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Crítica: Patricia Kopatchinskaja, Jakub Hrusa y la Sinfónica de Bamberg, en Ibermúsica

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Autor: Raúl Chamorro Mena
25 de enero de 2023

Crítica del concierto protagonizado por Patricia Kopatchinskaja, Jakub Hrusa y la Sinfónica de Bamberg, en el ciclo de Ibermúsica

Patricia Kopatchinskaja, Jakub Hrusa y la Sinfónica de Bamberg, en el ciclo de Ibermúsica

Una artista singular

Por Raúl Chamorro Mena
Madrid, 24-I-2023. Auditorio Nacional. Ciclo Ibermúsica. Obertura Leonora III, op. 72A (Ludwig van Beethoven). Concierto para violín y orquesta (Igor Stravisnky), Patricia Kopatchinskaja, violín. Sinfonía núm. 8, op. 88 (Antonín Dvorák). Bamberger Symphoniker. Director: Jakub Hrusa.

   El primer concierto de 2023 del ciclo Ibermúsica convocó a la orquesta Sinfónica de Bamberg, agrupación fundada en 1946 y que tiene como origen la Orquesta Filarmónica alemana de Praga, fruto de las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial y la expulsión de los músicos alemanes de Checoslovaquia al final de la conflagración. Esta orquesta constituye tradicionalmente la base, enriquecida, claro, con músicos de otras procedencias, de la que ocupa en verano el foso en el Festival de Bayreuth.

   Mucho le costó a Beethoven encontrar la obertura definitiva para su única ópera Fidelio, aunque de la obra existen diversas versiones, la primera –estrenada en Viena en 1805- con el título de Leonore. De las cuatro oberturas compuestas, la segunda –que se denomina a pesar de ello Leonora III- ha tenido una trayectoria propia e importante en las salas de concierto, sin perjuicio de que muchos directores de orquesta la introduzcan en las representaciones de Fidelio entre las dos escenas del segundo acto. La magistral pieza de honda impronta dramática, soberbia construcción y plena de contrastes disfrutó de una notable interpretación por parte de la Sinfónica de Bamberg con su director titular Jakub Hrusa al frente. Sonido aquilatado y compacto en un discurso orquestal bien organizado, que resaltó los acentuados contrastes de la composición, con una gama dinámica que llevó a la orquesta en un determinado pasaje a un susurro, e incluyendo la adecuada expresión del tono heroico general y la catarsis de júbilo de la coda conclusiva. 

Jakub Hrusa

   No deja de resultar curioso que Igor Stravinsky se negara en un primer momento a componer un concierto para violín por considerar que no conocía suficientemente el instrumento y que, por otro lado, proscribiera el elemento virtuosístico, toda vez que el concierto estrenado en 1931 por su destinatario Samuel Dushkin exige una técnica violinística de altísimo nivel, la propia de un virtuoso. 

   La moldava Patricia Kopatchinskaja, artista de gran personalidad, no posee ni los medios, ni la belleza, sedosidad y homogeneidad del sonido que se asocian con los grandes conciertos románticos para violín, pero estamos ante un sonido peculiar, muy personal y apropiado para el repertorio de siglo XX y música contemporánea, particularmente también, para las sonoridades algunas veces ásperas y aguerridas de la escritura de Stravinsky, también presentes en este concierto perteneciente a su período neoclásico.

   Como es habitual en ella, la violinista moldava, descalza, hizo su entrada con el instrumento y la partitura en todo lo alto. Desde el primer acorde, que se repite en el comienzo de los cuatro movimientos, pudo apreciarse la intensidad, garra y energía del violín, flamígero, de la Kopatchinskaja, que sin descuidar el elemento cantabile, presente en los dos movimientos centrales, Aria I y Aria II, brilló especialmente en la escritura violinística incisiva, cortante y angulosa de los movimientos extremos, Toccata y Capriccio, además de desplegar toda una exhibición de técnica –fabulosa la temible sucesión de variados golpes de arco que exige la pieza-, variedad ejecutiva, carisma y poder comunicativo. El último movimiento, un incandescente dúo entre solista y el primer violín de la orquesta sirve de homenaje al concierto para dos violines de Bach, favorito de Stravinsky. En el mismo, la violinista moldava puso de relieve una mezcla de destreza técnica, vibrante energía –acompañada de una expresiva gestualidad- y brío volcánico manteniendo en todo momento la tensión dramática de toda la composición, sin olvidar el tono mordaz tan propio de Stravinsky. Una artista, por tanto, la Kopatchinskaja, singular, intensa e imaginativa, con gran personalidad y ojo, factura musical, como demostró en la propina. A través de un miembro de la orquesta que ejerció de traductor, la Kopatchinskaja explicó, que Stravinsky no escribió cadencia alguna para el concierto por no agradarle el desbordamiento virtuosístico, pero que ella había compuesto una intentado no excederse en tal aspecto. A continuación, la interpretó de manera soberbia con colaboración del concertino de la orquesta Ilian Garnetz. Una prueba más de su talento, creatividad y fondo musical, pues la cadenza es magnífica, brillante y totalmente coherente musicalmente con la composición. La dirección de Hrusa fue clara, bien compenetrada con la propuesta de la solista y con una impecable prestación de los instrumentistas ante la exigente escritura orquestal, si bien a la batuta le faltó un punto más de incandescencia y voltaje.

   A pesar de lo dicho, he de subrayar que encontré a un Jakob Hrusa más caluroso que en anteriores comparecencias en el ciclo y así lo demostró, después de haber ofrecido en el mismo la séptima y la novena, en la octava sinfonía de su compatriota Antonìn Dvorak, obra en la que brilla especialmente la presencia del folklore bohemio y que ocupó la segunda parte del concierto. Hrusa y la estupenda, aunque no excelsa, orquesta expusieron con brillantez el primer movimiento, con apropiada articulación y dinámicas. La danza del tercer movimiento resultó genuina, elegante y con adecuado impulso rítmico. Bien cantada la bella melodía de los violonchelos en el cuarto, para culminar en apropiado contraste, con un final vigoroso y vibrante, que provocó las ovaciones del público.  

   Una versión, en definitiva, no especialmente inspirada si se quiere por parte de Hrusa, pero construida con clarividencia, bien tocada por la orquesta, con tempi coherentes, expuesta con brillantez y claridad y un buen acabado. Hrusa y la Bamberger Symphonker ofrecieron una propina, el primer vals de los Valses op. 54 de Antonín Dvorák.

Fotos: Rafa Martín / Ibermúsica

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