Por Javier del Olivo
Cuando oímos este título operístico nos viene a la memoria de inmediato al famoso coro Va, pensiero, sull’ali dorate, una de las más famosas páginas de la historia de la Ópera. Un canto que fue adoptado, desde el estreno de la obra, como himno por la libertad y la unidad de Italia. Pero Nabucco nos recuerda también otras muchas cosas. Nos recuerda al joven Verdi hundido tras la muerte de su mujer Margherita y de sus hijos. Al Verdi desanimado por el fracaso de público de su segunda ópera, Un giorno di regno, y pensando en dejar definitivamente la composición (aunque sobre ese punto hay dudas y se cree que exageró a posteriori esta situación). En fin, al Verdi luchando por un triunfo rotundo que le proporcionara el reconocimiento que él deseaba.
El libreto de Nabucco llegó a manos de Verdi por la insistencia del empresario de la Scala, Merelli. Se cuenta la historia que, de vuelta a casa, y con pocas ganas de leerlo, lo lanzó sobre la mesa y se abrió justo en la página del Va, pensiero. Esos versos, copiados casi textualmente de la Biblia, captaron su interés y leyó el libreto varias veces esa misma noche. Y ahí empieza la historia de Nabucco. El libretista era Temístocle Solera (que se inspiró en un “ballet histórico” presentado en la Scala en 1838 y un drama estrenado en París: Nabucodonosor de Anicet-Bougeois y Francis Cornu) y contaba (de una manera claramente muy libre) la historia bíblica de Nabucodonosor y el pueblo judío. Está dividido en cuatro partes: “Jerusalén”, “El impío”, “Las profecías” y “El ídolo destrozado”, y cada una de estas partes comienza con una cita del Antiguo Testamento, concretamente del profeta Jeremías. En el primer acto el pueblo hebreo y el sumo sacerdote del templo, Zacarías, se preparan para la invasión de Nabucodonosor. Volvemos a encontrarnos allí, como tantas veces, un triángulo amoroso formado por el hebreo Ismael, la hija de Nabucco, Fanena (que está como rehén en la capital de Judea), y la hijastra del caudillo asirio, Abigail (que al final se descubrirá que es una esclava). Primero en Jerusalén y luego en Babilonia, donde el pueblo hebreo es llevado tras su derrota, las dos mujeres luchan por el trono y por el amor de Ismael. Nabucco, que en el II acto (recordemos, L’empio) ha sido castigado por Dios con un rayo fulminante después de proclamar Non son piu re, son dio, vuelve en el III reclamando su trono. Abigail hace todo lo posible para conseguir el poder y la eliminación física de los judíos (entre los cuales se encuentra, claro, Ismael que la ha rechazado y su hermanastra Fanena, que se ha convertido al judaísmo). Mientras, los hebreos añoran la patria perdida (Va, pensiero, sull’ali dorate) y Zacarías profetiza la destrucción de Babilonia. Ya en el cuarto acto, Abigail está punto de conseguir la eliminación de los judíos pero al final Nabucco recobra la razón, evita que se les sacrifique, se convierte el mismo al judaísmo y ve como la malvada Abigail se envenena y pide perdón antes de morir.
El estreno tuvo lugar en la Scala el 9 de marzo de 1842 y el éxito fue arrollador, llegando a las 57 representaciones. El público tomó como suyas las cuitas del pueblo judío y aunque otras óperas de Verdi tengan ese impulso revolucionario, de cambio (recordemos I lombardi o Giovanna d’Arco), será Nabucco la que representará, como ninguna, los deseos de que Italia se libre del yugo extranjero y camine hacia la unificación.
Pero también hay crónica del corazón alrededor de esta ópera. El temible, vocalmente, papel de Abigail fue protagonizado por una famosa soprano del momento, Giuseppina Strepponi. No se sabe si fue por las exigencia de éste u otros roles, Strepponi abandonó el canto a los 30 años por la docencia, trasladándose a París. Allí volvió a encontrarse con Verdi y comenzaron una relación que duraría de por vida. Y es que escuchando las intervenciones de Abigail (una de las más interesantes es su aria Anch’io dischiuso un giorno y la posterior cabaleta Salgo già del trono aurato) son palpables las dificultades vocales del papel. También son destacables, además del archiconocido coro de hebreos, la gran escena de Nabucco del IV acto (que incluye Dio di Giuda!) y la muy verdiana aria que canta Zacarias: Tu sul labbro dei veggenti.
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