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Crítica: «Los maestros cantores de Núremberg» en el Teatro Real

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Autor: Raúl Chamorro Mena
30 de abril de 2024

Crítica de Raúl Chamorro Mena de Los maestros cantores de Núremberg de Wagner en el Teatro Real, bajo la dirección musical de Pablo Heras Casado

«Los maestros cantores de Núremberg» en el Teatro Real

Superficial

Por Raúl Chamorro Mena
Madrid, 28-IV-2024, Teatro Real. Die Meistersinger von NürnbergLos maestros cantores de Núremberg (Richard Wagner). Gerald Finley (Hans Sachs), Leigh Melrose (Sixtus Beckmesser), Nicole Chevalier (Eva), Anna Lapkovskaja (Magdalene), Tomislasv Muzek (Walther von Stolzing), Jongmin Park (Veit Pogner), Sebastian Kohlepp (David), José Antonio López (Fritz Kothner), Barnaby Rea (Konrad Nachtigal), Albert Casals (Balthasar Zorn), Paul Schweinester (Kunz Vogelgesang), Jorge Rodríguez Norton (August Moser), Kyle van Schoonhoven (Ulrich Eisslinger), Njorn Waag (Hermann Ortel), Valeriano Lanchas (Hans Schwarz), Alexander Tsymbalyuk (sereno). Coro y orquesta titulares del Teatro Real. Director musical: Pablo Heras-Casado. Dirección de escena: Laurent Pelly. 

   Una de las asignaturas pendientes del Teatro Real desde su reapertura era programar Los maestros cantores de Núremberg de Richard Wagner con producción propia y sus cuerpos estables, pues la única vez que había subido a su escenario en esta nueva etapa del teatro fue en 2001 con las huestes de la Staatsoper berlinesa, bajo la dirección de Daniel Barenboim. Aquella interpretación tuvo su nivel, pero no se encuadró, ni mucho menos, entre lo mejor de las muchas visitas que realizaron por esos años los elementos del teatro berlinés con su titular al frente. En esta ocasión la sensación ha sido, que el Teatro Real ha saldado el reto con dignidad y solvencia, pero desde la superficialidad tanto musical como escénica y con un elenco vocal más bien mediocre. 

   Desde luego, los Maestros cantores es un título singular dentro del catálogo wagneriano. Una comedia humana y costumbrista, alejada del mito y lo sobrenatural, con acción en presente y concentrada en 24 horas. La base fundamental de esta obra maestra es la pugna entre la libre elección del artista y las rígidas reglas de la tradición, que guarda celosamente la comunidad de los Maestros cantores, un grupo de burgueses que combinan sus oficios con el noble arte del canto poético y que florecieron en diversas ciudades alemanas, con Nuremberg como sede más importante. La primacía del arte y la sabiduría como guías fundamentales de cualquier comunidad, lo que se personifica en un líder popular histórico, el zapatero Hans Sachs, que cuenta con un monumento en la ciudad de Núremberg y parece un alter ego del propio Wagner. Este personaje consagra el ideal de encauzar las reglas y formas de la tradición que son valiosas y deben mantenerse con los nuevos aires, con la creación libre y transgresora. 

«Los maestros cantores de Núremberg» en el Teatro Real

   Asimismo, Sachs por la prosperidad de su comunidad, por su pacífica existencia bajo la égida del arte, está dispuesto a renunciar a su felicidad personal, al amor por Eva. La renuncia sí es un tema esencial en la producción Wagneriana y Sachs no quiere ser otro Rey Marke, como expresa en un pasaje de la ópera. El Teatro Real sí ha seleccionado un adecuado intérprete para el protagonista absoluto de Los maestros cantores, pues a pesar del declive vocal, con un timbre desgastado y leñoso, la merma de volumen y limitado mordiente, Gerald Finley caracterizó un magnífico Hans Sachs. Más barítono que bajo, el canadiense mostró sus dotes actorales, sus acentos, fraseo contrastado y suficiente carisma para su meritoria creación del zapatero. No es cualquier cosa superar a los 64 años una partitura que equivale en duración a los tres Wotan de la Tetralogía.

   Este líder filosófico, que se afana por aunar los deseos del pueblo con los de esa élite que forman los Maestros cantores, así como el mantenimiento de las reglas fundamentales que han cimentado una rica tradición con los nuevos aires, que encarna el extranjero transgresor Walther von Stolzing. Un papel fundamental, que dispone de una escritura vocal hermosísima y que, sin embargo, asumió un cantante muy flojo. Efectivamente, el tenor Tomislav Muzek careció de interés tanto desde el punto de vista tímbrico –impersonal y de muy justa proyección-, como canoro. Canto vulgar donde los haya, con pasajes calantes y agudos apretados y sin expansión llevaron a que momentos tan bellos como «Am stillen herd», «Fanget An» o la canción del premio pasaran sin pena ni gloria. En escena, Muzek se mostró envarado, sin efusión lírica alguna, ni química con Eva. Esta última fue una insulsa Nicole Chevalier, de timbre sano y juvenil, pero nada bello ni personal, demasiado lírica, sin graves y con centro hueco e inconsistente. La soprano norteamericana ofreció un canto sensible y correcto –como pudo apreciarse en la introducción del sublime quinteto del tercer acto- y expresión sincera y entregada en escena, pero sin personalidad. Leigh Melrose, más bien innoble en lo vocal, demostró sus dotes actorales en una atinada caracterización de Sixtus Beckmesser, el personaje más negativo, que se ampara en la rigidez de las reglas para esconder su falta de talento y su mezquindad. El personaje del marcador ya es caricaturesco en el libreto, pero Laurent Pelly subraya esta característica en su puesta en escena y, desde luego, Melrose lo clava escénicamente, haciéndolo particularmente repulsivo.

