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Crítica: Estreno de «Hacia la luz», de José María Sánchez-Verdú, por la OCNE y Miguel Harth-Bedoya

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Autor: Paco Yáñez
17 de febrero de 2022

El duodécimo programa de la Orquesta y Coro Nacionales de España, en su temporada 2021-2022, estrenó la partitura de José María Sánchez-Verdú Hacia la luz, en el contexto de un diálogo entre el compositor andaluz y Felix Mendelssohn marcado por sus viajes espirituales y musicales, así como por el encuentro entre tiempos y culturas

«Hacia la luz» de José María Sánchez-Verdú

Tres formas de viaje musical

Por Paco Yáñez
Madrid, 12-II-2022, Auditorio Nacional de Música. Ryoko Aoki, voz Nō. Ruth Iniesta, soprano. Coro de la Comunidad de Madrid. Coro RTVE. Coral de Cámara de Pamplona. Orquesta y Coro Nacionales de España. Director: Miguel Harth-Bedoya. Obras de José María Sánchez-Verdú y Felix Mendelssohn.

   El duodécimo programa del Ciclo Sinfónico de la Orquesta y Coro Nacionales de España nos propuso, en el segundo fin de semana de febrero, tres formas de viaje musical que han comprendido no sólo la dimensión espacial más evidente del mismo, sino un viaje por el tiempo, recorriendo la literatura, la filosofía y la religión como formas de iniciación y conocimiento. Para ello se han reunido partituras de dos compositores que, aunque a priori nos podrían parecer alejados entre sí, comparten no sólo esa pasión por el viaje, sino su amor por la música antigua y una voracidad lectora que hace de sus respectivas obras una constante invitación a trascender los confines estrechos y cerrados de lo localista, para abrirse al tiempo y al espacio como fértil vivencia del yo construido en/con el todo: alfaguara más que evidente de dos creadores cosmopolitas de tan vasta como exquisita cultura.

   Al primero de estos tres viajes iniciáticos y musicales fuimos invitados por el compositor andaluz José María Sánchez-Verdú (Algeciras, 1968), de quien la ONE estrenaba por tercera vez una de sus partituras, tras Maqbara (2000) y Elogio del horizonte (2005-07); de la segunda de las cuales disponemos de una estupenda grabación con la propia ONE, registrada en junio de 2007 y publicada por el sello Kairos (0012782KAI): una interpretación que tuvo como director a la misma batuta que hoy comandaba este nuevo estreno en Madrid, el peruano Miguel Harth-Bedoya

   Encargo de la OCNE, Hacia la luz (... ἐς φάος ...) (2019-20) es, como las anteriores partituras, una obra con solista (a la que llegaremos al final de la parte dedicada a este estreno) y orquesta, a los que se suma un importante efectivo coral que, inicialmente, era mayor (pues la partitura comprende ochenta voces graves masculinas), si bien la pandemia ha obligado no sólo a una reducción del mismo (en torno a sesenta voces en el estreno madrileño), sino a espacializar a los cantantes en las tribunas tras la orquesta y a ambos lados del órgano, algo que, si bien resta potencia y unidad al coro masculino, crea una estratificación y unas reverberaciones que no dejan de adquirir sentido en la dramaturgia de Hacia la luz, como «viaje al éter o al inframundo», nos informan las notas de la propia orquesta. A dichos efectivos hemos de sumar un pequeño coro femenino de tres sopranos y cuatro contraltos; a su vez, espacializadas en la parte superior del anfiteatro lateral par del Auditorio Nacional: un coro que cantó tanto asomado a la balconada como en el interior de dicho anfiteatro, creando dos tipos de reverberación, pues, como es habitual en la creación de José María Sánchez-Verdú, la música es, al mismo tiempo, espacio y color: arquitectura acústica que construye la topología y los rumores del tiempo, como en Hacia la luz el caso ha sido.

«Hacia la luz» de José María Sánchez-Verdú

   Ambos coros tienen una función protagónica en Hacia la luz (dentro de los muchos ejes y planos que articulan la obra y su espacio musical), pues las voces masculinas encarnan a Parménides de Elea; mientras que las femeninas, a las Hijas del Sol, dentro de una dramaturgia que tiene al filósofo presocrático como centro y vértice de un viaje «mágico, ritual y filosófico» –afirma Sánchez-Verdú– hacia la verdad: aquí convertida en esa luz que da título a la obra (aunque tantas veces la luz, como forma de verdad, sea, tanto en la música como en el arte o en la filosofía, oscura y negra, como en las últimas pinturas de Goya, en las cuadraturas de Malévich, o en los densos resplandores de Pierre Soulages).

