Cuando ayer por la noche me sorprendió la noticia de la muerte de Chick Corea lo hizo mientras tenía sintonizado, más por inercia que por interés, un debate electoral sobre unos comicios que ni me van ni me vienen. La noticia me sacó del llamado minuto de oro y me amargó el sueño. Pero, qué cosas, ese acontecimiento periodístico, anodino y sin trascendencia para un madrileño treintañero del montón carente de orgullo patrio, seguramente se me quedará grabado de por vida, por los caprichos que tiene el destino, como el primer recuerdo que me asalte de Chick Corea. Y todo porque la noticia me dejó conmocionado, porque me causó una enorme parálisis fruto de una profunda admiración por uno de los mayores músicos del siglo XX (y parte del XXI), pero también a causa del hecho de que su muerte es de esas de las que te golpean más brutalmente por rematadamente insospechadas. No hace ni un año que visitó Madrid tan bromista, jovial y lleno de vida como en todas y cada una de las fotos que se pueden recuperar de él.
Curiosamente, también por esa época –antes no tanto–, Corea me empezó a resultar un personaje casi familiar. YouTube cada tanto (huelga decir que sin permiso) me recomendaba un video nuevo de él presentando los proyectos en los que andaba últimamente. En concreto, fueron varios los videos dedicados a Plays [Concord Jazz, 2020], una relectura en solitario de músicas que simplemente le gustaban, de páginas de Monk, Bill Evans, Jobim, Stevie Wonder o de clásicos –que conocía tan bien o mejor que cualquier pianista de conservatorio– como Domenico Scarlatti o Alexander Scriabin. La literatura del piano clásico tampoco se le escapaba a quien verdaderamente era un músico total.
En sus recurrentes apariciones en YouTube, sentado al piano, siempre en vaqueros, zapatillas, luciendo una eterna sonrisa y contagiando vitalidad, también había espacio para la divulgación, para la explicación de cuestiones técnicas del lenguaje del jazz y para muchas batallitas de un protagonista de la escena musical de los últimos cincuenta años. Una de ellas, que se recoge en su canal personal, precisamente se vivió en Madrid hace menos de un año en su visita al Auditorio Nacional junto a Christian McBride y Brian Blade, posiblemente una de las mejores tardes de música de un 2020 que ha sido un páramo y, desde luego, memorable en toda su amplitud semántica. Durante la primera parte McBride se vio obligado a hacer música –en lo que fue un concierto excepcionalmente intenso y exigente– con un contrabajo al que le faltaba la cuerda correspondiente a la nota la (esto es: ni la más aguda ni la más grave, sino una central, lo que, aunque parezca un dato gratuito, realmente supone una avería exponencialmente más limitante). Quitarle a un contrabajo una de sus (habituales) cuatro cuerdas no es comparable a restarle dos escalas a un piano, o a bajarle un 25% el volumen a una trompeta… un contrabajo de tres cuerdas (dispuestas como las de McBride aquella tarde) significa para el común de los músicos un trozo de madera desahuciado, quizá óptimo para calentar una noche al raso o como perchero para quien tenga la suerte de tener un dormitorio lo suficientemente amplio, pero un trozo de madera inútil para el 90% de los contrabajistas. En el video se ve a Corea completamente fascinado por la proeza de McBride, glosando la anécdota como un chaval impresionado frente a alguien a quien considera su ídolo. Una muestra de su grandeza musical y seguramente personal.
En un año especialmente funesto para el jazz, en el que se han despedido grandes músicos como Wallace Roney, Jimmy Cobb o Gary Peacock, parece que lo que se ha llevado a Corea ha sido un extraño cáncer que lo ha fulminado en poco tiempo. Y ahora como que todo encaja, porque es cierto que hacía tiempo que el algoritmo de YouTube no me notificaba sus videos. Ingenuo de mí, me sentía más listo que el Internet pensando que había logrado sortear sus tretas y conseguido así salvar mi intimidad… Pero parece que no fue así. Los poderosos siempre ganan.
De un obituario cabe esperar un recorrido por las obras maestras del beneficiario. Pero sintetizar la carrera de un músico tan camaleónico –porque la trayectoria musical de Chick Corea podía causar a veces tanta extrañeza como la que generaba la misma enunciación de su nombre de personaje secundario de alguna película de artes marciales– supondría perdernos en un mar de datos, fechas y nombres propios. Para eso están las agencias. No obstante, si tuviera que destacar algo de su biografía musical sería su labor de apóstol del jazz. Su enorme popularidad, la misma que ha generado que la noticia de su muerte aparezca en los titulares de las televisiones nacionales, en gran medida nació de esa condición, de ser capaz de abrir la puerta de un estilo minoritario como el jazz a grandes masas de melómanos procedentes de todos los lugares musicales. Mucho de ello se debe a que el nombre de Chick Corea aparece en la nómina de un estilo musical que nació del encuentro del jazz y de músicas, estas sí mayoritarias, como el rock. Esta historia comenzó con sus colaaboraciones con el cuarto (o quinto, o sexto o séptimo) Miles, a cuyo quinteto se unió a partir de la grabación de Filles de Kilimanjaro [Columbia, 1968] para reemplazar a otro grande del piano y de los aparatos de teclado, Herbie Hancock. Y de ese espíritu nació Return to Forever, la banda con la que definitivamente impulsó su carrera y el medio con el que contribuyó a escribir la historia del jazz fusión, un concepto musical que dominó al menos toda una década pero que llegó para quedarse.
El traje más habitual de Corea fue este, el eléctrico. Pero no el único. El pianista también se enamoró del flamenco de tal manera que su nombre llegó a confundirse entre la escena de los jazzistas y flamencos españoles. Su amor declarado a la música española o hispánica fue tan evidente como para prestarle el nombre a uno de sus últimos proyectos, la Spanish Heart Band. A España también venía asiduamente, era un habitual de las programaciones y de los festivales de jazz de nuestro país. Porque Corea, a todo esto, era incombustible y un personaje legendario y conocido en el mundillo por su adicción al trabajo, o quizá más adecuado, por su adicción a tocar. Puntualmente nos visitaba cada año y no perdía la oportunidad de invitar al escenario cada vez que lo hacía a Paco de Lucía, Jorge Pardo o Niño Josele.
Pero, personalmente, yo me quedo con el Corea que lleva toda la mañana sonando en mi equipo de música, el Corea eminentemente acústico y especialmente en trío, el de Now He Sings, Now He Sobs [Blue Note, 1968], el mismo que firmó semejante obra maestra de la música reciente junto a Roy Haynes y Miroslav Vitouš (¿qué anda haciendo este enorme bajista?). Este Corea acústico fue el primero, y a él (a sí mismo) volvía de tanto en tanto cuando se juntaba con músicos como John Patitucci, Dave Weckl, Eddie Gómez, Paul Motian, Jack DeJohnette, Avishai Cohen o Jeff Ballard. Este Chick Corea acústico también fue uno de los de los últimos. Desde luego, el último al que yo escuché en directo, en Madrid, allá por marzo de 2020, compartiendo escenario con Christian McBride y Brian Blade y protagonizando un concierto imborrable que merece no solo una página propia en la historia musical del Auditorio Nacional, sino también de su anecdotario.
Fotografía: Facebook Chick Corea.
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