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Libro: 'Antonio Stradivari: Su Vida y Obra (1644-1737)' (Biblioteca Musical da se)

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Autor: José A. Gil
21 de febrero de 2017

LOS DESVELADOS MISTERIOS DE STRADIVARI

   Por José A. Gil
Antonio Stradivari: Su Vida y Obra (1644-1737). Biblioteca Musical da se. Arthur F. Hill (Autor), Alfred E. Hill (Autor).

   Hace poco más de un mes se publicó en El Ideal de Granada la siguiente noticia: Un posible ‘stradivarius’ entre escombros. Aparece un violín escondido en el hueco de una pared en una demolición de una casa de Padul. Aunque todo parece indicar a que es una copia, de ser auténtico podría llegar a costar 15 millones de euros. Guardé el enlace, pero no porque fuera un buen e interesante artículo, que lo es, sino porque refleja una triste realidad. Basta con leer el titular para darse cuenta de que la periodista había hecho bien su trabajo y sabía de antemano que impresionaría mucho más a los lectores el precio desorbitante que ese instrumento podría alcanzar en el mercado que el extraordinario sonido que emitiría —previa restauración— si cayese en manos de un buen intérprete. Esta imagen desvirtuada —y desnaturalizada— de los violines de Stradivari que tanto arraigo tiene en la sociedad podría tener su origen en las leyendas que los marchantes y coleccionistas han ido forjando a lo largo de los siglos en torno a estos instrumentos con el único fin de alentar el ‘mísero’ deseo de poseerlos a toda costa. Da la impresión, siempre que se habla de ellos, de que la música es lo que menos importa.

   Aunque cueste creerlo, resulta relativamente fácil resolver muchas de las incógnitas que genera el supuesto hallazgo de un Stradivarius: ¿por qué, de partida, se duda de su autenticidad?; ¿por qué estaba escondido?; ¿cómo se detecta que es una copia?; ¿por qué —de ser auténtico— su valor en el mercado es tan obsceno?, etc. Basta con leerse el ensayo de los hermanos Hill que me dispongo a reseñar para darse cuenta de que son pocos los misterios que quedan por desvelar sobre. Pero todo parece indicar que hay demasiados intereses en juego y conviene que alguno de esos misterios prevalezca para que el valor de estos instrumentos no cotice a la baja. Recurrir a la ciencia parece, de momento, ser la mejor opción, de ahí que muchos estén empecinados en contratar a un laboratorio para “eviscerar” las densidades y composiciones químicas que supuestamente inducen su peculiar sonido. Siempre habrá científicos más avezados que otros y ordenadores que calculen con más precisión que su inmediato anterior. Y vuelva a empezar... En lo que a mí respecta, observo ese trabajo científico con tanto respeto como escepticismo porque, al fin y al cabo, sus descubrimientos, de haberlos, sólo acabarán beneficiando al selecto grupito de fundaciones, instituciones privadas y millonarios que en la actualidad custodian y monopolizan un tesoro que —permítanme la ingenuidad— debería ser patrimonio de la humanidad.

   Soy consciente de que los estudios sobre Stradivari están sometidos a constantes revisiones por los musicólogos, por eso considero considero oportuno advertir al lector que a partir de aquí la práctica totalidad de los datos vertidos en este artículo proceden íntegramente de la brillante traducción y edición crítica realidad por Henrique Lovat del libro publicado en 1909: Antonio Stradivari. Su vida y su obra (1644-1737) escrito por los hermAnos W. Henry, Arthur F. y Alfred E. Hill; editado —por primera vez en español— por la editorial Biblioteca Musical da se en mayo de 2016.

   Me conmovió que el visionario Martín Llade propusiera a Henrique Lovat para encargarse de la edición crítica de este monumental ensayo. No pudo haber elegido mejor partido porque el resultado ha sido extraordinario. Tanto así, que lo consideré ‘la edición del año’ en el artículo conjunto que esta revista publicó el pasado 29 de diciembre. Si bien es cierto que una edición tan cuidada, tan preciosista, difícilmente podría haber salido a la venta a precios populares, merece la pena hacer un pequeño esfuerzo y adquirir uno de los mil ejemplares numerados de la primera tirada sólo por tratarse de la matriz documental a la que recurren sin remisión todos y cada uno de los trabajos publicados con posterioridad sobre Stradivari. Si de por sí el libro aporta tanta y tan fidedigna información, al añadirle las anotaciones —y bibliografía— de Henrique Lovat el resultado es abrumador y merece, sin lugar a dudas, convertirse en la delicatessen de cualquier biblioteca musical que se precie.

