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Crítica: Ramón Tebar dirige 'Don Carlo' de Verdi en el Palau de les Arts de Valencia

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Autor: Raúl Chamorro Mena
12 de noviembre de 2017

VERDI, DON CARLO, PLÁCIDO DOMINGO..., PATRIMONIO DE LA HUMANIDAD

   Por Raúl Chamorro Mena
Valencia. 9-XII-2017. Palau de Les Arts Reina Sofía. Don Carlo (Giuseppe Verdi) versión en cuatro actos en italiano. Andrea Carè (Don Carlo), María José Siri (Elisabetta di Valois), Violeta Urmana (Princesa de Eboli), Plácido Domingo (Rodrigo, Marqués de Posa), Alexander Vinogradov (Rey Felipe II), Marco Spotti (El gran inquisidor), Rubén Amoretti (Un fraile), Karen Gardeazabal (Tebaldi), Olga Zharikova (Una voz del cielo). Coro de la Generalitat Valencia. Orquesta de la Comunitat Valenciana. Director musical: Ramón Tébar. Dirección de escena y escenografía: Marco Arturo Marelli.

   Resulta realmente fascinante y no deja de producir admiración, la manera que un Giuseppe Verdi ya maduro, en plena cumbre como “hombre de teatro” –así le gustaba autodenominarse-,  figura fundamental del Risorgimento y hondamente imbuido por el concepto liberal-romántico de la política, de ese furor por el parlamentarismo propio del siglo XIX (de hecho, él fue diputado del primer parlamento italiano), trata de lleno en Don Carlo el ejercicio del poder absoluto, el más severo autoritarismo en connivencia con la religión intolerante y cerril, la razón de Estado que termina imponiéndose y destruye la felicidad de los protagonistas. Se basa para ello en el texto de Schiller, pero se separa del mismo –uno de los principales instrumentos de la “leyenda negra” contra la monarquía española de Felipe II- con esa intuición teatral única que poseía y compone también un retrato inigualable de la soledad e infelicidad del que ejerce el poder absoluto, con un personaje tan memorable y grandioso, tan aparentemente intratable e invulnerable como realmente patético y digno de compasión, cual es el del mencionado monarca que ejercía su autoridad sobre un Imperio en el que jamás se ponía el Sol.

   Volvía este monumento verdiano al Palau de Les Arts de Valencia después de la interpretación, discutible, pero con momentos geniales, que ofreció Lorin Maazel en 2007 y, al igual que en aquella ocasión, con la versión en cuatro actos en italiano (Milán, 1884), “más concisa y con más nervio” en palabras de Verdi.

   Escribía el ilustre musicólogo italiano y experto verdiano Massimo Mila, que el personaje de Rodrigo, Marqués de Posa con su desprendida nobleza y generosidad en el sacrificio no era creíble en el universo de esta ópera. Pues bien, en esta ocasión, interpretado por el eterno e incombustible Plácido Domingo, que fue un gran Don Carlo en su día, asistimos a una visión distinta del papel por parte de quien continúa labrando su mito y ese milagro que suponen sus 77 años que cumplirá en enero y más de medio silgo sobre las tablas. En este caso tenemos un Posa de pelo gris, experto, avezado, que morigera el ímpetu juvenil del infante. Un Rodrigo más calculador e intrigante, pero manteniendo esa nobleza y sentido del sacrificio, esenciales en este personaje. En lo vocal y como se pudo comprobar en el último Macbeth del Teatro Real, Domingo vive el enésimo renacimiento, ya que con el lógico desgaste y pérdida de brillo y pujanza, el timbre aún suena íntegro y su belleza reconocible. Incluso se mostró con más aire de lo habitual en su etapa baritonal, completando de una sola respiración largas frases como “Per me giunto è il dì supremo”. Efectivamente, no suena a barítono con lo que no concurre la diferenciación tímbrica con el tenor, querida por el compositor, pero poco importa si nos ofrece sonidos (tenoriles, porque siempre será un tenor) de gran belleza y calidad (algo de lo que no estamos sobrados hoy día), por no hablar de los acentos, prácticamente el único del elenco que demostró ser realmente incisivo en ese apartado, además de dominar el lenguaje verdiano y todo ello con su personalidad y generosa entrega de siempre. Por su parte, Andrea Caré en el papel titular del infante, mostró timbre muy grato y técnica limitada, algo desgraciadamente habitual hoy día. Pasaje sin solucionar, lo que tiene como consecuencia sonidos apretados y sin expansión en la zona alta, además de escasez de matices y fraseo monótono, escasamente incisivo.

   Violeta Urmana con el agudo ya muy deteriorado, lo que le hace padecer en un papel como Eboli de tesitura más cercana a la “seconda donna” que a la mezzo neta, demostró conservar la morbidez y riqueza de su centro, así como sus dotes de vocalista. Su “O don fatale” resuelto con más arrestos de lo que en ella es habitual, logró una gran ovación del público. La entrada de Elisabetta justo al terminar la cadenza de la segunda estrofa de la canzone del velo no permitió que terminara la misma, algo que confieso no haber escuchado nunca ni en las muchas representaciones en vivo presenciadas, ni en ninguna grabación. De todos modos, es probable y más teniendo en cuenta el rigor musical de Ramón Tebar, que sea una solución adoptada por Verdi en alguna de las múltiples versiones existentes de la ópera.

