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Crítica: «Faust» de Gounod inaugura la temporada lírica del Palau de Les Arts de Valencia

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Autor: Álvaro Cabezas
15 de octubre de 2025

Debut operístico en Les Arts de Valencia del director musical Lorenzo Viotti en la inauguración de su temporada de ópera, logrando un mayor éxito que la propia música y la dirección escénica de Johannes Erath

Les Arts Valencia, Gounod, Johannes Erath, Lorenzo Viotti, Iván Ayón-Rivas, Alex Esposito, Ruth Iniesta, Florian Sempey

Viotti, por encima de la música y la escena

Por Álvaro Cabezas 
Valencia, 11-X-2025, Palau de les Arts Reina Sofía. Faust, de Charles Gounod. Johannes Erath, dirección de escena; Heike Scheele, escenografía; Gesine Völlm, vestuario; Fabio Antoci, iluminación; Bibi Abel, video; Iván Ayón-Rivas, Faust; Alex Esposito, Méphistophélès; Ruth Iniesta, Marguerite; Florian Sempey, Valentin; Bryan Sala, Wagner; Ekaterine Buachidze, Siebel; Gemma Coma-Alabert, Marthe; Cor de la Generalitat Valenciana, Orquestra de la Comunitat Valenciana; Lorenzo Viotti, dirección musical.

   El que ha sido debut operístico del maestro Lorenzo Viotti en España se ha saldado con un balance muy positivo, a pesar del hecho de hacerlo con una ópera poco agradecida y que iba acompañada, además, por una escenografía bastante correosa. Probablemente son las circunstancias las que obligan a los que se inician en una carrera tan procelosa como es la de la dirección de orquesta a dirigir obras que no son interesantes. Así lo declaraba recientemente Álvaro Albiach y así parece que le ocurrió a Claudio Abbado cuando el maestro milanés tuvo que dirigir esta obra en 1963 en el Teatro Municipal de Reggio Emilia en los años en que se estaba labrando un nombre en el panorama de la dirección orquestal. Luego, cuando lo tuvo, nunca volvió a dirigirla. ¿Por qué sería? Seguramente porque de todos los intentos musicales por llevar al escenario lírico o a la sala de conciertos la inmortal obra de Goethe, esta sea el fracaso mayor, sobre todo si se compara con las incursiones que sobre ello hicieron Mahler en su 8.ª sinfonía, Berlioz, Boito, Busoni y, sobre todo, Schumann. Efectivamente, pensamos que el libreto de Faust de Gounod no funciona en ningún momento, con la excepción que suponen los momentos álgidos musicales que nos hacen olvidar, temporalmente, que estamos asistiendo a una representación tan tediosa, llena de lugares comunes y excesivamente lenta a la hora de un desarrollo argumental que es, por cierto, sólo la primera parte de la historia escrita por Goethe, hecho que, ya de por sí, deja manca la idea de redención o de justicia divina que preside sus páginas. Esos momentos, definidos como números independientes pueden surtir un importante efecto en una sala de conciertos, como si conformaran una suite que nos ahorrara tantos minutos de melodías intrascendentes y de relleno, de falsos finales, de aturullamientos, de incapacidad expresiva, de falta de inspiración. La música francesa tiene egregios representantes que la han elevado a un nivel estratosférico –Berlioz, Debussy, Ravel, Fauré, Saint-Saëns–, y también a los grandes líricos –Bizet y, sobre todo, Massenet–. Gounod no está entre esas estrellas, aunque su Romeo y Julieta es bastante más salvable que el abordaje que acometió aquí este compositor sobre el mito goethiano, en el que falla estrepitosamente hasta el punto de parodiar el sentido germánico y universal que presagiaba a principios del XIX el de Frankfurt reduciendo un debate de ideas contrarias (la razón y el amor), a una chovinista lógica francesa al style Empire con sus amaneramientos y pretendido humor incomprensible para un público actual no francés. El espectáculo que se vivió en el Palau de les Arts el pasado sábado está muy cerca de esa imagen estereotipada que se asocia con el mundo lírico –el más minoritario de todos los géneros culturales según los datos del Ministerio del ramo–, y que hay que desterrar a toda costa: que la ópera sólo está al alcance de los snobs culturetas o de un público pudiente que desea para sí y vedar para los demás el acceso a una ceremonia facilitadora del disfrute de los sentidos que no entraña el abrazo de un compromiso artístico trascendente que eleve el espíritu o mueva a la reflexión.