   Antonio Stradivari nació en 1644 en algún lugar por determinar cercano a Cremona. Poco o nada se sabe de por qué su familia lo trajo a la ciudad para ingresar como aprendiz en el taller de Nicolò Amati a los 14 años, donde apuntó maneras de un modo asombrosamente precoz. Las inquietudes de este alumno aventajado iban más allá del orden establecido en el gremio. Su mayor virtud, reconocen los autores, fue la experimentación. Sus primeros trabajos, anteriores a 1690, se denominan ‘amatizados’ porque aún se puede identificar en ellos el influjo de su maestro, aunque ya se advierte la impronta del que llegaría a ser considerado uno de los mejores, si no el mejor, lutier de la historia. Stradivari, por ejemplo, reconsideró las proporciones estándar del violín creando el ‘modelo largo’, que tan sólo una década más tarde acabaría por descartar definitivamente. Fue a partir de entonces (1709-1712) cuando más “varió y alteró las proporciones de los instrumentos”. Este carácter transgresor lo acompañó el resto de su vida. Podría pensarse que sus constantes innovaciones restaban calidad e identidad a su trabajo. Más bien todo lo contrario. Stradivari prestó suma atención a la labor de sus predecesores y lo único que hizo fue aunar —y sublimar— en su taller los conocimientos transmitidos generación tras generación por la saga Amati, Maggini o Gasparo da Salò. Asimismo, Stradivari también tuvo sus propios discípulos, que no resultaron ser como se pensó en un principio los también ilustres Guarneri del Gesù o Guadagnini, sino sus hijos Omobono y Francesco y, con toda probabilidad Carlo Bergonzi. El papel de estos aprendices estuvo muy limitado según los autores. Los tuvo a su cargo siendo ya muy mayor y aún así todos los instrumentos pasaban un último ‘control de calidad’ y retoque por parte de su infatigable y exigente maestro que lograba que sólo los ojos de alguien muy experto fuesen capaz de detectar el mínimo rastro que quedara de ellos en ‘sus’ instrumentos.

   Stradivari trabajó sin descanso hasta su muerte, acaecida el 19 de diciembre de 1737. Dedicó, nada más y nada menos, que setenta y cinco años de su vida a su oficio. Algo inaudito. De su taller los autores estiman que salieron alrededor de 1116 instrumentos, de los que tres cuartas partes están inventariados con precisión quirúrgica en el ensayo.

   Antonio Stradivari era “un excelente dibujante y un experto en diseño”. Construía un molde nuevo por mínimo que fuese el cambio que realizara. “Concienzudo, minucioso y cuidadoso hasta el más mínimo detalle” empezando por el clavijero y terminando con el estuche donde se habría de guardar el instrumento. Ninguno de sus contemporáneos había logrado ese nivel de perfección. Su ojo clínico era infalible. La precisión milimétrica de los contornos y la asombrosa sutileza en las formas es, a veces, inexplicable teniendo en cuenta lo rudimentario de sus herramientas en comparación con las que hoy día maneja cualquier lutier. Más allá de esta milagrosa capacidad, si hay dos asuntos que han generado y generan opiniones enfrentadas —relacionadas con el empeño por ‘descifrar’ el peculiar sonido de un Stradivarius— son, desde luego, los materiales y el barniz. Respecto al primer asunto, los hermanos Hill pensaban que Stradivari a la hora de construir sus violines se decantaba por una madera u otra (arce, abeto,...) en función del precio que pensara pedir por ellos y a la disponibilidad de esa materia prima en el mercado. Algo poco menos que razonable. Y en lo que se refiere al barniz, los autores tampoco consideran ningún misterio que cada lutier tuviese su propia receta y modo de aplicarlo. Los ingredientes, en definitiva, eran los mismos que utilizaba cualquier otro compañero de oficio en Cremona. Al “ingenio y destreza” innatos de Stradivari para preparar y extender su genuina mezcla “roja anaranjada” habría que añadirle otros factores que no dependían de él directamente y que para los hermanos Hill resultaron de vital importancia: el propio uso y el paso del tiempo. Algo, también, bastante razonable. La conocida historia de cómo la receta original de Stradivari apareció —para luego desaparecer— en la cubierta de una biblia que llegó a manos de uno de sus malogrados descendientes también está recogida y documentada en el ensayo con todo detalle.

   Cuando oímos a alguien referirse a un ‘Stradivarius’ pensamos automáticamente en un violín. Pero no debemos olvidar que Stradivari era lutier, por tanto, también construyó guitarras, violas y violonchelos, aunque todo sea dicho, en menor cantidad. De sus guitarras apenas ha quedado nada significativo. Violas sólo pueden atestiguarse una decena, cuyo timbre, según los hermanos Hill, no difiere en exceso del de sus violines, por lo cual “priva a los oyentes de variedad en el color tonal”. Esto no significa en absoluto que se trate de instrumentos mediocres, nada más lejos de la realidad. Mención aparte requieren, en cambio, sus violonchelos.