   Como nos indica Stefano Russomanno en sus notas al programa, ese camino hacia la verdad es descrito por Parménides en sus hexámetros «como una experiencia mística y personal, un viaje cognitivo repleto de imágenes grandiosas y esotéricas: a bordo de un carruaje arrastrado por corceles y escoltado por las Hijas del Sol, el filósofo cruza las Puertas del día y de la noche para ir al encuentro de una enigmática Diosa. El elemento sonoro juega asimismo un papel relevante, pues Parménides recalca el carácter "chirriante" de las ruedas del carruaje y hace hincapié en el ruido provocado por la apertura de las puertas». Partiendo de este marco –y, de nuevo, según Russomanno–, Hacia la luz se estructura en tres partes ininterrumpidas que reproducen las tres estaciones de este viaje iniciático; sucesivamente: el viaje del carro; la llegada y el traspaso de las Puertas del día y de la noche; y la llegada al camino real, con el encuentro con la Diosa.

   Para este gran viaje místico y musical, José María Sánchez-Verdú ha creado una partitura de un altísimo refinamiento y complejidad, en la que cohabitan técnicas extendidas y lenguaje armónico con el objetivo de remedar tanto lo más simbólico del Poema de Parménides como lo más abstracto; de ahí, que proliferen las texturas rugosas y los elementos de carácter naturalista que, sin tener un sentido estrictamente programático, sí nos van señalando los pasos en el camino del filósofo presocrático y las estaciones que recorre en su ascesis mística. Volviendo a la pintura, podríamos pensar en un gran lienzo de Antoni Tàpies, con sus espacios terrosos y mediterráneos (en Hacia la luz los colores ocre, negro y blanco tienen una gran importancia: unidos a sus correspondencias armónicas, como es habitual en la percepción sinestésica de Sánchez-Verdú), que aportan ese sustrato rugoso y abstracto, mientras que, surgiendo entre dichas texturas, símbolos de una gran carga cultural nos ubican en unas coordenadas precisas, tanto históricas como espaciales.

   Los primeros compases de Hacia la luz nos introducen de lleno en el lenguaje de José María Sánchez-Verdú, uno de los compositores europeos cuya estética es más inmediatamente reconocible (logro mayor de cualquier creador), con una masa de sonoridades graves densamente asentada en el magma de unas cuerdas desde las que sobresalen instrumentos como el clarinete contrabajo, el contrafagot, o el saxofón bajo: un saxofón que aporta algunos de los compases más virulentos, dando voz a los relinchos de los caballos, con un Andrés Gomis realmente acongojante: pleno de tensión y expresividad, además de con un dominio del lenguaje del compositor algecireño que ya en 2011 lo hizo acreedor a estrenar, como solista, el concierto para saxofón, auraphon y orquesta Elogio del tránsito (2010-11).

   Junto con Andrés Gomis, otro músico que destaca con una gran personalidad sobre ese mar de cuerdas atacadas en tremolados, sul ponticello y roce tanto de puente en perpendicular con el arco como del cordal, es Juanjo Guillem en los timbales (cómo se nota la trayectoria de los músicos vinculados al repertorio actual dentro de una orquesta, y qué importante es ir incorporando estos perfiles a las formaciones españolas). Guillem ataca sus timbales con fusta (ligeramente preparada), lo que convoca ecos del espoleo de los caballos, tan violento y polimórfico, pues al batir contra las membranas, los aros y las cajas de resonancia se crean diferentes timbres y texturas; algunas de ellas, poderosamente metálicas. Aunque –según me confirmó tras el concierto el propio Sánchez-Verdú– estas partes de fusta y timbales están completamente determinadas en la partitura, la indómita lectura que de ellas ha realizado Juanjo Guillem me ha recordado al mítico solo de caja que Alfred Dukes despliega en la Quinta sinfonía (1920-22) de Carl Nielsen dirigida por Jascha Horenstein en 1969 para el sello Unicorn-Kanchana (UKCD 2023), teniendo, por tanto, Guillem uno de los puntos álgidos del estreno y uno de los muchos encuentros que en Hacia la luz se dan entre lo racional y lo irracional, entre el hombre y la bestia, con el filósofo arrastrado por los corceles desbocados tras su castigo por parte del percusionista de la ONE (aquí, al mismo tiempo, el propio filósofo, pues es éste quien guía a los «hábiles caballos»). Además de esta cohabitación, la parte de percusión, tan importante en esta partitura, convoca ecos explícitos de lo arcaico, haciendo más tangible el mundo griego y sus ceremoniales. La presencia de hasta cuatro zumbadores en la sección de percusión es otro buen ejemplo, pues además de remedar el sonido del viento, éstos tienen una función armónica estructural, al estar afinados y engarzarse entre las texturas más abstractas y las presencias naturalistas y simbólicas, con el rumor del aire hecho música.