«Los maestros cantores de Núremberg» en el Teatro Real

   El bajo Jongmin Park demostró cierta sonoridad y anchura como Veit Pogner, el rico orfebre que ofrece su hija al Maestro cantor que gane el concurso, pero la suerte de sonidos entubados y la rudeza monocorde de su canto rebajaron enteros a su prestación. Entregado en escena, pero de escaso relieve en lo vocal - emisión gutural, agudos retrasados-  el David de Sebastian Kohlepp. Totalmente plana y con un registro agudo desabrido la Magdalena de Anna Lapkovskaja.

   A destacar entre los cantantes españoles convocados, a José Antonio López, resonante e intencionado de acentos en una buena caracterización del taimado Kothner, a Albert Casals que sacó cierto jugo escénico, dentro de lo posible, a su breve papel de Balthasar Zorn, frente a un más anónimo Jorge Rodríguez Norton como August Moser. 

   Desconozco si Pablo Heras-Casado impulsado por el orgullo de ser invitado a dirigir Parsifal en el Festival de Bayreuth –aunque sea el actual tan declinante - se ha imbuido del espíritu del legendario Hans Knapperbusch, pero desde la turbia y alborotada obertura aplicó unos tempi lentorros y morosos realmente exasperantes. Eso sí, no hay que confundir lentitud con tensión, pues el gran Knà era el gurú de la tensión teatral, la grandiosidad y progresión dramática, por supuesto. En este caso, la dirección del granadino resultó caída y plana, presidida por una anodina solvencia, ayuna de transparencia y refinamiento tímbrico, con una fuga final del segundo acto borrosa y desajustada y un preludio del tercero letárgico donde los haya. Eso sí, Heras-Casado supo terminar en punta y lo mejor de su labor se situó en el último cuadro que tuvo nervio e incandescencia con un coro apabullante, que ya había exhibido la adecuada rotundidad en un grandioso «Wach Auf» –«¡Despertad!».

   Por cierto, durante el primer acto, uno de los músicos de la sección de contrabajos cayó desplomado, al parecer desmayado, con el consiguiente ruido provocado por su caída y la del instrumento. Abandonó el foso de la orquesta y no regresó, por lo que los iniciales seis contrabajos quedaron reducidos a cinco. Espero que se recupere satisfactoriamente.

   La puesta en escena de Laurent Pelly sobre escenografía de Caroline Ginet parece situar la obra en el siglo XX y presenta la comunidad de los Maestros cantores como algo encorsetado, mortecino y anquilosado. Van vestidos de negro, con ajadas y vetustas levitas y se les encuadra con un marco ya decrépito y desvencijado, que simboliza su decadencia y aislamiento de toda realidad social. La silla donde Stolzing debe pasar la prueba de ingreso es igualmente una antigualla destartalada, al igual que la caseta desde la que Beckmesser, el marcador, realiza su rígida y artera labor. En el segundo acto encontramos un Nuremberg formado por un abigarrado entramado de casitas de cartón, que se destruyen en la riña final y donde se apreció la torpeza de la dirección de escena para mover las masas. En el tercero, vemos el taller de Sachs, en el que destacan sobre los zapatos y demás herramientas, la gran cantidad de libros que evocan la profunda cultura que le insufla ese carácter razonable, ecuánime y sanciona su condición de líder de la comunidad. En el último cuadro, volvió a apreciarse una dirección escena poco desenvuelta y en el que la idílica pradera se convierte en oscuridad en la arenga final de Sachs. Un discurso pangermánico, de exaltación nacionalista, en el que advierte de los peligros de la desaparición del Imperio alemán. Quizás Pelly reivindique el peligro de tales soflamas, pues pueden llevar al desastre tratándose, además, de un pasaje, como toda la ópera en general, que fue usada torticeramente por el régimen Nazi. Evidentemente, Wagner era profundamente nacionalista alemán, pero proclamaba con denuedo, fundamentalmente, la persistencia de su arte y cultura. Lo mejor que puede decirse de la puesta en escena de Pelly, más bien superficial y banal, es que no encierra extrañas ocurrencias ni dislates, ni atentados sobre la obra, que puede seguirse apropiadamente por el público. 

Fotos: Javier del Real / Teatro Real

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