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Crítica: Martha Argerich y Gabriele Baldocci en el Palacio de la Música Catalana

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Autor: Xavier Borja Bucar
20 de enero de 2018

ETERNA MARTHA

   Por Xavier Borja Bucar | @XaviBorjaBucar
Barcelona. 15-I-2018. Palacio de la Música Catalana. Ibercamera. Martha Argerich y Gabriele Baldocci, pianos. Obras de Franz Liszt, Dmitri Shostakovich, Robert Schumann, Sergei Rachmaninov y Maurice Ravel.

   Lo cierto es que en esta ocasión debo permitirme la licencia de despojarme del neutral atuendo del crítico y arrojarme personalmente sobre el tapete, y aunque, a fin de cuentas, el ejercicio del crítico no puede dejar de incurrir en una apreciación subjetiva, en lo que a mí concierne, pocas veces ese subjetivismo aflorará tan irreprimiblemente como acaso lo haga en las líneas sucesivas.

   El concierto estaba llegando a su fin. Los compases exaltados, precipitados y furibundos se agolpaban uno tras otro en el frenesí decadente de La valse de Ravel. Entretanto, un pensamiento me conmovía: estaba presenciando aquello mismo que, hasta ese momento,había visto innumerables veces, casi con deseo febril, ante la pantalla de un ordenador (a qué negarlo: mi generación va de la mano de Youtube y, en lo que aquí nos ocupa, eso ha sido para nosotros una bendición). Y en casi todas esas incontables ocasiones, un elemento permanecía invariable: Martha Argerich, cuyas manos, en el escenario del Palau de la Música Catalana, veía yo ahora revolverse sobre el teclado, bajo esos cabellos siempre asilvestrados, cuyo origen argentino los años han ido desvelando con la mayor naturalidad. Y es que muchos han sido y son los grandes intérpretes, y entre estos, no pocos son los que encarnan una personalidad inimitable e inconfundible. Sin embargo, menos común es que en alguno de ellos hallemos la realización casi completa de nuestro personal paradigma, y eso es precisamente lo que, con pocas excepciones, me ha venido ocurriendo con Argerich: “así lo hubiera querido tocar yo” o “así lo había imaginado siempre” son la clase de reacciones que por lo común me han generado las interpretaciones de la pianista argentina, en quien se aúnan milagrosamente la diabólica ferocidad de un Horowitz con la precisión de un Michelangeli, aunque obedeciendo siempre a una personalidad propia, inconfundible, subyugante y, en buena medida, también inescrutable.

   Habida cuenta de esta circunstancia, supongo que será mínimamente excusable que mis palabras, como ya he advertido, se vean afectadas de subjetividad o de cierto sentimentalismo al comentar lo que, más allá de un concierto, fue mi primera experiencia en directo con la señora Argerich, el pasado lunes. De todos modos, hecha esta “captatio benevolentiae”, confío en que mi personal sentido del decoro sabrá enderezarme.

   Con un leve retraso sobre la hora estipulada (20:30), lapso necesario para que el público que abarrotaba el Palau de la Música terminara de acomodarse en la sala, salieron al escenario Martha Argerich y el joven pianista italiano Gabriele Baldocci, quien se ha convertido en los últimos tiempos en partenaire habitual de la pianista argentina en las veladas a dos pianos. Ambos presentaron un programa variado, el mismo que hace pocos días ya ofrecieron en Valencia y en Madrid. Un programa preminentemente romántico, a caballo entre el siglo XIX y principios del XX, en el que las obras a dos pianos se alternaron con piezas solistas, y que fue de menos a más en cuantoa densidad conceptual. Así, los dos pianistas abrieron el concierto con las Reminiscencias de Don Juan, S 656 de Franz Liszt, una obra que se encauza en la vertiente virtuosística y pirotécnica con la que recurrentemente se identifica al compositor húngaro y que parafrasea algunos fragmentos del Don Giovanni de Mozart, como la obertura, el dúo Là ci darem la mano –desgranado en brillantes variaciones– o Fin ch’han del vino. Sirvió esta pieza para que Argerich y Baldocci hicieran un fastuoso despliegue de su destreza técnica ante el teclado, así como para comprobar cómo el temperamento del pianista italiano se amolda al de Argerich.

   Sin abandonar a Lizt, Baldocci prosiguió el concierto en solitario con la ejecución de dos nuevas paráfrasis operísticas. Primero, el poco habitual Salve Maria de Jerusalem, S 431, inspirado en I Lombardi alla prima crociata de Verdi, y luego la ya más conocida y exigente transcripción de Isoldes Liebestodt del Tristan und Isolde de Wagner. En ambas piezas, Baldocci exhibió un dominio sin fisuras de las exigencias de las partituras de Liszt, así como un sonido vigoroso capaz de llenar la sala con facilidad. Como el de Argerich, el de Baldocci es un estilo temperamental e impetuoso, una cualidad que en el Salve Maria de Jerusalén se tradujo en una interpretación bella y emotiva, toda vez que fiel a la multitud de matices cromáticos, dinámicos y de textura que ofrece la partitura. No ocurrió lo mismo, sin embargo, con Isoldes Liebestodt, donde el carácter exaltado del pianista italiano acaso hubiera requerido una mayor contención, en la medida en que la creciente intensidad hacia el extático final que caracteriza a la muerte de Isolda se vio alterada por algunos crescendos súbitos excesivos que parecieron innecesarias anticipaciones del clímax definitivo. El puntual abuso de un trazo grueso deslució ligeramente una interpretación que, en términos generales, fue meritoria.