   Otro instrumentista que tiene una presencia muy señalada en el desarrollo de Hacia la luz es el primer contrabajista de la ONE, Rodrigo Moro; especialmente, a nivel rítmico, pues con sus pizzicati en la zona central de la obra marca un paso que es verdadero cortejo y ceremonial, arrastrando con él a la orquesta y poniendo de relieve la siempre acusada direccionalidad en la obra de José María Sánchez-Verdú; aquí, tan pertinente por la propia naturaleza del Poema y su invitación al movimiento, al avance. Ese pizzicato tiene, asimismo, algo de latido, de pulso cardíaco que se suma a otras fisiologías musicales distribuidas por el gran organismo de la orquesta, marcando las técnicas extendidas en las cuerdas y en el órgano otra forma de palpitación y temblor físico: la respiración del filósofo en su viaje hacia la divinidad, con puntos álgidos en la inspiración en el registro agudo de los segundos violines y de las violas.

   Además de saxofón, timbales y contrabajo, hay que destacar a un cuarto instrumento que tiene un perfil propio, aunque de dos formas muy diferentes: el órgano de Daniel Oyarzabal. Su instrumento es tanto textura rugosa como eje de verticalidad que distribuye en torno a él al conjunto de la orquesta, en sus pasajes más aguerridos y articulados en teclado. Es, por ello, que el órgano será, sucesivamente, respiración y éxtasis, contundencia y temblor, alcanzando notas en un registro tan agudo, que se encuentran en el límite de lo audible, pero que —como afirmaba Andréi Tarkovski con respecto a cada una de las flores en el rodaje de Stalker (1979)—, aunque no sean nítidamente individualizables y perceptibles entre semejante plétora orquestal, tienen una función estructural y construyen significados. Con un uso muy refinado e inteligente de los registros (el dominio del órgano por parte de José María Sánchez-Verdú es de sobra conocido, comprendiendo tanto obras exclusivas para este instrumento como su uso dentro de la orquesta), Daniel Oyarzabal se convierte en el medio idóneo para amalgamar las sonoridades y los timbres de las diferentes familias instrumentales, firmando una participación tan sutil y estructural, en lo más textural, como asertiva y monumental, en sus compases con mayor realce solista (en un nuevo ejemplo de músico que domina a la perfección el lenguaje del compositor andaluz, pues en su día Oyarzabal estrenó la organística LÍMINA [2013], en la Catedral de León).

«Haia la luz» de José María Sánchez-Verdú

   Como estamos comprobando, nos encontramos ante una obra que integra gran cantidad de capas e instrumentos con una personalidad propia, así como dramatúrgicamente señalada, si bien prima en todo momento la unidad a lo largo de los 27 minutos que dura la obra. Esas presencias instrumentales tan realzadas aportan matices tímbricos y rítmicos en una partitura plagada de temporalidades que van corriendo en paralelo buscando puntos de sincronía, como muestra de los distintos tiempos que viven el filósofo-poeta, las Hijas del Sol y los dioses. Los coros, por tomar un ejemplo, manifiestan esos tipos y estratos de (in)temporalidades, con un pulso más uniforme en el masculino, que avanza firme cual cortejo, arrastrando una dicción muy articulada, que Sánchez-Verdú ha trabajado de primera mano con uno de los mayores helenistas de España, Alberto Bernabé. Además de la adecuación en la pronunciación del griego antiguo, convertido, este mismo idioma, en patrón rítmico para la prosodia del coro (y, por extensión, de la obra, mostrando, como afirmaba otro escritor con el que José María Sánchez-Verdú ha trabajado, Antonio Gamoneda, que el poema en esencia es, legítimamente, música), en los pilares de la concepción que de Parménides y de la Grecia clásica tiene el compositor andaluz hay que señalar al filósofo británico Peter Kingsley (cuyo trabajo se encuentra traducido al castellano en la editorial Atalanta).