   Los autores sólo pudieron certificar la autenticidad de veinte de estos instrumentos. Se trata de piezas únicas (aunque su tamaño sea significativamente mayor que los de hoy). Al igual que los violines, los violonchelos de Stradivari se diferencian de los de Amati en que “los bordes, esquinas, fileteado, ‘efes’ y clavijero son de consistencia más rotunda”. Tampoco se ha podido establecer un criterio único respecto a las proporciones a la hora de construirlos. No hay que olvidar que el violonchelo en aquella época tenía poca demanda. Era aún impensable concebirlo como instrumento solista. Su uso estaba restringido a bajo en la música litúrgica y poco más. La viola da gamba era el instrumento por excelencia. Sin embargo, conforme el violonchelo se fue aproximando a sus proporciones, ésta fue perdiendo protagonismo. El papel que desempeñó Stradivari fue determinante en este proceso de “reconversión”. Sus ensayos en las dimensiones y el diseño consiguieron alcanzar “la forma perfecta” tras la cual no fue ya necesario hacer más modificaciones.

   Los hermanos Hill eran unos investigadores impenitentes, sin embargo, reconocen en su ensayo que no fueron pocas las lagunas informativas a las que tuvieron que enfrentarse. Una de ellas, por ejemplo, el que no existiese constancia escrita de las impresiones que los grandes intérpretes de aquel periodo tenían de los instrumentos de Stradivari. Aún así, la dilatada experiencia en el campo de la lutería de estos tres hermanos les concedía autoridad suficiente como para afirmar que estos instrumentos —sobre todo los violines— poseían “una brillantez, profundidad y potencia más amplias”, así como una “menor dificultad a la hora del manejo, gracias a sus más reducidas dimensiones”.

   Cuanto tiene de mudable el gusto por un sonido u otro provocó que la reputación de nuestro lutier se fuese resintiendo paulatinamente tras su muerte en pos del meritorio trabajo de Amati o Stainer. Al compositor y violinista Giovanni Battista Viotti (1755-1824) se le atribuye el mérito de haber sido el primer gran intérprete en rescatar a Stradivari de su coyuntural olvido. Tal fue el éxito conseguido por Viotti tanto en Francia como en Inglaterra que de nuevo toda la atención de aficionados y expertos cayó en el Stradivarius que utilizaba en sus conciertos. Es importante destacar que los intérpretes de principios del XIX, en general, demandaban un tipo de instrumento “capaz de adaptarse a las necesidades de todas las exigencias musicales”, versatilidad que poseían sobradamente los instrumentos de Antonio Stradivari. Pero tan alta demanda a tan corto plazo sólo dio lugar a que se prodigaran las malas copias. En definitiva, el anhelo por estos instrumentos llegó hasta el paroxismo. Y de ahí a la desconcertante situación que vivimos hoy día sólo había un paso.

   En el prólogo del ensayo, escrito por el traductor, hubo algo que me llamó poderosamente la atención. Henrique Lovat reclama “la necesidad de un más amplio estudio sobre Stradivari y su relación con España”. Me parece tan valioso su alegato que he decidido dejar para el final de este artículo todo cuanto el ensayo de los hermanos Hill tiene que ver con nuestro país, que no es poco como veremos a continuación.

   Dice bastante que los autores afirmen que “antes de la agitación napoleónica, España era particularmente rica en instrumentos de Stradivari y otras piezas italianas de alta gama”. Obviamente, ese tesoro estaba en manos de la nobleza y de la iglesia. El rey Carlos IV, por ejemplo, poseía una impresionante colección de violines de Amati, Guarneri, Stainer y ¡el famoso quinteto —hoy cuarteto— taraceado al que haremos referencia más adelante!. Pues bien, parece ser que los convulsos años posteriores a 1790, además de la invasión francesa, provocaron la diáspora de estos instrumentos. Algo que los autores ya consideraban un hecho a finales del siglo XIX. Algunos, no obstante, consiguieron sobrevivir a la debacle porque hubo personas, clérigos sobre todo, que se encargaron de esconderlos. Pero de nada sirvió. El interés por estos instrumentos se había extendido como una plaga. Poco a poco, comerciantes afincados en Cádiz como un tal Sr. Dowell o el Sr. Harper —paradigma del coleccionismo exacerbado— lograron hacerse, muchas veces a precios irrisorios, con estos instrumentos para llevarlos a su país, Inglaterra, de donde no saldrían jamás. O al menos eso era lo que pensaban porque, ironías de la vida, el efecto devastador para las economías que supusieron las dos guerras mundiales provocó que un considerable número de instrumentos de Stradivari acabasen dispersados entre América y Asia.