Les Arts Valencia, Johannes Erath, Gounod, Lorenzo Viotti, Iván Ayón-Rivas, Alex Esposito, Ruth Iniesta, Florian Sempey

   Además de la música de Gounod la escenografía de Johannes Erath contribuyó a todo ello reflejando sin ideas nuevas cómo es necesario construir un muro que rodee una ópera que contiene ya de por sí un argumento intrincado para que el público no se entere absolutamente de nada y, entre tanto apabullamiento escénico, se olvide de lo que ve y se centre en lo que oye. Recurriendo al cine (siempre el cine), se llamaba la atención del espectador de vez en cuando y de manera chusca, como si se quisiera justificar la partida económica destinada para ello, es decir, intentado siempre restarle atención a la música, con señuelos tales como los rasos de los arlequines, las piruetas de los bailarines estrambóticos, los dobles de los personajes, las camillas vacías, los cálices que se alzan no se sabe si con elixires de amor o con líquidos eucarísticos o venenosos, las fuentes de las que no emana nada, los módulos y plataformas que se mueven, hasta el vapor escénico presentado como novedad y arias con los personajes sentados o tirados en el suelo –no fuesen a mirar al foso o al público y proyectaran mejor la voz–, es decir, una amalgama de sinsentidos cuyo único fin parecía ser el de distorsionar la obra, emborronarla, dispersar la atención del público y hurtarle así la belleza que podría haber ofrecido un paisaje alemán, un jardín, una iglesia o un collado en la noche de Walpurgis. Pero eso hubiera sido bastante sencillo y no justificaría los importantes gastos que conlleva esta coproducción que habrá que amortizar antes que tarde debido a que es ya reliquia caduca de un tiempo que nunca ha existido más que en la imaginación de los que no conocen la historia lírica.

Les Arts Valencia, Johannes Erath, Lorenzo Viotti, Gounod, Iván Ayón-Rivas, Alex Esposito, Ruth Iniesta, Florian Sempey

   Gracias a Dios la Orquesta de la Comunitat Valenciana sigue en una forma magnífica, demostrando que es la mejor de España y manifestando que, aún, es la orquesta forjada por Lorin Maazel y zarandeada con exigencia por Zubin Mehta, que ha puesto una alfombra musical a Plácido Domingo en sus comparecencias en la ciudad del Turia, que se ha curtido junto a las ondinas del Rin o con la cabalgata de las valquirias, que ha ofrecido en el terreno del belcanto un nivel próximo a la del Teatro del Liceu y que se ha tomado en serio esta partitura y ha extraído de ella petróleo. En todo momento el sonido fue ampuloso y rotundo, grueso y lujoso, de volumen alto, de cuerdas empastadas y sedosas, de percusión impactante y con un conjunto de instrumentos de viento de la mayor consideración: las trompas situadas en el lado izquierdo del foso desde el punto de vista del director, y, especialmente, las maderas (oboes, flautas y clarinetes), merecen la más efusiva enhorabuena. Sus momentos estelares fueron la introducción a la primera escena y el ballet, trenzado hasta el paroxismo final.

