Artículo de opinión de Aurelio M. Seco sobre la versión de Kirill Petrenko del tercer movimiento de la Segunda sinfonía de Rajmáninov
Hacer feo lo bonito
Por Aurelio M. Seco | @AurelioSeco
Quien piense que los directores y las orquestas más famosas son quienes siempre obtienen los mejores y más preciosos resultados artísticos se equivoca. Se nos viene a la mente ahora el genial Carlo Maria Gulini cuando afirmaba sentirse más reconfortado al trabajar con orquestas de jóvenes que con las ya consagradas. Los momentos artísticos más importantes, sublimes, sustantivos, no siempre caen del lado de lo más conocido. Muchas veces lo más valioso se encuentra en la voz de un niño, la de un desconocido pianista o la de una orquesta sinfónica que, sin contarse entre las mejores mediáticamente, tiene un director de verdadero talento que hace que poner en sonido las partituras tenga sentido. Nos falta institucionalizar criterios para valorar el campo de la música. Decimos que éste es mejor que aquel, pero a la hora de explicar claramente las razones nos falla el habla.
La dificultad estriba en explicar conceptos tan borrosos como el de «belleza» o «fealdad». ¿Qué es lo bonito y lo feo aparte del gusto personal? Pero no es, ni puede ser, el «gusto personal», lo único que soporte el valor artístico, aunque sea ésta la Idea más extendida e institucionalizada en el presente. El gusto, que es subjetual y depende de cada individuo, tiene como consecuencia que Rosalía pueda ser la Mozart de nuestro tiempo, que Chopin pueda ser considerado menos valioso que Ludovico Einaudi, que la música de Maluma se ecualice con la de Brahms y que no haya diferencia entre la mal llamada «música clásica» (si hablamos de una sinfonia de Mahler o Brahms) y la mal conceptualizada «música popular» (si nos referimos a una canción de Bad Bunny). Estas son las consecuencias de la Idea de gusto, y «esto es bueno porque a mí me gusta», y «esto es malo porque no me gusta», y así está nuestra sociedad, gustándose en un retruécano infinitamente confuso. Gustavo Bueno sustituyó todo esto por la valiosa Idea de sustantividad, que entre otras cosas sustenta este escrito.
Pero en el fondo de las cosas debe haber sin duda un sentido, si no unívoco, sí verdadero que, o ponga en solfa a dicha «gustosidad» o que la dote de cierta consistencia. En alguna ocasión hemos dicho que los tiempos lentos de las diferentes instituciones musicales, una sonata para piano, una sinfonía, una balada heavy..., tienen que ver con la tristeza, con la melancolía, con la muerte, con el amor, con el desamor; en fin, de alguna forma con el dolor. No significa esto que no se pueda encontrar esperanza en la tristeza y en el desamor, luz en la melancolia, un poco de ánimo tras la muerte del ser más querido. Pero los tiempos lentos, la lentitud en música, apunta al dolor de las cosas. Y si no, ¿a qué apunta? Esta perspectiva no es solidaria del relativismo ni de la libertad artística. No todo tiene sentido en los campos artísticos. Quizás por ello, algunas aportaciones de músicos, haciendo rápidas obras marcadas por los compositores con palabras lentas (adagio, largo, lento) y materialidad que refleja lentitud, no han terminado de funcionar salvo si las entendemos desde la excentricidad de gusto o frialdad de espíritu.
Pero estamos hoy en la época del triunfo del relativismo y del formalismo, de la excentricidad sublime y de una frialdad ética polar. Todo vale y no hay criterio o, más bien, el criterio es superficial y el de uno mismo porque, ¿por qué no va a ser tan válido mi criterio como el suyo en cuestiones artísticas? De esta convicción institucionalizada salen respuestas políticas y gestoras equivocadas, que producen que artistas mediocres se pongan al frente de importantes instituciones, confundiendo con su trabajo al espectador, que toma lo feo por bonito y, lo bonito, por lo feo. Y el triunfo del formalismo ha sido total. Parece que ya sólo importa y existe lo que se toca y se ve. Las cosas solo valen si están escritas y, si no, no existen para este Mundo reductor que concibe la materia únicamente para videntes.
