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Opinión: «El ocaso del periodismo». Por Juan José Silguero

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Autor: Juan José Silguero
2 de abril de 2023

El ocaso del periodismo, un articulo de opinión firmado por Juan José Silguero

El ocaso del periodismo

Por Juan José Silguero

     El arte tiene esta grandeza particular: no tolera la mentira. Se puede mentir en el amor, en la política, en la medicina, se puede engañar a la gente e incluso a Dios, pero en el arte no se puede mentir.

   A. Chejov

     No a todos les han sacado los ojos. Hay quien se complace en cerrarlos.

   M. Gorki

   En principio todo son inconvenientes. Aquellos a los que creías caer bien de pronto desaparecen, revelándote que sus convicciones eran mucho más poderosas que su aprecio; los que no te conocen dedicarán el poco tiempo que tengan a dar salida a su bien macerado depósito de odio, ya sea a través de sus redes sociales o de sus WhatsApp, los únicos medios que tienen a su alcance, los pobres; mientras que del dinero que ello te reporta, casi mejor ni hablamos.

   Decía Nietzsche que «los prejuicios son enemigos de la verdad más poderosos que las mentiras». En efecto, el común de los mortales preferirá ser engañado abiertamente que moverse un centímetro de una opinión consolidada. Esta supuesta elección ni siquiera tiene por qué estar relacionada con la evidencia, ni con la lógica, sino con la casual simpatía de cada uno hacia un tema determinado. Y la explicación es sencilla: es más agradable vivir convencidos que vivir dudando. Además, lo contrario supone ser señalado como persona de escaso carácter, un «veleta»; y a nadie le gusta parecer de poco fiar. También supone admitir errores... y a nadie le gusta parecer imbécil. Por lo tanto, aquel que se atreve a cuestionar los inamovibles principios de cada uno –ya no digamos a ponerlo por escrito– es un denodado enemigo al que hay que aplastar cuanto antes.

   Su nombre es periodista, y le da enteramente igual ofender a todos esos ignorantes.

   El periodista de verdad, de hecho, el vocacional, no tiene el menor interés en convencer a nadie ni en demostrar nada. Eso lo deja para la ciencia y sus irrefutables teorías. Como cualquier artista, vive seguro de que no existe nada tan poco fiable como lo irrefutable. Así, es posible contemplarle defendiendo apasionadamente una idea, solo para «demostrar» todo lo contrario en su siguiente artículo. Su aspiración es más ambiciosa, más osada y mucho menos coherente que la del científico: apelar a nuestras conciencias. Contar la verdad –su verdad–, y, quizás, con algo de suerte, hacer vibrar las cuerdas de algún otro buscador despistado. Su función, en suma, es la de hacer dudar, y por eso resulta todavía más útil cuando se discrepa con él. Apartar a sus lectores, aunque sea provisionalmente, de sus más arraigadas creencias, removerlos un rato en sus asientos, conmoverlos –nada perturba tanto como la emoción– y seguir dudando de todo nada más concluir su artículo.

   Y es que existe un motor invisible que impulsa a algunas personas a hacer de su interminable búsqueda un fin en sí mismo, un modo de vida. Para estas personas, saltar a la piscina es mucho más importante que alcanzar el agua. Su ideal, de hecho, es estar siempre en el aire. Muchos eligen una vida de tranquilas certezas. El periodista necesita desenterrar todo y contemplarlo a la luz del día. Es un inconsciente y un iluminado a la vez, esto es, un niño, y su pasión consiste en desmontar sus juguetes para ver lo que tienen dentro. Parece como si les andase buscando el alma.

   Lo que busca, en realidad, es su verdad.

   Dadle una tarea rutinaria y se revelará como un incompetente. Dadle un ideal, y os hará una Eneida. Es un tipo que necesita buscar, no necesariamente encontrar. Eso lo deja para sus lectores.

   Pues bien, su utilidad comienza a desaparecer. La voz del periodista es y siempre ha sido la voz intelectualizada del pueblo, su portavoz más importante, sus derechos y su conciencia; una suerte de juez popular que podía derrocar al político más pintado. Pero los medios se han infantilizado, y ya no se atreven a hacer nada sin el permiso de los padres, unos padres que, a su vez, no tienen el menor interés en que el hijo se independice, sino todo lo contrario.

