Crítica de Pablo Sánchez Quinteiro del concierto de la Banda Municipal de Música de La Coruña con el Concierto para chelo de Gulda en el programa, interpretado por Raúl Mirás
Brillante viaje a Gulda
Por Pablo Sánchez Quinteiro
La Coruña, 12-X-2025. Teatro Colón. Banda Municipal de Música de La Coruña. Juan Miguel Romero Llopis, director. Raúl Mirás, violonchelo. Valero-Castells, Gulda, J. de Meij, V. Valencia, R. Groba, J. Durán.
La Banda Municipal de Música de A Coruña abrió su nueva temporada con un ímpetu inusitado. Desde la mismísima presentación del concierto por su director titular, Juan Miguel Romero Llopis, se percibió esa mezcla de entusiasmo y ambición que suele acompañar los comienzos de ciclo: una plantilla motivada, un repertorio poco complaciente y la sensación de que la formación atraviesa un momento de reafirmación musical. Un hecho para celebrar en un panorama en el que la mayoría de las bandas sinfónicas municipales de las principales ciudades gallegas se debaten entre la falta de relevo generacional, los presupuestos ajustados o la pérdida de visibilidad. Frente a esto, la agrupación coruñesa —fundada en 1947— se presentó ante su público, que abarrotaba el Teatro Colón, más viva que nunca, con una imagen renovada que rompe estas lamentables inercias.
El concierto de presentación apostó por lo arriesgado: un programa ambicioso que colocaba en el centro una de las obras más atractivas del repertorio concertante para violoncello y orquesta, no sólo específicamente de banda, sino también para orquesta sinfónica: el Concierto para violonchelo y orquesta de viento de Friedrich Gulda (1930-2000). La elección no podía ser más estimulante. No solo por la rareza de la partitura en España, sino también por el atractivo añadido de contar con un solista de excepción: Raúl Mirás, violonchelista principal de la Orquesta Sinfónica de Galicia, conocido por su temperamento apasionado y su versatilidad. En las semanas que llevamos de temporada de la Sinfónica de Galicia, Mirás no solo ha participado en la mayoría de los programas, sino también en la interpretación de la versión de cámara de la Séptima Sinfonía de Beethoven y, muy especialmente, ha preparado a fondo este dificilísimo concierto de Gulda, de forma específica para esta única ocasión, con una dedicación y entrega que se percibieron desde el primer compás.
El concierto de Gulda es una obra que revela la heterodoxia del compositor vienés: una mezcla explosiva de jazz, rock, clasicismo, danza y lirismo que lleva a sus límites el género concertante y que, pese a estar escrita para banda de viento, posee un carácter inequívocamente sinfónico. De hecho, integra una instrumentación ampliada —guitarra eléctrica, contrabajo, batería, elementos de jazz-rock— que superan el perfil tradicional de banda de música. Su escritura exige al solista expresividad, virtuosismo y capacidad de enfrentarse a un notable conjunto de viento. El propio compositor indica que el chelo puede estar amplificado en ciertos movimientos para poder imponerse, lo cuál se realizó en esta interpretación, para toda la extensión de la obra, lo cual fue sin duda un acierto. La amplificación, siempre un aspecto delicado, fue resuelta de forma primorosa y natural, permitiendo un empaste ideal entre el solista y la banda.
Los cinco movimientos de la obra —Obertura, Idilio, Cadenza, Minueto y el Finale alla marcia— constituyen un viaje apasionante por todo tipo de atmósferas —melódicas, expresionistas, atemporales, incluso folklóricas— que convierten una interpretación de calidad en un auténtico arte del disfrute. Una obra que ofrece virtuosismo y espontaneidad como pocas, plena de humor e introspección sin perder nunca la frescura. Interpretarla implica enormes retos: requiere una banda capaz de afrontar texturas orquestales densas, cambios de estilo abruptos y una amplia gama de dinámicas, al estilo de las exigencias habituales en una orquesta sinfónica clásica. Pero también demanda un solista de técnica brillante y mentalidad flexible. Raúl Mirás, asumió el desafío con una entrega admirable. Desde la Obertura, de ritmo acerado y acento jazzístico, impuso autoridad y musicalidad, proyectando un sonido amplio y flexible que dialogó con precisión con los vientos. Mirás se movió como pez en el agua en los pasajes que requieren un fraseo más propio del rock y del jazz, transmitiendo carácter y convicción en un papel tan alejado de lo que habitualmente hace un principal de la OSG.