   No se puede negar la entrega y solidez musical de la soprano uruguaya María José Siri, pero su timbre carece de especial belleza y singularidad. Asimismo, su organización vocal adolece de un grave inexistente y un agudo extremo abierto e hiriente, donde el sonido no termina de girar, siendo la franja centro-primer agudo la de mayor calidad. Tampoco la soprano fue capaz de redondear ni un solo filado de factura completando una muy discreta “Non pianger mia compagna”. Mucho más entonada en el último acto, su fraseo hasta el momento compuesto, pero falto de variedad y de aristas, ganó en vibración y acentos en la grandiosa aria “Tu che la vanità”. El bajo Alexander Vinogradov -con más sonoridad y extensión que verdadera densidad y rotundidad- exhibió una articulación extraña del italiano, además de mostrarse más bien plano de acentos y falto de carisma en un papel tan emblemático como Filippo II, pero su canto legato fue estimable en la gran aria “Ella giammai m’amó”, una de las grandes escenas de la historia de la ópera (magnífico el chelo en la introducción), y sus abundantes decibelios llenaron el teatro superando la orquesta en todo momento y sin problema alguno. Insuficiente, de timbre gris y falto de anchura, espesor y presencia sonora el inquisidor de Marco Spotti en un personaje que debe contrastar por mayor rotundidad, volumen y entidad en el grave respecto al Monarca. Bien delineado y suficientemente sonoro el Fraile de Rubén Amoretti, siempre impecable profesional.  Aplicada, asimismo, Karen Gardeazabal (del centro de perfeccionamiento “Plácido Domingo”) en su Tebaldo.

   Buena labor de Ramón Tebar al frente de una orquesta que mantiene su alta calidad, al igual que el coro. Una dirección bien organizada, rigurosa, analítica, de impecable factura musical, en la que la preocupación por la claridad de las texturas orquestales, la belleza del sonido y la construcciòn global no olvida la tensión y la atención a los cantantes. Bien es verdad que algunos tempi fueron algo lentos, pero nunca morosos y sin que el edificio se le cayera en ningún momento.

   La producción de Marco Arturo Marelli (a cargo de la dirección de escena y la escenografía) procedente de la Deutsche Oper de Berlín se basa en paneles que se desplazan constantemente y enmarcan la acción y los lugares en los que se desarolla la misma, con presencia constante de la cruz, enfatiza el conflicto político, resultando ejemplo de ello, la escena del auto de fe en el que los rebeldes protestan ante el poder tiránico y oscurantista y esa religión de Estado intolerante y fanática, siendo reprimidos cruelmente por la autoridad. Negros y grises que simbolizan ese dominio absoluto y despótico, rojos en los ministros de esa iglesia que reúne más poder que el propio trono, que evocan la sangre que corre de los “infieles”. Final de efecto con el fusilamiento del infante y los rebeldes flamencos. El movimiento escénico está bien trabajado en un montaje que funciona aceptablemente. Éxito indudable. El público disfrutó y aplaudió con entusiasmo.

   Este estreno de la  grandiosa ópera verdiana venía precedido por la reciente dimisión de Davide Livermore como intendente del Palau de les Arts. Un grito femenino antes de la entrada del director musical reclamó “un aplauso para Davide Livermore” y otra voz masculina, antes de la reanudación después del descanso, exclamó “Conseller cobarde” a lo que siguieron sonoras protestas. Es indudable, que el italiano asumió la dirección artística en un momento complicado, ya sin las batutas de Maazel y Mehta y la cotidiana presencia de divos en los repartos. El nivel de los cuerpos estables se ha mantenido y se han diseñado temporadas muy dignas y más que apañadas. Como asiduo del Palau de les Arts desde aquel Fidelio inaugural de 2006, sólo me cabe desear que los criterios artísticos y musicales sigan presidiendo el devenir del teatro, que la política en el peor sentido de adoctrinamiento quede lo más lejos posible de sus puertas y que si se cuenta con la colaboración y total implicación en el proyecto desde el principio y año tras año de un artista ya mítico y uniiversal como Plácido Domingo (por la que se pegaría cualquier teatro), sería una torpeza no mantenerla y menos con criterios rancia y aldeanamente localistas como “es de fuera”. ¿De dónde es Plácido Domingo que cuenta con seguidores de todas las partes del Mundo y lleva medio siglo triunfando en todos los teatros más importantes? Pues patrimonio de la humanidad. Como lo son en una mayor dimensión, obviamente, Verdi, Wagner, Velázquez, Buonarroti, Beethoven… por encima de cualquier doctrina o ideología política. Esperemos que todo vaya por el mejor camino posible y el Palau de les Arts Reina Sofía de Valencia mantenga esa calidad artística y musical, que es lo que principalmente interesa al amante de la cultura en general y la música en particular.

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