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CRÍTICA: JONAS KAUFMANN CONQUISTA A LA SCALA CON SU 'LOHENGRIN', BAJO LA DIRECCIÓN MUSICAL DE UN MAGISTRAL DANIEL BARENBOIM, por Andrea Merli

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Autor: Andrea Merli
13 de diciembre de 2012
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SOBRECOGEDOR LOHENGRIN

Milán. Teatro alla Scala, 11 de diciembre 2012. LOHENGRIN - Richard Wagner. Heinrich der Vogler: René Pape, Lohengrin: Jonas Kaufmann, Elsa von Brabant: Anja Harteros, Friederich von Telramund: Tòmas Tòmasson, Ortrud: Eveyn Herlitzius, Der Heerrufer der Konig: Zeljko Lucic, Cuatro nobles brabantinos: Luigi Albani, Giuseppe Bellanca, Giorgio Valerio, Emidio Guidotti, Cuatro pages: Lucia Ellis Bertini, Silvia Mapelli, Marzia Castellini, Giovanna Pinaldi. Director: Daniel Barenboim. Director de escena: Claus Guth. Decorado y vestuario: Christian Schmidt. Luces: Olaf Winter. Coreografia: Volker Michl. Dramaturgia: Ronny Dietrich. M°del coro: Bruno Casoni.

      "Giunse alfine il momento". Sirva el incipit del aria de Susana  de Las bodas de Figaro de introducción a esta crónica, puesto que la ansiada noche de San Ambrosio, patrono de Milán, que se celebra el 7 de diciembre y que es desde siempre la fecha históricamente establecida para la inauguración de temporada en el Teatro alla Scala, es el "evento" que tiene en vilo no sólo al prestigioso teatro, sino también a toda la prensa, los media y a la ciudad entera. Pasado el momento, esperado y temido al mismo tiempo, se vuelve a respirar con alivio. Verdad es que un dicho muy popular y típicamente italiano recita también: "passata la festa, gabbato lo santo" (pasada la fiesta se puede engañar al santo) pero, vistos y oídos los espléndidos resultados y el éxito alcanzado, el Beato Ambrosio puede seguir descansando tranquilamente en la cripta de la Basílica que lleva su nombre, y en la que yacen sus mortales despojos en medio los de otros dos santos, Gervasio y Protasio, santo al que se quiso arropar con ropa extranjera, despertando por ello duras polémicas. La vestimenta era de Wagner y no la de Verdi, justo en la temporada en la que se celebra el bicentenario de nacimiento de ambos autores, nacidos ambos en 1813. Una provocación estéril, realmente, puesto que para el estreno de la temporada de 2013 se ha programado una nueva producción de La Traviata. Sin embargo, muchos nos hemos hecho una pregunta: ¿cuántos teatros, más o menos importantes, del área germánica, dedicarán su apertura al genio de Busseto?

      La vexata questio, sin embargo, se ha alimentado con la inauguración de la Ópera de Roma, pocos días antes que la de Milán, con el "verdianisimo" Simon Boccanegra, juntando así a la de Verdi la celebración de otro que cumpliría las doscientas primaveras: Antonio García Gutiérrez, también nacido en 1813 y quien proporcionó el argumento de la ópera al libretista Francesco Maria Piave. Fue seguramente una feliz coincidencia. Dudo que alguno de los programadores de los teatros en Italia pueda tener tanto atino. Buenas batallas las que se hacen al son y por la música.
      La Música, con mayúsculas, fue la que salió ganando en este logrado Lohengrin milanés, donde ha habido una fuerte componente de riesgo al enfermarse la titular del rol de Elsa de Brabante, Anja Harteros, tras el ensayo general abierto al público, al que también pudimos asistir. Pero el virus de la gripe también atacó a la cover, Ann Peterson, que cantó la función del día 4 de diciembre, apodada "función acne" pues es la ocasión que se ofrece a los menores de 30 primaveras de acceder al prestigioso teatro por el económico precio de 10 euros la entrada. Por tanto, se tuvo que recurrir a una tercera Elsa, Annette Dasch (la misma que protagonizó las exitosas funciones en forma de concierto que ofreció el Festival de Bayreuth en el Teatro del Liceo barcelonés el pasado otoño), que llegó con tan solo 9 horas de antelación desde Berlín y cumplió el milagro de salvar la premiere, prácticamente sin ensayar y aprendiéndose los movimientos escénicos en tiempo de record, dando prueba de gran profesionalidad.
      El 11 de diciembre, función a la que se refiere esta crónica, fue la del turno de abono A, siendo el estreno noche de gala. No habiéndose aun repuesto la soprano Harteros, volvió a presentarse Ann Peterson. Una vez más, hay que agradecer la disponibilidad de esta artista seria, que en principio no tenía prevista ninguna función y que, sin embargo, cumplió honestamente con su papel. Por supuesto, las comparaciones son odiosas, pero los que pudieron escuchar a la Harteros inciden en la diferencia, sobre todo en lo vocal. La voz de la Peterson es mucho más ligera y menos lírica que la de Harteros, lo que por un lado quizás case mejor con las intenciones del director de escena, que pretendió ofrecer una versión de la princesa de Brabante turbada psicológicamente. Se pudo en efecto, escuchar la maravillosa orquesta de la Scala por fin ensimismada y en su mejor día desde hacía tiempo, lo que nos permite reflexionar sobre la principal exigencia en Wagner: la de tener la máxima limpieza y tersura musical, y al mismo tiempo poderío y fuerza sin estruendo y con sonido firme y lleno.