   Frente a un coro masculino más lento y ceremonial, así como más pesado, grave y estable, el septeto femenino se muestra más ágil y huidizo, cual Hijas del Sol que son, con un trabajo del portamento y de las inflexiones microtonales que hace de sus voces una sustancia de reminiscencias electrónicas (aunque no exista tratamiento electroacústico de las mismas). Estos dos estratos y naturalezas corales entran en diálogo y se interrelacionan de un modo muy bello en el final de la segunda parte de la obra, antes de la entrada de la voz solista, evocando la bella polifonía renacentista española de la que Sánchez-Verdú es un legítimo e inequívoco heredero, como también lo es del Renacimiento italiano, ya de lo propiamente coral, ya de su reinvención en el aparato instrumental a través de la obra de Luigi Nono y su concepto del suono mobile, del que tanto ha bebido Verdú. En Hacia la luz, los metales y las maderas, con su prolija red de aire sin tono, multifónicos, flatterzunge y armónicos, evocan no sólo ese mundo antiguo filtrado por lo noniano, sino que crean una red polifónica con las propias voces que es puro movimiento, con momentos de una exultante belleza al traspasar las Puertas del día y la noche.

   Llegados a este punto en el viaje de Parménides, los mismos vientos y metales, unidos a las cuerdas en técnicas extendidas, crean un subyugante paisaje textural, muy particular y acústicamente enrarecido para que haga aparición la solista vocal femenina, que entra en escena en la tercera parte de la obra, como Diosa, ataviada con ropajes nipones y portando ecos en su voz del teatro Nō: voz ya empleada por José María Sánchez-Verdú en las tres escenas que conforman Fremdes Wasser / Far Water (2018), dúo estrenado en Tokio por Ryoko Aoki y la violinista ibicenca Lina Tur Bonet. Precisamente, fue Ryoko Aoki quien dio voz a la Diosa en Hacia la luz, prolongando su inserción del teatro Nō en la música actual europea, algo de lo que son un magnífico ejemplo las partituras por ella estrenadas no sólo del propio Sánchez-Verdú, sino de Péter Eötvös, Federico Gardella, o Valerio Sannicandro.

   La aparición final de Aoki suma, por tanto, nuevos ecos y otras referencias históricas, geográficas y culturales, a pesar de que su canto es, como el del coro, en griego antiguo (pues sigue el texto de Parménides), surgiendo en un marco de luz blanca que apuntalan las cuerdas en sul ponticello, cual si la Diosa se hiciese presente desde otra dimensión más-allá-de-lo-real (a pesar de que en la antigua Grecia los dioses fuesen presencias más físicas y cotidianas que esas mayestáticas solemnidades que, en la distancia, impondría posteriormente el cristianismo). La Diosa, por otra parte, se convierte (como antes lo había hecho el órgano) en eje de color, ritmo y estructuras armónicas de la masa orquestal, pues su canto crea el propio espacio, así como la construcción métrica desde su prosodia (aunque nos pueda parecer sorprendente, tras el concierto nos confirmaba Aoki que no era ésta la primera vez que cantaba en griego antiguo).

Ruth Iniesta en «Hacia la luz» de José María Sánchez-Verdú

   La de Aoki en Hacia la luz es una voz ligeramente amplificada, algo que, además de hacerla más audible, contribuye a enrarecer su timbre, lo que resulta dramatúrgicamente muy interesante, pues parece elevarla a un estrato suspendido en el que la Diosa se desdobla entre las resonancias de lo que nos llega de un modo directo, acústico, y lo que percibimos desde los altavoces: sutil desdoblamiento que nos habla de la amplitud y de la intemporalidad de dicha Diosa. Además, la poética contención que es inherente al teatro Nō, tan concentrada e implosiva, le confiere otra capa de extrañamiento para lo que es nuestra mirada occidental, impeliéndonos a abrir la escucha para alquitarar un conocimiento humanista amplio, ético y comprensivo: quizás esa verdad y esa luz a las que aspiran no sólo José María Sánchez-Verdú, sino un Parménides que –como sostiene Stefano Russomanno– ya en sus textos mostraba ese anhelo de fusionar lo oriental con lo occidental.

