Crítica de Álvaro Cabezas del concierto de la Real Orquesta Sinfónica de Sevilla ofrecido en el Teatro de la Maestranza, con Lise Berthaud como solista y bajo la dirección de Michel Plasson
¿Hemos asistido ya al mejor concierto de la temporada?
Por Álvaro Cabezas
Sevilla, Teatro de la Maestranza. 31-10-2025. Lise Berthaud, viola; Michel Plasson, dirección; Real Orquesta Sinfónica de Sevilla. Programa: Harold en Italia, sinfonía para viola y orquesta, Op. 16, H. 68 de Hector Berlioz; La valse, poema coreográfico para orquesta de Maurice Ravel; y Suite nº 2 de Daphnis et Chloé de Maurice Ravel.
En pocas ocasiones sale uno tan satisfecho de un concierto y menos son las veces en las que cree que el concierto en cuestión ha estado al nivel de los mejores de su vida. Las razones de este convencimiento son variadas: el estado de forma de la orquesta sevillana, lo rematado del programa (una obra concertante ardorosa de clara reivindicación francesa y rara vez dispuesta en las temporadas sinfónicas como Harold en Italia de Berlioz y dos de las composiciones más conseguidas de Ravel con las que se celebra muy adecuadamente el CL aniversario de su nacimiento), y, por supuesto, por la vuelta al podio del Maestranza de un maestro nonagenario, Michel Plasson, que nos faltaba desde hace tres años y medio y que regresaba para poner los puntos sobre las íes en este repertorio en el que, desaparecido Georges Prêtre, es ahora el máximo representante internacional. Todas esas circunstancias rodeaban al 4º programa del Ciclo Sinfónico de la orquesta, titulado "Le Grand Tour" de ribetes de acontecimiento y las expectativas no se vieron defraudadas, sino que se cumplieron con creces. El público abandonó encantado el teatro y aplaudió a rabiar, sobrepasando en mucho lo habitual en los conciertos de abono. Nada de esto es de extrañar, ya que Plasson ha acumulado en Sevilla mucho cariño tras décadas de trabajo hasta ser considerado un clásico en esta tierra.
El maestro galo ha dirigido óperas en el Teatro de la Maestranza (Romeo y Julieta de Gounod en diciembre de 2006; Werther de Massenet en marzo de 2008 y, por último, unas asombrosas funciones de Pelléas et Melisande de Debussy en marzo de 2022), pero donde más ha dejado su elegante impronta y sabiduría musical ha sido en relación con los programas sinfónicos de la orquesta, a la que ha dirigido en multitud de ocasiones hasta alcanzar el rango de director honorario en 2021. El buen hacer del jefe de producción de la formación, Rafael Gómez, y su afinidad estética y cultural con el país vecino, ha permitido traer al maestro en muchas ocasiones a Sevilla para hacernos disfrutar de versiones de referencia de la música francesa entre las que me gustaría destacar aquellas que me impresionaron enormemente: unas canciones de la Shéherazade raveliana con Béatrice Uria-Monzón en junio de 2011, la suite de Ma mère l'Oye del mismo autor en septiembre de 2020, el Bolero y la Sinfonía fantástica en octubre de 2021 y, sobre todo, la suite nº 2 de Baco y Ariadna de Roussel, partitura de la que Plasson extrajo petróleo y con la que dejó un agradable regusto. En ese sentido, se entiende perfectamente las palabras que dirigió al público en un vídeo difundido en las redes sociales de la ROSS cuando ponderaba la calidad de la orquesta, mostraba su cariño por los músicos y hacía balance de casi dos décadas de fructífera relación artística. ¿Quién le iba a decir al que fuera director de la Orchestre National du Capitole de Toulouse entre 1968 y 2003 que en el sur de España iba a encontrar un entorno artístico tan fértil para su culminación profesional sin haber tenido que ceder un ápice en su papel valedor de la música francesa?
