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Crítica: María Joao Pires en las Jornadas de Piano «Luis G. Iberni» de Oviedo

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Autor: F. Jaime Pantín
29 de enero de 2021

Emotiva naturalidad

Por F. Jaime Pantín
Oviedo. 23-I-2021. Auditorio Príncipe Felipe. Jornadas Internacionales de piano Luis Iberni. María Joao Pires, piano. Obras de Schubert, Debussy y Beethoven.

   El pasado viernes se celebró en el Auditorio Príncipe Felipe de Oviedo un nuevo concierto del ciclo Jornadas Internacionales de Piano Luis Iberni. En esta ocasión la cita consistía en un recital de la insigne pianista portuguesa María Joao Pires, una de las artistas en activo más carismáticas, cuya presencia en la ciudad se había producido siempre en colaboración camerística con otros músicos o con orquesta, siendo éste su primer recital a solo, lo que confería especial interés al evento.

   Maria Joao Pires ha sido una de las pianistas más admiradas y respetadas a lo largo de una carrera de más de cinco décadas. Una pianista imposible de encuadrar en ninguna escuela, grupo o tendencia. Diferente a todos y tan sólo fiel a sí misma. Una total ausencia de divismo y una forma de tocar caracterizada por la limpidez y la expresión directa, en búsqueda constante de  la comunicación sin sofisticaciones, hacen de ella una intérprete muy cercana y atrayente, de hecho una de las preferidas por el público. Sus especiales características físicas han obligado a limitar su repertorio de manera considerable, con una especial dedicación a Mozart, compositor del que ha grabado la integral de sus sonatas y muchos de sus conciertos, pero también a Beethoven, Schubert, Schumann y Chopin, siendo quizás el repertorio romántico el que más se adapte a su temperamento apasionado, al que una estricta formación en los clásicos ha conferido una suerte de libertad controlada que se aprecia claramente en cada una de sus interpretaciones y que, junto a una técnica muy depurada - con una articulación excepcionalmente rica y matizada, digitación transparente y un tratamiento de la pedalización muy personal y cuya efectividad roza la alquimia – hacen de ella una de las pocas figuras cuyas interpretaciones nunca son cuestionadas.


   El programa del recital- más breve de lo habitual, como de manera más o menos tácita, impone la era covid- presentaba una primera parte de estructura más bien ligera, con obras de Schubert y Debussy, reservando para la segunda las emociones intensas a través de la Sonata en do menor op. 111 de Beethoven, una de las obras que con más frecuencia han acompañado a la pianista portuguesa a lo largo de su carrera.

   La Sonata en la mayor D. 664 hace la nº 15 del catálogo schubertiano de sonatas y es probablemente la más conocida y frecuentada por los pianistas. Supone un buen punto de partida para iniciarse en el conocimiento de su autor, lejos de las honduras abisales de las grandes sonatas y sus reducidas dimensiones (apenas 425 compases, la mayoría a un tempo muy fluido) hacen su escucha muy asequible para el público, lo que explica su popularidad, mientras la mayoría de las sonatas de Schubert permanecen prácticamente desconocidas.

   La presencia en el escenario de Maria Joao Pires sugiere cierta sensación de fragilidad, inmediatamente descartada tras el repentino ataque de la sonata, casi sin tomar asiento del todo ante el teclado (por cierto que los problemas de estabilidad en la banqueta fueron una constante a lo largo del concierto). El arranque del primer tema, un auténtico lied que la pianista portuguesa entona con plenitud sonora y colorista, con respiración de  cantante y acompañamiento flexible, supone una clara muestra del dominio técnico y musical de una escritura cuya complejidad supera con mucho lo aparente y que plantea importantes problemas de continuidad en el cantábile que la pianista resuelve sin problemas merced a una pedalización tan personal como eficaz.

   El canto asume una mayor interiorización en el Andante, en virtud de una disposición instrumental muy recogida, en unas tesituras centrales muy apretadas en las que la armonía permanece casi inamovible. Pires adopta un tempo fluido que le permite evitar el estatismo y acentuar el dramatismo dolente y la tensión interna que subyace en estos pentagramas a pesar de su ingenuidad aparente.