   Con un canto que parece levitar en suspensión, por medio de sutilísimas modulaciones microtonales que hacen ascender y descender los registros vocales de Ryoko Aoki, su voz es llevada a los extremos del estilo Nō, con cesuras y quiebros que acompañan a la persuasión del texto poético, cual convocando voces antitéticas que (con)funden lo divino y lo humano: encuentros en la laguna de Mnemosine que convierten a la orquesta en una sonoridad líquida. Esa sensualidad vocal-orquestal conduce a una progresiva humanización de la deidad, con un portamento final que abisma su voz a lo oscuro, llevándola al registro del hombre: al de un Parménides que finalmente habrá encontrado lo que de divino se hallaba en sí mismo, recobrando la calma y ubicado en un espacio de serenidad y sabiduría (que el coro rubrica, asimismo, fundiéndose armónicamente con la Diosa en esa final identificación de humanidad y divinidad).

   Ahora bien, no es este proceso de encuentro y síntesis algo maniqueo ni puramente apolíneo, y es por ello que en ese ejercicio de trascendencia e integración tenía que aparecer, necesariamente, lo más atávico y visceral: en los compases finales, personificado por el indómito saxofón de Andrés Gomis, tan telúrico y violento, con unas figuraciones que enfatiza el parlato a través de fonéticos proyectados a la embocadura del instrumento: puro brío, tierra y energía; presencia de lo animal en lo humano, pues, como el Poema de Parménides reza, la consecución de una sabia plenitud se logra «a través de todo». Ese todo que es Hacia la luz (... ἐς φάος ...) concluye en los timbales de Juanjo Guillem, pero ya no con la fusta, sino con sus manos: dos palmeos que sucesivamente ponen al hombre en contacto con la materia física y musical, rubricando este gran viaje iniciático hacia la luz conducidos por una orquesta y unos coros que diría han estado muy notables en este estreno, con la única salvedad de un concertino, Gjorgi Dimchevski, al que se le veía totalmente fuera de repertorio en esta primera parte del concierto: figura de cartón piedra que, más que liderar a la orquesta, parecía a remolque de la misma, algo que nos hace preguntarnos qué criterios se siguen para la contratación de concertinos y, en general, de músicos invitados para según qué programas, pues Dimchevski muestra una nula afinidad, comprensión y empatía con esta música. 

   Más allá de este lunar, el público valoró muy positivamente tanto la partitura de José María Sánchez-Verdú como el gran trabajo de solista, coros, director y orquesta, con una ovación realmente destacable (al menos, en los conciertos a los que asistí, los días 12 y 13 de febrero). Con un éxito de este calibre, y afianzándose entre las partituras de José María Sánchez-Verdú que una mejor recepción han tenido, volvemos a no encontrar motivos para la escasa cantidad de estrenos que de nuestros mejores compositores (y de las grandes figuras internacionales) ofrecen las orquestas españolas cada año; así como tenemos que llamar la atención sobre la importancia de que estas partituras, posteriormente, sean programadas de nuevo en próximas temporadas, para así afianzarse en el repertorio, algo que no es flor de un estreno, sino un ampliar la tradición con los frutos más logrados de los sucesivos presentes. De no ser así, más que hacia la luz, las orquestas de nuestro Estado seguirán avanzando hacia las tinieblas.

«Hacia la luz» de José María Sánchez-Verdú

   El guía en nuestra segunda singladura musical fue Felix Mendelssohn (Hamburgo, 1809 - Leipzig, 1847), hombre de vida desgraciadamente breve, pero bien aprovechada, incluyendo los muchos viajes que nutrieron algunas de sus sinfonías, así como oberturas y páginas orquestales como la que la ONE nos ofreció tras el descanso: la goethiana y meridional Meeresstille und glückliche Fahrt opus 27 (1828). El adagio con el que arranca esta partitura marcó un gran contraste con los ecos que aún resonaban en nuestra memoria del estreno previo, desarrollándolo Harth-Bedoya con languidez y serenidad, en una extática contemplación del mar Mediterráneo. Frente a este comienzo de respiración tan suspendida, tras la aparición de la flauta en su tema principal (que remeda la entrada del viento y el fin del mar en calma que da título a la primera parte de la partitura) el director limeño cambió totalmente el ambiente, insuflando un impulso netamente beethoveniano a la ONE, con especial énfasis en timbales y metal: muy firmes, enérgicos y compactos. Retomando la serenidad inicial y la brillante escritura polifónica de las cuerdas (tan propia de Mendelssohn y su refinado clasicismo), los compases finales suponen, como sucedía en Hacia la luz, otra forma de reencuentro y trayectoria circular, evidenciando Miguel Harth-Bedoya y la ONE que todo viaje es, de algún modo, una forma de retorno.