En el Idilio, el tono se torna más íntimo: disfrutamos de un fraseo cálido de Mirás y un lirismo sutilmente sostenido desde el podio. La cantabile sección central fue muy contrastada, reminiscente del mundo de la primera sinfonía mahleriana; para mi gusto excesivamente viva. La abstracta y dilatada Cadenza, núcleo virtuosístico de la obra, expone al máximo al solista. Mirás, dio sencillamente una clase magistral de interpretación, convirtiendo a su instrumento en una orquesta sinfónica en la que cada registro y cada timbre parecía cobrar vida propia: desde los graves poderosos y resonantes hasta los agudos extremos que fluían con una pureza casi vocal, pasando por un arco de colores intermedios que mantuvo al público literalmente suspendido en la tensión del momento. Por si fuera poco, cada pasaje, cada salto, fue articulado con claridad y sentido narrativo, convirtiendo lo aparentemente técnico en un poderoso discurso musical. El Minueto constituye un elegante respiro. Un giro por completo de carácter basado en una singular fusión entre la danza barroca y la tradición popular, reinterpretada en clave moderna. La Banda de A Coruña lidió a la perfección con las exigencias rítmicas del movimiento, desplegando un pulso impecable, dinámicas contrastadas y una flexibilidad bien controlada desde el podio. Mirás, en lo que es la única concesión que Gulda concede al solista se integró con la agrupación con naturalidad y buen gusto. El Finale alla marcia devuelve al conjunto su impulso festivo hasta lo hiperbólico. Se trata de una marcha llena de ritmo, humor y teatralidad. Con su carácter optimista y su tendencia al “gran final”, este movimiento exige una coordinación minuciosa entre vientos, percusión y solista, a los que Gulda somete a una suerte de fusión estilística en la que se entremezclan la solemnidad de la marcha, el swing del jazz y la potencia casi orquestal del rock sinfónico. En el desarrollo de la marcha se suceden todo tipo de atmósferas —desde pasajes rítmicos de acento casi militar hasta secciones más libres, casi improvisadas—, e incluso un impactante y pleno de suspense retorno al tema fundamental de la obra, que fue resuelto por Mirás con una eficacia y una calidad extraordinaria. Técnicamente, el movimiento pone al solista al límite: requiere dominio absoluto del arco, cambios súbitos de articulación, manejo del pizzicato rítmico y una gran resistencia física y expresiva. Mirás resolvió todo ello con brillantez y aplomo, haciendo parecer natural lo que en realidad es de una dificultad extrema ¡Cómo pocas veces podemos escuchar, incluso en el repertorio clásico! En sus manos, el violonchelo se convirtió en un instrumento de múltiples rostros —rítmico, melódico, percutivo y lírico—, coronando así una interpretación de un inconmensurable nivel técnico y artístico.
Ante una exhibición tan abrumadora, la respuesta del público fue igualmente entusiasta. Como propina, Raúl Mirás interpretó El cant dels ocells de Casals. Antes de hacerlo, se dirigió al público con una breve alocución íntima y emotiva, que preparó el ambiente para una lectura de enorme delicadeza, en la que el canto del violonchelo adquirió una hondura casi espiritual. Fue un cierre de primera parte profundamente humano, recibido con un silencio cargado de emoción.
Antes, la velada se había abierto con Cardiofonía de Preludio sobre un recuerdo, del compositor valenciano Andrés Valero-Castells (1973), quien en su día había sido titular de la propia Banda Municipal de A Coruña. Su vínculo con la formación dotó de especial sentido a este arranque. Como en todas las obras del programa, Juan Miguel Romero Llopis se dirigió al público antes de la interpretación, desplegando sus notables dotes de comunicador. En el caso de Cardiofonía, su presentación —tan extensa como la propia pieza— resultó una amena introducción al universo de Valero-Castells, quien traduce en sonidos los ritmos del corazón, los ecos del recuerdo y hasta el instante del nacimiento. El propio Romero Llopis explicó con humor y detalle cómo en la partitura se reflejan episodios tan singulares como la ruptura de aguas o el primer latido. Musicalmente, la obra se mostró como una sucesión de climas contrastados, donde los metales, la percusión y la madera dialogaron en un lenguaje de color orquestal intenso. La Banda abordó la pieza con convicción, extrayendo su pulsación interna con energía y plasticidad sonora. No es una partitura sencilla —su carácter tan explícito exige flexibilidad rítmica y matices expresivos constantes—, pero la agrupación logró hacerla respirar con naturalidad, y el público respondió con simpatía.
