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Crítica: Pablo Rus Broseta y Vilde Frang con la Sinfónica de Castilla y León

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Autor: Agustín Achúcarro
6 de diciembre de 2023

Crítica del concierto de Pablo Rus Broseta y Vilde Frang con la Sinfónica de Castilla y León

Pablo Rus Broseta y Vilde Frang con la Sinfónica de Castilla y León

En recuerdo de la actriz Concha Velasco

Por Agustín Achúcarro
Valladolid. 2-XII- 2023. Auditorio de Valladolid, Sala Sinfónica Jesús López Cobos. Orquesta Sinfónica de Castilla y León. Bocetos húngaros, Sz 97 de Kodály, Concierto para violín nº2, Sz 112 de Bartók, Concierto rumano de Ligeti y Danzas de Galanta de Kodály. Solista: Vilde Frang, violín. Director: Pablo Rus Broseta.

   Con la Orquesta Sinfónica de Castilla y León, ya sobre el escenario, se anunció que el concierto se dedicaba a la memoria de la actriz vallisoletana Concha Velasco, fallecida el mismo día del concierto, a lo que el público respondió con un largo aplauso.

   Un programa basado en la música popular húngara, por compositores húngaros, desde perspectivas bien diferentes, en las que cada obra tuvo su relevancia. El director Pablo Rus se encargó de trasladar una sensación de transparencia orquestal, que proporcionaba una personalidad muy marcada a cada obra. 

   Tuvo algo especial la interpretación del Concierto para violín nº2 de Bartók. Sí, es una partitura redonda, maravillosa, que deja entrever la atmósfera de desarraigo que sufría el autor ante el avance del nacismo. Pero además de todo eso, estaba Vilde Frang y un director capaz de comprender lo que iba a realizar el violín solista. Frang llevó la obra más allá de ese umbral indefinible, en el que la capacidad técnica queda sobrepasada por algo imposible de referir con palabras. Porque la violinista consiguió, en particular en el primer movimiento, que el violín parecía dejar de ser un instrumento para convertirse en el sujeto que mandaba mensajes e interpelaba, sin intermediaciones, ya fuera de manera distante, directa, melodiosa o agria. No era solamente el evidente sonido admirable, materializado en una técnica formidable, en las dobles cuerdas, en lo robusto del centro-grave poblado de armónicos. Y al tiempo que esto ocurría la música se hacía próxima y al instante mantenía una distancia, ya había avisado el director de esta cualidad de la intérprete. Todo había empezado cuando el arpa dio la señal rítmica de comienzo. Después, en los dos siguientes movimientos, el violín, menos trascendente, más corpóreo, no dejó de mantenerse espléndido. En el segundo movimiento sus variaciones expusieron una deliciosa y sutil melodía, plagada de color, para unirse o reforzarse con lo violonchelos y contrabajos, tras antes haber dejado que surgiera el sonido del violín, el arpa, la celesta, destacarse las trompas… Los cambios bruscos de ritmo, la exigencia en la expresión y la técnica marcaron el devenir del concierto en el tiempo conclusivo.  A todo esto, el director y la orquesta matizaban las diferencias de los colores, llamando la atención algo ya referido como fue la entrega absoluta y la sensación de distanciamiento.

   Antes, interpretaron los Bocetos húngaros del propio Bartók, que sonaron precisos, explotando la tímbrica de los antiguos cantos magiares, en una suerte de especial fraseo y transparencia.

   El Concierto rumano de Ligeti, ya en la segunda parte, comenzó con una expresiva cuerda, en armonía modal. El Allegro vivace, de sabor popular, destiló energía, sonó sugestiva la idea del Adagio, y se impuso cierto vértigo en el movimiento final. Debajo de la apariencia se percibía la original manera de tratar la obra del compositor, que busca efectos diferentes en cada momento, partiendo del sonido de las bandas de la zona de Transilvania. Y ahí estuvieron, flauta, oboe, violín solista, las trompas, una cercana, la otra en la lejanía, el piccolo, el corno inglés, para constatar lo comentado. Un acto deslumbrante de rítmica al que Pablo Rus supo dar una sensación viva, en la que el dominio de lo rítmico parecía un ejercicio de pura improvisación, hasta ese final contagioso de vida.      

   Para terminar, las Danzas de Galanta de Kodály. Una vez más el director puso equilibrio y una articulación clara, en este caso basada en los cambios de colores, con unas melodías y un tratamiento rítmico de danza, sugerentes desde el inicio con las cuerdas, el énfasis de los chelos, la fuerza de la trompa, la exposición del clarinete. Fue memorable la labor que ejerció el clarinetista Ángel Belda, con un repertorio sonoro muy variado, aflautado, melodioso, equilibrado en toda la tesitura, rotundo, ágil, delicado... Estuvo muy bien apoyado por el otro clarinete Julio Perpiñá, y por el resto de maderas. Una vez más resonó lo popular, rememorando la banda de gitanos, que Kodály escuchó en su niñez en Galanta, concluyendo con esta obra un programa original, en cierta forma diferente, muy bien llevado por orquesta y director. 

Fotos: OSCyL

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