   Cerró el programa Der 42. Psalm „Wie der Hirsch schreit“ opus 42 (1837, rev. 1838), nueva partitura del siempre elegante Felix Mendelssohn, que contó esta noche como solista con la soprano zaragozana Ruth Iniesta, acompañada por la Orquesta y el Coro Nacionales de España. Por cómo atacó Harth-Bedoya el primer Coro, estamos ante un nuevo tipo de viaje, pero que no deja de tender puentes con el que había abierto el concierto, pues aquí avanzamos hacia la luz desde dentro de la propia luz, subidos a la espiritualidad del texto bíblico y en una nueva calma que se ve cruzada por imágenes de la naturaleza (como Parménides lo había hecho) en busca de los atisbos que en ella resplandecen de la divinidad; aunque, por descontado, Mendelssohn es un compositor más clásico y lírico que lo antes mostrado por el más poliédrico y rugoso Sánchez-Verdú, pues en Der 42. Psalm el alma, frente a lo expuesto en el Poema del filósofo presocrático, parece partir en su viaje al encuentro de Dios ya rigurosamente purificada.

   Como había ocurrido en Hacia la luz, la gran separación entre los miembros del coro, desplegado en las mismas tribunas que en la partitura de Sánchez-Verdú (excepto el septeto de sopranos y contraltos), propició una transparencia muy curiosa, con una resonancia suspendida y espiritual. En parte, por ello Ruth Iniesta ha cobrado un mayor relieve y protagonismo; en especial, en sus partes con coro femenino, cuya aparición resonó cuasi espectral, como procedente del más allá. Tras unos muy bellos aria y recitativo, el segundo Coro ganó en masividad y potencia, con un acompañamiento de metales cuya espacialización ha tenido algo del concepto bachiano de los coros litúrgicos que tanto estudió el propio Mendelssohn, como gran redescubridor del Kantor de Leipzig que fue en el siglo XIX. 

   Mientras, el Quinteto marcó otro acusado y sugerente contraste; con un cuarteto vocal masculino en cuyos pasajes a cappella resuenan no sólo el Mozart masónico —como apunta Stefano Russomanno—, sino los coros estudiantiles alemanes y cierta nostalgia de Mendelssohn por sus años de juventud, aunque este Salmo 42 fuera compuesto en un momento especialmente dulce de su vida. El contraste, en este Quinteto, del cuarteto de tenores y bajos, por un lado, y de la soprano con la orquesta (en nuevos dejes bachianos), por el otro, nos vuelve a proponer la convivencia, aquí más escindida, de lo humano y lo divino, marcando esa separación entre ambas realidades que, como antes señalamos, resulta más acusada en el credo cristiano (al menos, entendido bíblicamente) que en la mitología griega.

   Así, y con una nueva notabilidad a todos los niveles en solista, coro y orquesta, fuimos llevados al Coro final, muy asertivo y firme, con mayor garra e impulso romántico, bien asentado rítmica y dinámicamente en los timbales, así como empastado armónicamente por un órgano de nuevo muy sutil, apenas sugerido: sustentación cromática y tejido que nos lanza a esa fuga final que de nuevo se eleva hacia la luz: divinidad en la divinidad, y otra forma de contemplación de la verdad (para aquellos que tengan fe). 

   De este modo, y con muy buenas sensaciones a nivel interpretativo, que se suman a lo verdaderamente sustantivo de este programa: el estreno de la estupenda y llamada a formar parte del repertorio Hacia la luz (pese a sus tan particulares exigencias en cuanto a orgánico vocal e instrumental), concluyó un concierto muy aplaudido por el privilegiado público que en Madrid disfruta de esta orquesta y coro con la mayor asiduidad de España. En estos tiempos, en los que se propone cierta descentralización que potencie la articulación del territorio estatal, reubicando algunas de sus instituciones, ya que con los viajes a vueltas hoy hemos estado, no sería mala idea que la Orquesta y el Coro Nacionales de España viajasen, precisamente, algo más por un país que así sentiría como suya a una plantilla capaz de ofrecernos veladas de tan grato recuerdo como lo ha sido y lo será este concierto del que hoy les hemos dado cuenta.

Fotos: Facebook OCNE

   

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