La segunda parte del concierto se planteó como un viaje sonoro desde la Europa industrial hasta el Atlántico gallego, con una breve estancia en tierras latinoamericanas. Se abrió con Cloud Factory de Johan de Meij (1953), compositor holandés célebre por su Sinfonía n.º 1 “El Señor de los Anillos”. En su Cloud Factory de 2011, De Meij rinde homenaje a una siderurgia neerlandesa, tristemente conocida como la “fábrica de nubes” por el vapor que desprendía. La partitura recrea con una poderosa imaginación orquestal el bullicio industrial: zumbidos metálicos, ritmos mecánicos, efectos extendidos en las maderas, masas de viento que evocan trenes y chimeneas, y guiños a la música concreta llenos de punzante ironía basados en el estrujamiento por parte de un buen número de músicos de latas de Coca-Cola, recurso tan inesperado como eficaz para acentuar el carácter sarcástico y ruidista de la obra. La Banda interpretó la obra con precisión y entusiasmo contagioso. Destacaron la percusión —muy bien sincronizada en los efectos de maquinaria— y el control de dinámicas de la sección de metales. La partitura se cimenta en un dilatado crescendo sonoro que se expande hasta alcanzar un clima casi inefable, desde el cual, finalmente, el oyente es arrastrado a una sobrecogedora disolución final, en la que las latas de Coca-Cola protagonizan el desolador paisaje. Un lienzo, físico y emocional, que refleja con elocuencia el poder de la música para transmitir sin palabras aquello que roza lo indecible: la sensación de asistir, colectivamente, a la destrucción de nuestro propio planeta, víctimas de un desarrollo tan insostenible como alienante. Romero Llopis supo imprimir energía y claridad a una pieza que podría fácilmente derivar en puro ruido y que, por el contrario, sonó orgánica y respirada.
Desde esa expresionista sonoridad centroeuropea la velada viró hacia el mundo latinoamericano contrastadamente lúdico de Fandanguería, obra del colombiano Victoriano Valencia (1970). Es un breve interludio de carácter vibrante, pleno de color y de aire popular. La Banda se mostró especialmente cómoda en este terreno rítmico; la sección de trompetas asumió a la perfección su papel de motor expresivo con empuje, precisión y brillo. El público agradeció la vitalidad de una música que funcionó como un paréntesis lúdico antes del bloque gallego.
El tránsito hacia Galicia se materializó con dos nombres esenciales de nuestra música: Rogelio Groba y Juan Durán. La Muiñeira de la Suite Coruñesas de Groba (1930-2022) —uno de los compositores más prolíficos y queridos de Galicia, autor de más de setecientas obras— fue un nuevo clímax emocional y rítmico del concierto. Su escritura, que combina la tradición popular con un refinado sentido armónico, fue abordada por la Banda con entrega y brillantez. Romero Llopis supo hacer crecer la tensión hasta un final expansivo, de esos que contagian al público y lo levantan del asiento. A modo de epílogo llegó Galicia Jazz de Juan Durán (1960), pieza dedicada expresamente a la Banda Municipal de A Coruña. Aunque no era estreno, esta versión se sintió nueva por su vitalidad y frescura. Durán, presente entre el público, ha logrado en esta partitura una síntesis natural entre el lenguaje jazzístico —con sus armonías abiertas, síncopas y solos instrumentales— y los giros melódicos propios del folklore gallego. El resultado es una música moderna y comunicativa, que ofreció espacio al lucimiento de cada principal sin perder coherencia global. La Banda la interpretó con espíritu celebratorio: los saxofones aportaron swing, la percusión marcó el pulso con flexibilidad, y los metales redondearon un sonido pleno y contagioso.
Fue un cierre luminoso para una noche que fue mucho más que una simple inauguración de temporada. Más allá de su valor artístico, transmitió optimismo, compromiso y sentido de proyecto. En definitiva, una banda que no se conforma con lo previsible, que busca sorprender, y que demuestra que la tradición puede seguir siendo una fuerza viva.
Fotos: PSQ
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