      Un instrumento que debe resultar perfecto y de exactitud meticulosa, del que la música salga impoluta, en su más puro elemento y con una claridad y luz la mayoría de las veces cercana a lo paradisíaco. Éste es un resultado al que muy pocos conjuntos pueden aspirar y que el milanés alcanzó gracias a la lectura también extraordinaria de Daniel Barenboim, al que se le puede criticar en el repertorio italiano, pero no en Wagner y Strauss, donde se mueve en su elemento natural. El resultado fue conmovedor en más de un momento, lo que no deja de ser asombroso en un teatro y con un público especialmente partícipe y atento, que supo dejar de respirar, e incluso toser o desenvolver caramelos, donde se supone que la gente suelta una lágrima y se sopla los mocos sólo con las melodías de un Verdi y de un Puccini. Pero cuando la inspiración inalcanzable de Wagner se casa con tanta emotividad y expresividad es difícil resistirse, en el Tristan como en el Lohengrin. Baremboin no renunció a describir los momentos más brillantes con un sonido casi "verdiano" -y ahí está lo incomparablemente bello: el sentir "latino" que también surge en Wagner- con unos tempi ejemplares y unas dinámicas sobrecogedoras. Sirva el ejemplo del interludio sinfónico en el que se reúnen los brabantinos en la ribera del rio para el relato final del protagonista, cuando los metales distribuidos por la sala, desde las galerías a los palcos, obtienen ecos y efectos en "estéreo".
      También causó grata impresión el coro nupcial, que llegó como un eco lejano, casi un recuerdo de la memoria, y resultó de una dulzura y suavidad extremas. Pero fue más cómo Barenboim supo acompañar, sugerir el sprechgesang -o canto de conversación si se prefiere-, a los intérpretes lo que resultó novedoso, sobre todo en el caso del protagonista, un no menos que sensacional Jonas Kaufmann, que está en su mejor momento, y al que se le pudo escuchar cantar con susurros y suspiros amorosos, por fin revelando el lado humano, emocional y frágil de Lohengrin; que también supo insuflar acentos viriles de poderío y fuerza, con una paleta de colores admirablemente usada. Su técnica de emisión nunca llegó a convencer del todo por la falta de apoyo en algunos sonidos. De esta forma, su piano sonó falseteado y el agudo detrás, en la garganta. 
      Su interpretación por intenciones podría ser comparable a la de los históricos Pertile y Fleta, en una versión moderna, más cercana al gusto y sensibilidad del público actual. Personalmente, este artista -que indudablemente lo es- me decepciona en el repertorio italiano, pero en este caso hay que reconocer una introspección y estudio del personaje que rayó lo maniático y que fue absolutamente pertinente. Ni decir tiene que fue, también, el triunfador de la velada y con toda la razón.

      Kaufmann es un tenor que suena más bien abaritonado, lo que no es un defecto ni mucho menos, pero si el barítono que interpreta Telramund es también claro y atenorado, falta esa diferenciación tímbrica que en esta ópera en especial tiene gran importancia.
      Antes de empezar la función del día 11, se anunció que Tòmas Tòmasson, barítono irlandés que se hizo cargo del papel, no se encontraba bien, y esto sea quizás lo que excuse su participación. Su cantó resultó desaforado y desafinando, algo muy difícilmente imputable al estado físico. Resultó, ademas, estilísticamente próximo al verismo más brutal, algo que no encaja con un personaje que, por ser negativo, sigue siendo un noble conde y no el "malo de la película", un pelele en manos de la cruel y vengativa Ortrud. Ésta estuvo muy bien defendida por una bravísima Evelyn Herlitzius, cuyo extremo agudo es un poco metálico y estridente, pero su intensa actuación y extraordinaria proyección vocal le permitieron delinear el rol perfectamente, con fuerza e incisividad en el fraseo.
      En el ensayo general tuvo que competir con Anja Harteros, una Elsa de Brabante sencillamente perfecta. Vocalmente, su timbre es demasiado ligero, lo que se nota especialmente cuando tiene que emitir agudos a plena voz y, en los pianísimos, al no tener un cuerpo suficiente, se destimbra. Finalmente supo imponerse y recortarse con personalidad propia. René Pape y Zelyko Lucic resultaron alternos en sus respectivos roles.
      En el del Rey Enrique el Pajarero, Pape dio un tono humanamente paterno al personaje, logrando una cierta morbidez de un órgano que todavía es poderoso aunque por él asomen ciertas durezas. También en este caso se puede hablar de cierta homogeneidad tímbrica de la voz Lucic, el que en la parte expuesta del Heraldo tuvo la mala suerte de tener que cantar casi siempre en el fondo de la escena, lo que motivó algunos momentos de duda en la afinación. Muy bien en sus breves acometidos los cuatro nobles brabantinos, Luigi Albani, Giuseppe Bellanca, Giorgio Valeri y Emidio Guidotti y los cuatro pajes: Lucia Ellis Bertini, Silvia Mapelli, Marzia Castellini, Giovanna Pinardi.