   Pero basta de lamentaciones. Aunque no podamos competir con el señor David L. Fulton o con la Nippon Music Foundation, hoy día Patrimonio Nacional puede jactarse de poseer cuatro de los rara avis más sublimes que salieron del taller de Stradivari. Me refiero al cuarteto taraceado que se expone en el Palacio Real de Madrid. Es imposible determinar cuántos instrumentos con incrustaciones fabricó nuestro lutier. Se estima que unos diez aproximadamente en toda su vida. De ahí que se consideren piezas únicas.

   La larga y agitada vida del cuarteto palatino narrada por los hermanos Hill nos toca de lleno y resultará, sin duda, apasionante a los lectores del ensayo. No aportaré demasiada información sobre este asunto; nada envilece más a una reseña literaria que los odiosos spoilers. Invito a los lectores a que sean ellos mismos quienes descubran esta apasionante historia que da comienzo en el momento en que Antonio Stradivari fabrica estos instrumentos con la intención primera —de la que sería luego disuadido— de regalarlos al rey Felipe V durante su visita a Cremona. A la muerte del lutier el quinteto aún seguía en su poder y pasó a manos de su hijo Francesco. A partir de ese instante son muchos los personajes que entran a formar parte de esta historia: El Padre Bambrilla, Vicenzo Assensio, Silverio Ortega, Cayetano Brunetti,... Los hermanos Hill nos brindan una oportunidad magnífica para familiarizarnos con este excepcional legado expuesto en El Palacio Real y que el reputado Cuarteto Quiroga saca de sus vitrinas en contadas ocasiones.

   España también se personifica recurrentemente en el ensayo en la figura de nuestro insigne Pablo Sarasate. Gran amigo de la familia Hill, con la que compartía entrañables veladas aquilatando la gran colección de Stradivarius que poseían, representa el ideal de intérprete que los autores intentan defender en su libro. Y digo ‘defender’ porque los instrumentos de Stradivari han sido “recortados y mutilados de las formas más despiadadas” infinidad de veces. De esa lista atroz forma parte también, por desgracia, el cuarteto palatino. Las adecuaciones del tamaño al gusto del intérprete, las restauraciones y sustituciones de las piezas llevadas a cabo por manos inexpertas, las sucesivas capas de barniz, etc., etc.... han causado un daño irreparable, sobre todo a los violonchelos y a las violas. Y este es el motivo por el que los autores imploran a la posteridad el cuidado que estas piezas tan delicadas precisan. Defienden la labor de los coleccionistas en tanto en cuanto preservan al instrumento del ‘fragor de los elementos’ y hacen especial hincapié en hacer ver a los músicos que “a menudo son ellos los que cometen el error y que éste no es culpa del instrumento”. Y aquí es donde Sarasate salta al estrado porque representaba el buen hacer.

   El compositor navarro poseía dos excepcionales violines construidos por Stradivari: el Boissier-Sarasate (datado en 1713 y donado al Real Conservatorio de Música de Madrid en 1909 —declarado Bien de Interés Cultural por La Comunidad hace tres años—) y el Sarasate (de 1724, donado al conservatorio de París también en 1909). Ambos estaban en un magnífico estado de conservación y el propio compositor —consciente (esta vez, sí) del incalculable valor musical de ambos— fue el primer interesado en que siguieran así tras su muerte, y puede darse fe de que lo consiguió.

  Como epílogo a este artículo rizaré el rizo. Aún se conserva el violín más perfecto —y, prácticamente intacto— de los construidos por Stradivari. El summum de su trabajo se custodia bajo extremas medidas de seguridad en el Museo Ashmoleann de Oxford (Inglaterra) donde fue donado, por los propios hermanos Hill a condición de que nunca fuese ‘tocado’ y sirviese de modelo a las generaciones futuras de lutiers de todo el mundo. El violín al que me refiero se le apoda El Mesías y no tiene parangón.

   Pero la lista instrumentos con nombre propio es larga y a mi entender sería una frivolidad intentar decir cuál de ellos es el más valioso. El Toscano, El Dolphin, El Guillot, El Allard, El Parke, etc., etc., etc. Todos tendrán siempre una personal —y misteriosa— historia que contar. Otro asunto sería preguntarle a Vengerov por su Kreutzer o a Anne-Sophie Mutter por su Emiliani o por su Lord Dunn-Raven. Aunque, señores, yo prefiero ser todo oídos a los testimonios de Leticia Moreno o Pablo Ferrández, después de haber tenido la merecida suerte de tener en sus manos un Stradivarius. En ambos casos me rompería el corazón saber que sólo yo sigo lamentándome de que se tratara de un simple préstamo.

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