¿Y qué sucede con las cosas preciosas? Que lo son para unos y, para otros, no; subjetivismo que se cae de bruces ante la Idea de «elección». Hay que mojarse con los criterios de las cosas preciosas y optar con valentía por unos más que por otros. Depende de en qué queramos convertirnos como especie. Hay que rellenar la Idea de «amor» con determinadas sustancias para que tenga sentido y se aleje de la mitología vacua, y apostar por una Idea de «dolor» y por otra de «lealtad», aunque muchas veces resulten minoritarias. Así, la Idea de dolor expreasada por David Óistraj haciendo la preciosa Introducción y rondó caprichoso de Saint-Saens, un dolor estoico y resignado, claro y distinto, un dolor mil veces más emotivo, potente y profundo que el más obvio, casi exhibicionista, que observamos institucionalizado en otros violinistas, demasiados del presente. Un dolor, el del siglo XXI, con frecuencia relativizado y postizo, un dolor tan doloroso que en ocasiones parece gustosa impostura.
Así, ¿se puede hacer rápido el tiempo lento y más doloroso y precioso de la historia? Nosotros querríamos encontrar a quien pudiese dotar de sentido a tal cosa. Cuando Rajmáninov escribió Adagio en el tercer tiempo de su Segunda sinfonía, ¿qué querría decirnos? Cuando Evgeny Svetlanov hizo la más importante y lenta versión del fragmento, cuidando cada nota como si fuera el testimonio más valioso del mundo, acaso no entendió mejor que nadie el misterio que ofrece esta partitura? ¿No debe ser él, como lo es, un sustento artístico para el Mundo de la música? Pero es difícil hablar lento sin aburrir.
No es sólo la falta de lentitud lo que nos perturba de la versión del fragmento que acaba de hacer público la Filarmónica de Berlín y Kirill Petrenko, una de las mejores orquestas del mundo, uno de los más importantes directores del circuito internacional. En su forma tan segura de dirigir este Adagio, Petrenko nos dice a Rajmáninov, no de forma sencilla sino vulgar, matizando las palabras con la brillantez locuaz de algunos los mejores músicos de orquesta que existen. ¿Pero acaso esta partitura no es el testamento musical más doloroso y valioso que nadie haya escrito? ¿O qué otra cosa debe ser esta música preciosa, sublime? Ni siquiera estamos ante una versión puramente formalista, porque no se respeta el Adagio escrito por el autor. ¿Quizás para alejarse a propósito y con palabtras propias de lo dicho por Svetlanov? ¿Quizás para aligerar, diferenciándose con seguridad con esta idea (ya lo hizo, con mejores resultados, en partituras como la Obertura de Los maestros cantores de Núremberg), de lo que realmente es pesado? Estamos ante una versión representativa del caos subjetivista que nos oprime, una versión que además sienta cátedra en el presente al, de alguna forma, canonizar lo oído por su importancia institucional. Una versión que reduce el dolor del Mundo a un tempo normal de normalidad, las Ideas musicales a la interpretación autogórica brillante de la partitura. Una versión que nos dice la cosa más silenciosa aligerada, quizás prestándole demasiada atención. ¿Se puede decir «Lo siento» o «te quiero» de cualquier forma, o acomodándose la voz en un timbre bonito pero sin mostrar un ápice de la verdad que oculta la palabra, sin ser el lo siento y te quiero espiritualmente verdaderos? Kirill Petrenko se nos muestra en su versión como el vecino amable y confiable que vive y calcula en un país de fábula, como fuera de cierta realidad material, como un hombre de su tempo.
¿Qué puede querer decirnos Kirill Petrenko cuando aparece de esa forma la voz del clarinete? ¿Qué pregunta, qué cosa nos dice el Hombre a través de dicha aparición aligerada irrelevante? Lo que sea sin llamar demasiado la atención, sin mostrarse excesivamente, sin molestar a la mayoría o, más bien, molestando a una pesada minoría, como poniendo sonido a un lujoso baile cultural intrascendente. Por lo menos, la versión de Vasily Petrenko tiene, a nuestro juicio, la humildad de engarzarse en la línea de sustantividad de Svetlanov, lo que la hace más valiosa, emotiva y, por ello, mejor.
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