 

      Triunfador y sensacional, como la orquesta, el estupendo coro de la Scala dirigido con mano segura y calidad de altísimo nivel por Bruno Casoni, al que nunca se le alabará demasiado.
      Queda por comentar la producción firmada por Claus Guth, director de escena, con decorados y vestuario de Christian Schmidt, luces de Olaf Winter, coreografia (aunque no haya ningún ballet) de Volker Michl y... dramaturgia de Ronny Dietrich. Esto último lo dice todo. Personalmente siempre he pensado que el público habitual, al que no representamos necesariamente los que somos melómanos y vivimos de pan y opera, en la actualidad, en la Scala como en otros teatros del mundo, al acudir a las operas de Wagner tiene una serie de, llamémoslos, inconvenientes: la mayoría nunca ha visto la opera o "si te he visto no me acuerdo", los actos son muy largos: el segundo raya hora y treinta; la lengua, por mucho que ayuden los sobretítulos, no la entienden (para los italianos sigue siendo un bache muy grande), el argumento aparentemente es sencillo, pero lleno de simbologías y supone una preparación previa que no todos pueden haber tenido el tiempo y las ganas de hacer. La genial música, finalmente, con sus motivos conductores, no es lo que diríamos fácil y pegadiza, exceptuando la célebre marcha nupcial. Siempre se escucha entre "el respetable" un "ohh" cuando le llega su turno, como si la gente comentara: "ah! Esta, por fin, la conozco yo también".
      Por toda esta serie de motivos considero que la puesta en escena -dejemos de un lado que si "moderna" o tradicional- debería ser lo más clara posible y accesible. Es lo que faltó a esta muy intelectual lectura de Claus Guth, que se repite más que el ajo con sus manías psiquiátricas y para psicológicas de estilo freud-junguiano. La escenografia, fija y más bien oscura, representa un patio de una casa burguesa o de un cuartel, según se interprete: una corrala o un conventillo con terrazas practicables. En su interior domina el tronco de un árbol en el primer acto, una gran alfombra roja en el segundo y, finalmente, un estanque con agua de verdad y embarcadero en el tercer acto. Charco en el que Lohengrin y Elsa, sacándose él los zapatos y levantándose ella la falda, chapurrean durante el dúo de amor. Esta escenografía, entre otras cosas, tiene el inconveniente de que buena parte de la acción no se ve desde los pisos altos y los palcos laterales en los dos primeros actos, mientras que en el tercero la que sale penalizada es la platea, desde donde el estanque se intuye tan solo.
      Otro elemento "fijo" es un piano de pared, en el costado derecho, en el que estudia una pequeña Elsa, la que se materializa, al igual del hermano Gotfried (este en dos versiones: niño y adolescente con un brazo trasformado en ala de cisne) siendo controlada por Ortrud, que se nos presenta cual Senorita Rotermayer. Esta imagen ha recordado la célebre pelicula de Fellini Giulietta degli spiriti, donde la actriz Masina se desdobla en su imagen infantil. El piano, por motivos inexplicables, queda volcado al suelo en el último acto.

      La época es de suponer sea la misma del estreno de la opera, 1848. Por eso Guth viste a los brabantinos con trajes de trabajo, suponiendo la arqueología industrial en sus comienzos de protesta social, puede que la del ‘48 en Dresde. El rey y los militares visten al estilo de los "nordistas" de la guerra de secesión en America del Norte. La relación turbulenta entre Telramund y Ortrud los lleva a simular sexo sadomasoquista en el segundo acto. Lohengrin surge como de la nada, apareciendo en posición fetal en medio del pueblo.
      Evidentemente es "de otro mundo" y anda descalzo, no acepta las convenciones sociales y finalmente se muere, en lugar de marcharse al Montesalvado, retorciéndose en el suelo, volviendo a la posición inicial y teniendo tiempo para indicar que el chaval que iba apareciendo de vez en cuando en las pesadillas de Elsa era el futuro heredero al trono. Ni el cisne ni la paloma, por supuesto, aparecen siquiera simbólicamente. Solo unas plumas esparcidas por el escenario y que en un momento caen del techo, hacen alusión a estos dos elementos.
      Es de suponer que esta producción saldrá ganando en video, puesto que en estos casos la toma de los detalles, que desde el fondo del teatro se intuyen pero no se perciben, ayudaran al relato. Sin embargo, el que firma cree que la novedad, hoy en día, seria tener la fuerza y el valor de representar Lohengrin como lo imaginó y quiso su autor. Eso es sería sonar "¿Dove sono i  bei momenti?" otra aria, la de la Condesa esta vez, de Las bodas de Figaro. Confiando que algún día volvamos a vivirlos.

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