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Crítica: María José Montiel debuta en el San Carlo de Nápoles con "Carmen" de Bizet bajo la dirección de Zubin Mehta

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Autor: Francisco Quirce
18 de noviembre de 2015

MARÍA JOSÉ MONTIEL SEDUCE A NÁPOLES

Por Francisco Quirce
Nápoles. 13/12/15. Teatro de San Carlo. Carmen (Georges Bizet, con libreto de Henri Meilhac y Luovic Halévy). Nueva producción. María José Montiel (Carmen), Brian Jagde (Don José), Eleonora Buratto (Micaëla), Kostas Smoriginas (Escamillo), Sandra Pastrana (Frasquita), Giuseppina Bridelli (Mercedes), El Dancairo (Fabio Previati), El Remendado (Carlo Bosi), Zúñiga (Gianfranco Montresor), Morales (Roberto Accurso). Director musical: Zubin Mehta. director de escena: Daniele Finzi Pasca. Orchestra, Coro, Corpo di Ballo e Coro di Voci Bianche del Teatro di San Carlo

   "Jamais Carmen ne cédera! Libre elle est née et libre elle mourra!", dice Carmen en el cuarto acto de la ópera homónima de Bizet. Carmencita la llaman, como gitana y mujer joven, y a la vez terrorífica, porque es hermosa, dicharachera, transgresora, delincuente y libre (detentadora de ciertos valores de lucha revolucionaria, por cierto). Carmencita es el mito alejado de las maneras y protocolos sociales característicos de la burguesía francesa de la segunda mitad del siglo XIX; mito deseado y repudiado al mismo tiempo, pegado como un dulce sueño y una oscura pesadilla en el propio tejido social que lo genera.

   Carmen es, además, una cigarrera, mujer trabajadora que hierve su propia lucha de clases, así como Escamillo es el torero granadino que en Sevilla triunfa como héroe popular, cuya carrera posiblemente fue labrada en el matadero sevillano. El torero, junto con la gitana, eran dos ideales que irradiaban arte popular, juventud insultante, belleza procaz y la muerte de todo el pueblo; dos mitos revolucionarios. Y con las clases populares había que mostrar atención y cuidado; quizá este fue el motivo por el que la ópera tuvo tan poca éxito en su estreno: arriesgaba demasiado.  

   Carmen representa el triunfo del amor puro que nace y muere, una amor tan libre que está condenado a la muerte porque así lo ordena su propio delirio.  Esta lectura poética del mito, tan exquisitamente  mimada por la mano de Bizet (un verdadero genio escénico), tan carnal y tan mística al mismo tiempo, rompió los moldes que el propio público de la Opéra Comique de París había creado. La transgresión manifiesta de la ópera desbordaba el gusto del burgués de la época, pero por otra parte manifestaba la libertad de su pensamiento, ya devenido discurso político, filosófico y cultural a través de  la consolidación del esqueleto del estado liberal. Un mito esculpido por Merimée en su meritoria novela e inmortalizado por Bizet en su grandioso drama musical; un mito romántico muy de la mitad del siglo XIX que reinventa lecturas de transgresión ya vividas en los procesos revolucionarios franceses –y europeos por extensión-  de este período histórico de consolidación del  estado moderno y sus contradicciones.

   También en Carmen hay mucho de reinvención de lo clásico, de lo grecorromano. Nápoles es una ciudad abollada por los mazazos hercúleos del tiempo, cuya piel ha cicatrizado, y cicatriza, gracias a los cuidados de su propia gente, de la gente del pueblo que trae y lleva en motorinos y carromatos los glóbulos rojos entre sus angostas venas. Nápoles es el sitio de Carmen también, no sólo Sevilla. También Nápoles respira con sus mitos clásicos, y sobrevive manteniendo vivos la memoria de nuestras propias raíces culturales y de pensamiento. Los Campos Flegreos, cuyos humos volcánicos invitan al aferramiento vital porque a través de ellos podemos acceder a los infiernos del Averno, son transportados por esas motos que aparecen en los vídeos de la retransmisión de la RAI-5; y el humo de las cigarreras invita al amor y al deseo embriagador, potente y efímero. Lo erótico, en la flor de deseo que arroja Carmen a su conquistado don José, es la flor de un jardín que puede volar en nuestros sueños de reconstrucción de una casa de Cuma, Herculano o Baia grecorromanas. “Eróticos e iniciático, existen lugares propicios para el amor, naturaleza fecundas y peligrosas, plantas seductoras y aromáticas que pueden propiciarla vida o conducirnos a la muerte.” Carmen Sánchez define con precisión esta erótica en su libro La invención del cuerpo. Arte y erotismo en el mundo clásico, y Nápoles respira ese ambiente, como Sevilla.