   Tras Liszt, volvió Martha Argerich al escenario para cerrar junto a Baldocci la primera parte del programa con el Concertino para dos pianos en la menor, op. 54 de Dmitri Shostakovich, una obra que se inicia con un pasaje de una gravedad eminentemente romántica, pero al que no tarda en suceder el tema central, lleno de melodías endiabladas y de ascendencia sutilmente popular, en lo que se reconoce de manera evidente la impronta del compositor ruso. Una impronta a la que las personalidades de Argerich y Baldocci se amoldaron absolutamente, dando lugar a una interpretación apasionadamente afilada en la articulación y trepidante de carácter.

   Tras el intermedio, todavía no había tomado su asiento buena parte del público cuando Martha Argerich salió al escenario para reanudar el concierto con su intervención solista. En medio del barullo de la gente que se apresuraba en acomodarse, Argerich inició su interpretación de una obra de la cual ha ofrecido en numerosas ocasiones una versión referencial: las Kinderszenen op. 15 de Schumann. Es conmovedor cómo el arrebato volcánico de la pianista argentina se torna sobriedad y delicadeza para reproducir el monumento a la candidez y sencillez infantil que componen las pequeñas miniaturas de la obra de Schumann. Ahora bien, sobriedad y delicadeza no fueron óbice para que Argerich muestrara su estilo siempre inquieto, ofreciendo –a sus 76 años– una paleta de dinámicas e intensidades de una riqueza insospechable, como pudo advertirse en Hasche-Mann, dondela pianista mostró su prodigiosa articulación incisiva, o en un Wichtige Begebenheit de apabullante vigorosidad sonora, o,por supuesto, en el célebre Träumerei, que lamentablemente fue fusilado por inoportunas toses y estornudos, circunstancia tristemente habitual en muchas salas de concierto y teatros de ópera, en los que el público parece aprovechar paradójicamente los momentos de mayor intimidad musical para, sin el menor pudor, dar rienda suelta a sus convulsiones respiratorias. Al margen de esto, y volviendo a la música, Argerich ofreció una interpretación de las Kinderszenen llena de nervio infantil y jovial, rebosante de vida. Una verdadera lección.

   Tras Schumann, volvieron a reencontrarse Argerich y Baldocci en el escenarioya para terminar juntos el concierto con dos obras más. La primera de ellas fue la Suite para dos pianos nº 1 op. 5, de Sergei Rachmaninov. Pese a tratarse de un trabajo primerizo, un tanto irregular y en el que algunos temas aparecen excesivamente dilatados, la inspiración melódica y la voluptuosidad de la escritura pianística de Rachmaninov ofreció, en manos de Argerich y Baldocci, algunos de los momentos más líricamente bellos de la noche.

   Momentos que fueron un espléndido preámbulo para la gran culminación del concierto con la ya mencionada La valse de Maurice Ravel. Un final que confirmaba, definitivamente, la progresión mantenida durante todo el concierto hacia obras de un carácter cada vez más trascendental. Así llegó la obra de Ravel, que, como es sabido, el compositor francés inicialmente imaginó como un fastuoso homenaje al vals vienés y a su admirado Johann Strauss, pero que, tras el trágico acontecimiento de la Primera Guerra Mundial, convirtió en algo muy distinto. Si la Primera Guerra Mundial supuso el final violento, abrupto y atroz de ese último vestigio del esplendor decimonónico que era el Imperio Austro-húngaro, la obra de Ravel es el retrato de esa muerte en la imagen sonora de un vals desgarrado, hecho jirones, que trata de abrirse paso, decadente y patético, en medio de un mundo que ya no guarda lugar para él en la medida en que se precipita fatalmente hacia la barbarie de la guerra, cuyos cañonazos se traducen en el piano en esos gravísimos y violentos “fortes” súbitos. En este contexto, la obstinación del vals solo puede irremisiblemente devenir en el delirio final.

   Sobre el teclado, en un verdadero tour de force, Argerich y Baldocci dieron vida, con una complicidad absoluta, a esta terrible imagen, en lo que fue un apoteósico colofón del concierto.

   Ambos pianistas cerraron la velada con dos propinas de signo muy distinto. La primera, una atmosférica pieza titulada –como explicó Baldocci– Géminis en homenaje a Martha Argerich (de ese mismo signo) y compuesta por Anthony Phillips, miembro fundador de la banda de rock Genesis. Tras esta pieza, los dos pianistas se despidieron al ritmo contagioso y tropical del tercer movimiento del Scaramouche de Darius Milhaud, y así concluyó un concierto que, si bien no fue rigurosamente antológico, sí permanecerá guardado en un rincón especial de la memoria de quien escribe estas palabras.

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