   El Allegro final despeja todo resto de melancolía, en una exposición de velocidad extremada dentro de un control absoluto. La transparencia de unas escalas de movilidad constante que recorren todo el registro del teclado, en clara contraposición a la estática escritura  del movimiento anterior, aporta luminosidad y alegría no desprovistas de virtuosismo en una versión de frescura juvenil y llena de matices y belleza.

   Juvenil también es la Suite Bergamasque, una obra en la que Debussy no había desarrollado aún su particular lenguaje armónico y colorista, ni su personal concepción de la tímbrica pianística que más tarde conduciría al llamado Impresionismo.

   La Suite Bergamasque supone una mirada al pasado musical francés, la etapa clavecinista, al igual que haría posteriormente Ravel en su Tombeau de Couperin. Un conjunto de danzas, que en este caso no unifican la tonalidad, desarrollándose de una manera muy libre y algo caprichosa que incluye el famoso Claro de Luna, un verdadero nocturno de sabor plenamente romántico y vocación profética. La obra se encuadra además en un entorno poético de claro espíritu verliniano que conjuga el sabor arcaizante con la tradición carnavalesca, con sus juegos y equívocos, en un conjunto muy unitario en el que nada es lo que parece, presentando un Minuetto que no tiene trio y se asemeja más bien a un rondó o un Passepied que, renegando de su esencia ternaria, se presenta en compás de 4/4. Una obra, pues, llena de misterio, fantasía y creatividad que parece hecha a medida de Maria Joao Pires que, sin embargo, la tocaba en este recital por primera vez.

   La compenetración de la pianista con esta obra es evidente ya desde su mismo arranque. Sensación de improvisación en el despliegue del trazo inicial que enlaza con los peculiares arabescos, en un rubato constante de elegancia suprema, servidos por una transparencia y belleza sonora ejemplares y brillante final de carácter orquestal en la única pieza del ciclo que no termina en pianísimo. Colorismo refinado e intimista en un Menuetto lleno de evocaciones de instrumentos olvidados, laúdes, violas de gamba…precisión milimétrica en los difíciles mordentes de un tema que se presenta hasta cuatro veces con diferente disposición instrumental y magistral conducción de una coda que suena en sus manos con todo su potencial poético para culminar con un glissando de claridad líquida. Emoción directa, libertad métrica y preciosismo sonoro en un Claro de Luna nocturnal- ¿cómo no recordar aquí el Notturno de las Piezas Líricas de Grieg?- y un cierto sabor oriental en su exotismo perfumado. Ternura, ensimismamiento y ensoñación que alterna con arranques apasionados no exentos de turbulencia, en una versión mágica que enlaza con un Passepied enigmático en su tonalidad y sonoridades, en el que la frescura del canto contrasta con el cierto devenir sombrío de un ostinato en la mano izquierda que pese a la ligereza de su articulación, de nuevo laudística, adquiere matices inquietantes. Una pieza de difícil ejecución, a pesar de su aparente transparencia, que la pianista portuguesa resolvió con precisión primorosa y plena de belleza, sugerencia y misterio.


   Culminó este extraordinario recital con la última sonata de Beethoven, de tan sólo dos movimientos que, sin embargo, suponen en sí mismos una síntesis del discurso sonatístico beethoveniano. La gravedad, el contraste, el interrogante dramático existencial, el passionatto, el contrapunto obstinado, el aria, la variación, los registros extremos, la eternidad del trino…todo está presente en esta sonata que, partiendo de la tensión patética del Do menor (de hecho, la pianista cerrará el recital con el adagio de la sonata Patética) culminará un adiós definitivo a esta forma de composición desde la limpidez del Do mayor, la tonalidad de la transparencia, de la franqueza y de las teclas blancas. Toda una relación simbólica claramente visible en la versión de María Joao Pires, en una exposición de emocionalidad directa en la que la crudeza convive con un discurso que soslaya las profundidades metafísicas en aras de una cercanía tan intensamente humana como espiritualmente emotiva. Una versión tantas veces escuchada y admirada pero que nunca deja de sorprender y que supuso el colofón de un recital inolvidable.

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