   La versión del gran Zubin Mehta fue extraordinaria. El San Carlo permaneció acordonado durante la representación y horas antes de la función del estreno; asistía el Presidente de la Republica italiana y un público quizá poco acostumbrado a escuchar ópera con frecuencia. Demasiados protocolo, gala y fuerzas de seguridad. A pesar de todo, Mehta mantuvo una batuta enérgica y plagada de matices mediterráneos. Las cuerdas de la orquesta del Teatro de San Carlos dejaron momentos de absoluta poesía y el maestro manejó sus propios tempi con decisión y clarividencia de años de experiencia.

   No acompañó la propuesta escénica encargada para esta producción. Daniele Finzi Pasca, dramaturgo y director con una interesante trayectoria vital y profesional, reprodujo tópicos relacionados con Sevilla y el mundo taurino de bastante simpleza. También se transmitía cierta confusión escénica: la luz blanca fluorescente delimitaba fronteras, sin duda una interesante idea que perfilaba los espacios de Carmen en su interacción con el entorno. Pero, si en el primer acto se pudieron hacer lecturas más o menos sugerentes, a partir del segundo estas quedaron prácticamente fuera de todo contenido interpretativo.

Mehta construye una Carmen muy orgánica, que desarrolla los tiempos desde su propio interior dramático. Ello se manifiesta en el manejo de la masa orquestal,  magistralmente esculpida no sólo en torno a Carmencita, sino al resto de los personajes y en toda la acción dramática. No hay más que escuchar la famosa Escena de las cartas del acto III para poder comprender esta batuta sutil del maestro Mehta, siempre al servicio de la inteligencia dramática. Realmente magistral, así como la interpretación de María José Montiel.

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   La mezzosoprano bordó su Carmen. Fue impresionante lo que se pudo ver este día en escena. La voz de la Montiel nos transportó a ese espacio ignoto que es el ámbito del deseo y del erotismo delirante de la protagonista. Su magistral canto sul fiato y una técnica que la cantante maneja como verdadero prodigio fundamentan un arte de compromiso auténtico; su carnalidad tímbrica permanece homogénea en toda la tesitura vocal (Extraordinario el control en la emisión del la sostenido de la Seguidilla y del do sobreagudo del final del acto II), con un registro grave que nos introduce en lo más hermoso profundo de su discurso sonoro… Sin hablar de esos pianos arrebatadores. Montiel fue pura poesía en Nápoles, única en transformar este personaje en una metáfora trágica de su propio destino; una actriz genial que lo da todo en escena y que nos hace llorar. Su visión de Carmencita es la de la pitonisa que sabe de su amor y de su muerte. Esta predestinación que estalla en su alma durante el acto III la convierte en heroína de la virtud, de la generosidad frenética tanto con su personaje como con Georges Bizet y su partitura, el maestro Mehta, el resto del reparto y, cómo no, el público asistente. Sin duda, esta Carmen de Nápoles tan vesubiana fue de ella, como lo fue el acto IV, genial, único, muy de la Montiel, que culminó su gran actuación con innegable nobleza trágica.

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   Brian Jagde fue un don José excelente; si bien en el primer acto mostró quizá una emisión ligeramente opaca en el registro medio y en los graves, a medida que pasaba la representación su inmersión en el papel trascendía en elocuencia vocal y actoral, y ofreció junto con Montiel espasmos artísticos que quedarán para el recuerdo. El final del cuarto acto fue espectacular y desgarrador. Un don José loco de amor y de celos que se enfrenta a la negativa de sus deseos desenfrenados. El asesinato de Carmen formó parte de una culminación vocal y gestual que encarceló a todos los asistentes en un delirio musical sublime. Cuánta carne había en las cuerdas visionarias de Mehta. Fue espectacular su visión profética del fatal desenlace.

   Brillante fue la Micaela de Eleonora Buratto, soprano de una interesante trayectoria, como brillante es su timbre y su emisión vocal. Aunque desde el punto de vista escénico ofreció poco juego actoral (víctima seguramente de una visión escénica del personaje entre lo tímido y lo mojigato, con un feo y gris vestuario). Buratto ha ensanchado su voz y hace de su emisión contundente, quizá un poco oscura para el papel de Micaela; pero estuvo sensacional, sin duda.

   Kostas Smoriginas ofreció un Escamillo que se caracterizó por su fuerza escénica y volumen vocal. En su aria del segundo acto cumplió su oficio con decisión, aunque su emisión nos pareció bastante uniforme y, por tanto, tendente a una homogeneidad no propia de un rol que debe matizar en extremo, como sí hicieron sus compañeros de reparto.

   En los papeles secundarios destacaron sin duda Sandra Pastrana (Frasquita) y Giuseppina Bridelli (Mercedes), muy correctas en el quinteto del segundo acto y la escena de las cartas.

Fotografía: Teatro de San Carlo / L. Romano

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