   Sin su referente ilustrado, el pueblo se pierde. Y ese es el barbecho del que se nutren los grandes dictadores, como todo el mundo sabe: el de la ignorancia.

   Porque eso es lo peor de todo, que todo el mundo lo sabe.

   Ahora que todo está monitorizado –también las horas de sueño y los pasos dados durante el día, los programas que uno ve en la supuesta intimidad de su hogar o las páginas que visita–; ahora que los medios son más sofisticados que nunca, y que todo el mundo tiene acceso a unos hechos demostrables, incuestionables, un tipo que se dedica a poner todo en duda no tiene demasiada cabida. El valor de la hemeroteca también ha desaparecido, y ya ni siquiera es tan importante que un vídeo o una imagen muestre una mentira flagrante. Si el político de turno no lo reconoce sencillamente no es verdad, y es señalado como una artimaña más de su contrincante o de los medios que lo apoyan; e incluso aquel que contemple la mentira con sus propios ojos seguirá negando el asunto. La precisión del medio ha dado lugar a algo inimaginable: ya no es preciso demostrar nada. Todo puede haber sido manipulado, adulterado. Peor aún: demostrar algo ya no sirve de nada.

   Es el sueño de cualquier político.

   Por si fuera poco, cada votante dispone de ese altavoz a pilas que son las redes sociales, y todos ellos, tomándose ridículamente en serio –como si los leyese alguien más que los cuatro gatos que los amparan–, viven convencidos de que la idiotez que pongan en su estado de WhatsApp tiene muchísimo peso, y que incluso es capaz de influir sobre los demás de un modo determinante. De este modo, cada cual se vacía remando con denuedo hacia un lado mientras su antagonista se dedica a hacer exactamente lo mismo hacia el lado contrario. Entretanto, el barco permanece inmóvil sobre aguas estancadas.

   El objetivo de odiarnos entre nosotros es el de debilitarnos, por supuesto. Es una estrategia antigua en realidad, «divide y vencerás», pero sigue siendo tan eficaz como lo ha sido siempre; un arma letal y silenciosa cuya acción se incrementa de forma exponencial a medida que transcurre el tiempo. No requiere de imágenes ni de pruebas a día de hoy, y para encender su mecha basta con lanzar un titular a Twitter. Sustituid la cultura por el entretenimiento, el libro por la maquinita, y la idea se anquilosará. La ignorancia, cargada de odio, ennegrece nuestra pasta moral humana, y desemboca en obcecación. A su vez, la distracción perpetua desdibuja los contornos que sea preciso ocultar en cada caso. Y nada distrae tanto como el móvil.

   Todo lo grande es lento, necesariamente, pues se sustenta de la profundidad de la que emergen las ideas. Pero las ideas ahora tienen 280 caracteres. Todo se ha simplificado cuidadosamente, lo que ha dado lugar al origen de los tiempos informativos: solo es verdad lo que se dice que es verdad. Más aún: solo existe lo que se dice que existe.

   El resto son artimañas de los rivales.

   El político actual ha hecho de esa ignorancia voluntaria su mayor fortaleza. Censurar es útil; hacer que se autocensuren, es supremo. Demostrar algo tiene fuerza; pero lograr que te crean aún sabiendo que mientes... es incomparable. El lavado de cerebro colectivo, el más ambicioso plan urdido por político alguno se ha completado, y ya no hay quien lo detenga. Solo el periodista podría hacerlo, pero ya nadie lo lee, ya nadie tiene tiempo. Andan demasiado ocupados recluidos voluntariamente en sus redes sociales. Y, cuando lo tienen, se dedican a remar con fuerza, difundiendo así, como las ondas en el agua, los eslóganes precisos. La masa ha vuelto a ser analfabeta («quien no quiere leer –decía Twain– no se diferencia de quien no sabe leer»), y, mientras los proles se enzarzan eternamente en luchas internas inofensivas, el partido redacta leyes, elimina derechos y orienta cuidadosamente el flujo de odio en la dirección adecuada. El periodista honesto es arrinconado y el corrupto promovido, y todos acatan de buen grado, felices, de hecho, de pertenecer a la generación que más libertad ha tenido.

   1984 ha llegado.

   Han ganado.

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