Ahora, a pesar de lo avanzado de su edad, regresaba a la ciudad del Guadalquivir sin aparentes achaques y con un admirable tono enérgico que no siempre se manifiesta en algunos maestros más jóvenes y lo hacía con un programa contundente y muy serio que no escatimaba en esfuerzos y dificultad y que contaba, además, con la complicación que supone interpretar Harold en Italia que, más que un concierto para viola y orquesta, es un concerti grossi en el que toman las riendas no sólo la viola, sino un violín fuera de escena y, sobre todo, el arpa, amén de las distintas secciones orquestales. Dirigir con éxito y naturalidad esa amalgama apabullante –tan típica de un Berlioz que, más de una vez, se quejó de la recepción de sus obras pero que estaba convencido de que sería más apreciado en el futuro–, supone un reto muy difícil de afrontar y que aquí se solventó con extraordinario éxito. No sólo el carácter programático de la pieza, sino su puesta en escena, es decir, la disposición instrumental sobre el escenario y su proyección al público, nos ratifican en el enorme componente teatral y dramático que motivaba al compositor en cada una de sus obras. En Berlioz la exageración es norma de la casa y los momentos de extrema sensibilidad (la serenata del montañero a su amada del tercer movimiento, que volverá como recuerdo en medio de la confusión de la orgía de bandidos del cuarto), se combina con gusto y sin fronteras claras con los instantes de intensidad en los que la cuerda se metalizan y rebrillan con tonalidades doradas que dibujan un irresistible lienzo francés. Comenzó Plasson a dirigir sentado el primer movimiento (Harold en las montañas), creando en su introducción orquestal un ambiente brumoso en las alturas que se iba disipando conforme avanzaba el descenso hacia el piso basal. Lise Berthaud, como se ha dicho antes, no era la única solista. Desde su posición y la del maestro, ahora de pie, se formaba un triángulo con la arpista Daniela Iolkicheva, veterana en la formación y solista de Plasson en otras ocasiones. El sonido, por tanto, llegaba algodonoso, pero los ritmos que se marcaban por parte de la batuta que no siempre utilizó el director, eran vivos y el volumen orquestal fuerte. La marcha de los peregrinos del segundo movimiento fue evocadora y nos hizo comprender muy bien por qué Wagner es el auténtico impulsor de las ideas musicales de Berlioz. Como indiqué anteriormente, el tercer movimiento fue delicado y el último, categórico en su forma y ejecución. ¡Qué gran trabajo el de los metales, qué capacidad para imponerse sin estridencias y coordinadamente y dibujar así, en el laberinto del movimiento, el espíritu de la grandeur de la France! Aparte de ellos seguía la viola con su idée fixe, ofreciendo otra versión de la tan conocida de Berlioz en la Sinfonía fantástica, ahora ratificada por las cuerdas y con esa aparición del violín solista en la frontera del escenario brindando una alternativa al discurso general. El final, sostenido, brillante, definitivo, se alargó hasta parar el tiempo y provocó una atronadora ovación que incluyó pateos y bravos. El público estaba deslumbrado y aunque Plasson compartió en todo momento el éxito con Berthaud y Iolkicheva no hubo propina antes del descanso.
A la vuelta sonó La valse. Al margen de interpretaciones sobre el espíritu de la obra que, para mí, carecen de interés, el auténtico atractivo que presenta es, a mi juicio, la combinación de temas, el juego que se hace con cada uno de ellos y las distintas gradaciones en ritmo, velocidad y volumen. En manos de un director inexperto puede resultar un desastre como se nos ha dicho que ocurrió en el Auditorio Nacional de Madrid la pasada semana, pero en las de Plasson, perfecto conocedor de la estética raveliana, se ofreció como una obra majestuosa, lleno de ironía al modo del Bolero del mismo autor y, al contrario que aquel, ensoñadora de mundos lejanos. La versión que el viernes sonó en Sevilla fue inolvidable, dicha con seguridad y naturalidad y sirvió, de nuevo, para el lucimiento de una orquesta que debe considerarse ahora como una de las mejores de España y que necesita competir en el extranjero.
La última obra del concierto, la Suite nº 2 de Daphnis et Chloé de Ravel aumentó, de nuevo, el nivel de complejidad y, si bien la versión que ofreció Plasson no fue en extremo refinada como las de Jansons o Maazel, ni transparente como las de Karajan o filosófica como las de Celibidache, sí fue muy coreográfica, es decir, muy recreadora de la intención de su autor en el estreno del Châtelet, muy francesa antes que pastoril o bucólica. Aquí hicieron un trabajo muy esmerado la flauta de Juan Ronda en su arco inicial, el clarinete de Miguel Domínguez en la danse générale y, sobre todo, los nueve músicos que componían la sección de percusión, raudos y certeros, brillantes sin embriagar, sublimes sin resultar cargantes. Finalmente, el aplauso del público fue tan largo e intenso que, Plasson, además de levantar repetidas veces a los profesores y repartir con ellos algunas flores del ramo con el que se le obsequió, se subió al podio y agarró el respaldo y dilató la inclinación, mostrando con ese gesto que amaba a Sevilla y que le estaba muy agradecido a la ciudad. Las palmas siguieron con parte del respetable de pie y, entonces, él, con emoción, pidió con un par de gestos que cesaran para dirigirse al público y mostrarle su gratitud por tantos años de fidelidad con una propina de esas tan finas y francesas con las que suele terminar sus conciertos: el adagietto de La Arlesiana de Bizet. El maestro, que suele mover los dedos al indicar como si efectivamente la música fueran las mareas que convulsionan o se apaciguan, se apagó, se produjo un respetuoso silencio y, después, con los encomios de fondo y tras lanzar un beso a sus músicos, se fue sin mirar atrás. Quedó flotando en el ambiente el aroma de noche única e irrepetible y en la salida un niño le preguntó a su padre si ya habían asistido al mejor concierto de la temporada. Este no supo qué responder, porque estaban todavía en octubre y la temporada es aún larga, variada y prometedora, pero su sonrisa lo decía todo.
Fotos: Fotografías: Marina Casanova
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