   Mención aparte merece este director que, a sus treintaicinco años, parece haber escalado ya la más altas cimas de la comprensión del repertorio sinfónico y lírico. Sin embargo, esto no ha ocurrido porque, aunque Lorenzo Viotti ha desarrollado algunas temporadas en Ámsterdam y Lisboa, le falta aún mucho camino por recorrer y muchas metas que superar. Por tanto, ¿cómo lo hace tan bien? Tenemos en su actuación valenciana la garantía cierta de que será capaz de todo. Pienso así por varias razones: el maestro dirigía con la partitura delante, pero no obsesionado con ella –en muchas ocasiones tuvo que adelantar fajos de páginas después de haber dirigido varios minutos sin mirarla–, pendiente de los cantantes, pero, sobre todo, de sus músicos, a los que inspiraba con gestos elocuentes sin ser exagerados, elegantes sin ser amanerados, sugestivos al no utilizar batuta y matizar el sonido con sus manos abiertas, con el arco de sus brazos, preparando el terreno con antelación, animando con seriedad, insistiendo con naturalidad, sin perder la energía ni permitir que decayera la tensión. No sé cuál será su opinión acerca de esta obra, pero él la dirigió con profesionalidad, sometiendo a los cantantes a un gran esfuerzo vocal por el volumen al que hacía subir la orquesta, pero sin recrearse en las melodías más melosas, sin divertirse con nada y no entregándose por entero, sino ejecutando y cumpliendo con creces el encargo que ha supuesto su debut operístico en España. Si ha conseguido estos resultados a pesar de Gounod y de Erath, ¿qué no podrá lograr en este mismo teatro con una producción decente y una música excelsa, por ejemplo con un Rosenkavalier? ¿Qué no podrá conseguir en Madrid con un Eugene Onegin o en Barcelona con alguna incursión wagneriana o verista? Desde luego hay madera y un futuro prometedor en un músico como este, de enorme talento y valentía, que aún no está agotado por el jet lag ni agobiado por los compromisos internacionales. Hay que felicitar, en este punto, a los gestores del Palau de les Arts por traerlo a España y demostrar que puede extraer piedras preciosas en este caladero.

Les Arts Valencia, Johannes Erath, Lorenzo Viotti, Iván Ayón-Rivas, Alex Esposito, Ruth Iniesta, Florian Sempey, Gounod

   A ese triunfo contribuyeron tres cantantes que merecen todos los respetos artísticos, primero por lo largo y exigente de sus papeles, luego por cantar con gusto y, sobre todo, por actuar tan bien en función de la demanda de la regiduría. Comenzando por el Faust de Iván Ayón-Rivas, hay que recordar que su «Salut, demeure chaste et pure» fue uno de los mejores momentos de la noche. El tenor, dotado de un bello y poderoso timbre de voz, acometió la página con seguridad y un punto de emoción que nos heló a todos la sangre. La soprano Ruth Iniesta ofreció una Marguerite convencida de lo que hacía, reivindicativa y que brilló no sólo en la encantadora e icónica aria de las joyas, sino en el concertante final donde su alma se redime por el sacrificio y es elevada al cielo, como hizo ella sobre la orquesta y los demás cantantes en un esfuerzo supremo. Con la actuación de Alex Esposito sólo podemos decir que la ópera debería haberse llamado Méphistophélès porque su presencia maligna presidió las casi cuatro horas que pasamos en el Palau, su oscura voz llenó cada escena, reverberó sobre la decoración de trencadís y convenció por su actuación y cambios de vestuario hasta dar miedo en «Le veau d'or est toujours debout» o en la canción de la Catedral, cuando apareció tocando el órgano vestido de sumo pontífice. En este papel ha estado a la altura, incluso en algunos momentos por encima, de Samuel Ramey en el mismo rol y, con justicia, se llevó la ovación más rotunda de la noche. De justicia es mencionar al Cor de la Generalitat Valenciana, excelso en el himno patriótico de los soldados «Gloire immortelle de nos aïeux!». Con intervenciones como esta nos hizo olvidar los momentos de auténtico aburrimiento que contiene esta partitura.

Fotografías: Arts Fotografía.

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