lapidario posible con esos tres re que suenan descarnados en los abismos del teclado. Una conclusión impresionante -sin asomo de teatralidad- de un ciclo que Andsnes supo conducir de manera magistral, arrancando la cálida ovación y la admiración de un público realmente impresionado. El recital bien pudo haber concluido así, pero el pianista tuvo la deferencia de ofrecer como bellísimo bis otro preludio, en este caso uno de los más conocidos de Debussy -La Catedral Sumergida- pieza simbólica que lleva implícita la idea del resurgir y que en ese momento tuvo un efecto balsámico para los presentes.
Foto: Helge Hansen / Montag
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