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Crítica: Philippe Herreweghe y la Orquesta de los Campos Elíseos en el Maestranza de Sevilla

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Autor: Álvaro Cabezas
27 de octubre de 2025

Crítica de Álvaro Cabezas del concierto de Philippe Herreweghe y la Orquesta de los Campos Elíseos en el Teatro de la Maestranza de Sevilla

Philippe Herreweghe

Historicismo moderado

Por Álvaro Cabezas
Sevilla, Teatro de la Maestranza. 20-10-2025. Philippe Herreweghe, dirección; Orchestre des Champs-Élysées. Programa: Sinfonía nº 6 en fa mayor, op. 68 "Pastoral" de Ludwig van Beethoven; y Sinfonía nº 5 en do menor, op. 67 de Ludwig van Beethoven.

   Dentro del ciclo Gran Selección del Teatro de la Maestranza, su director general Javier Menéndez lleva las últimas temporadas sorprendiendo a los melómanos sevillanos con la visita de importantes formaciones sinfónicas y de clásicos y pujantes maestros de la dirección. En esta ocasión llegaba al coliseo sevillano la Orchestre des Champs-Élysées pilotada por su fundador y director Philippe Herreweghe, un veterano del podio que había venido antes a este escenario desplegando su sabiduría en el repertorio barroco:  la Pasión según San Juan en 2015 y la Pasión según San Mateo en 2017, ambas con su Collegium Vocale Gent y en el marco de la programación del FeMÀS. Ahora venía con Beethoven, recreando (al menos en parte), el propio programa en el que se estrenaron estas obras el 22 de diciembre de 1808 en el Theater an der Wien dentro de una maratón musical que pretendía la beneficencia navideña y que incluyó también la preciosa aria "Ah!, perfido", algunos movimientos de la Missa Solemnis, el concierto para piano nº 4 con el compositor al teclado y la Fantasía coral. Quizá no fue el mejor estreno posible para las dos sinfonías beethovenianas que nos trajo Herreweghe, pero sí fue un acierto disponerlas así y no acompañarlas de nada más en su gira por Francia, Italia y España. Frecuentemente se caía en el error, dentro de un ciclo sinfónico dedicado al compositor, de combinar estas sinfonías buscando conexiones y determinados (a veces rocambolescos), efectos nada aconsejables. En ese sentido a Claudio Abbado le gustaba cerrar los programas en los que incluía la Sexta sinfonía con esa obra, otras veces disponerla con la Cuarta y aún otras con los conciertos para piano nº 3 o nº 5. Con la Quinta solía completar el programa con alguna pieza de Britten o el concierto para piano de Schumann. En sus últimos tiempos incluso con los Vier letzte Lieder de Richard Strauss. Otra presentación recurrente para la, tantas veces llamada, Sinfonía del destino, es echarle por delante la Inacabada de Schubert, buscando el contraste entre la placidez y el paroxismo.

   Así lo hacían Celibidache o Ozawa. A Karajan le gustaba combinar estas dos piezas y con el orden aquí presentado, aunque a veces puso delante la Sexta y luego la Quinta, pero de Sibelius. En cualquier caso, el cartel de la orquesta francesa y el director belga era muy atractivo, tanto como para llegar a los tres cuartos del aforo del teatro un lunes de octubre. Se sabe que en Sevilla abundan los aficionados a la música antigua, que es una ciudad inclinada al disfrute de las formas historicistas y, también, muy novelera. Basten estas premisas para comprender cómo fuera de la sala unos aficionados estaban preguntándose cómo sonaría Beethoven con instrumentos originales, si estos estaban adornados o si los músicos tocarían de pie como hacen los conjuntos más puristas a la hora de ejecutar las versiones más radicales. También con estas cuestiones previas se pone de manifiesto que a este tipo de concierto asiste una parte del público no habitual, que aplaude entre movimientos y que se muestra muy excitado ante todo lo que ve y, sobre todo, oye.

Philippe Herreweghe

   No sé si quedaron decepcionados los que habían comprado sus entradas movidos por estos prejuicios, porque ni los músicos de la formación parisina hicieron nada extraordinario en cuanto a disposición, movimientos o toques extravagantes, ni el maestro se esforzó demasiado por llevar, corporalmente, la música al respetable con gestos acompasados. Ni siquiera el sonido fue completamente historicista o, si lo fue, lo fue parcialmente. El conjunto aparecía sobre el escenario muy recogido y compacto y por ello y por su calidad, la emisión fue empastada y elegante, pero no siempre controlada por un director que hacía gestos mínimos que, seguro, eran suficientes para unos músicos que lo conocen demasiado bien. Aunque no pudimos comprobarlo por nuestra ubicación, tal y como hacía otro gran director historicista (el gran Harnoncourt), es posible que Herreweghe dirigiese preferentemente con los ojos. La prueba de que más que de un concierto extraordinario e inolvidable, se trató de una clase de música (en cuanto a discurso e interpretación), la ofreció el propio maestro saliendo al escenario con las partituras en la mano y, tras terminar el concierto y mientras el público salía, volviendo al escenario a recogerlas, como si se fueran un talismán que llevaba bajo el brazo, que él hubiese utilizado para cumplir fielmente su papel de transcriptor sonoro con rigurosidad y quisiera devolverlo al cofre del que lo extrajo. Eso provocó el aplauso histérico de parte del público que abandonaba la sala, precisamente lo que no había ocurrido durante el concierto, porque, más que emoción, allí había habido interés y respeto.

   Novedades se ofrecieron pocas: Herreweghe no quiso hacer una lectura radical de esas grandes obras de Beethoven (como Harnoncourt o Kuijken), tampoco fue petulante como tantos historicistas ahora (Minkowski, Antonini), sino que estuvo más cerca del historicismo moderado inglés a lo Sir Neville Marriner. Se hicieron todas las repeticiones, se ofreció un bello sonido trazando arcos entre secciones y envolviéndolo todo para corresponder las distintas partes y secciones unas con otras, hubo (como siempre), algún fallo humano en relación con la afinación, poco vibrato y tempi algo aligerados, pero sin pasarse. Estuvo más conseguida la Sexta sinfonía que su predecesora. En la Pastoral, el maestro dibujó con naturalidad y precisión las distintas escenas campestres destacando especialmente el segundo movimiento, casi bailable, como la reunión de campesinos, pocas veces tocada con más gracia rústica. La tormenta no asustó a nadie porque Herreweghe no puso el acento en las baquetas duras o en los metales, sino en el trabajo de las maderas. El final fue de ensueño, pero rápidamente se olvidó con el primer movimiento de la Quinta sinfonía. Muy contundente pero controlando y aligerando el papel y protagonismo de los solistas (excesivamente corto y poco lucida la intervención del oboe en solitario), pasó de puntillas por el segundo y tercer movimiento, aunque la transición hacia el triunfal final fue toda una revelación y una lección de buen gusto.     

Foto: Guillermo Mendo

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