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Crítica: Gala «Treinta Aniversario» del Teatro de la Maestranza de Sevilla

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Autor: Raúl Chamorro Mena
5 de mayo de 2021

30 años son muchos

Por Raúl Chamorro Mena
Sevilla, 2-V-2021. Teatro de la Maestranza. Gala Treinta aniversario. Leonor Bonilla, Rocío Ignacio y Ainhoa Arteta, sopranos. José Bros y Airam Hernández, tenores; Jean-Kristof Bouton, barítono; Simón Orfila, bajo. Obras de Ludwig van Beethoven, Gaetano Donizetti, Ramón Carnicer, Manuel García, Georges Bizet, Manuel Penella, Melchor Gomis, Wolfgang Amadeus Mozart, Gerónimo Giménez, Riccardo Zandonai y Giuseppe Verdi. Coro de la Asociación de amigos del Teatro de la Maestranza. Real Orquesta Sinfónica de Sevilla. Dirección: Juanjo Mena.

   Efectivamente, justo 30 años se cumplía este día 2 de mayo de la inauguración del Teatro de la Maestranza de Sevilla con una memorable Gala en la que participaron Alfredo Kraus, Plácido Domingo, Montserrat Caballé, Teresa Berganza, Pilar Lorengar, Pedro Lavirgen, Jaime Aragall, Juan Pons… Una muestra de una generación de cantantes españoles de impronta mundial absolutamente irrepetible.

   Tres décadas después el teatro y la temporada lírica se han consolidado completamente como el destacado buque insignia cultural que le corresponde a una ciudad tan especial como Sevilla. Por ello, estos treinta años son mucho, pero también lo son como muestra de un panorama vocal, tanto nacional, como Internacional, muy distinto, lamentablemente. Es inimaginable, ciertamente, un elenco ni parecido al arriba indicado hoy día, pero cabe preguntarse no sólo el por qué, también si hay alguien entre los que dominan el cotarro operístico actual que le interese que lo haya. Me temo que no y la situación se mueve entre la triste y abnegada resignación del genuino amante de la lírica «Eso ya no volverá» y los que lo celebran, pues les interesa que otros elementos sean más importantes, aunque florezcan en plena edad de hojalata del canto que lleva a la ópera a ser un espectáculo cada vez más anodino, pues con todos sus matices y singularidades, que las hay, las voces son y seguirán siendo la base principal del teatro lírico, no única obviamente, pero sí la que fundamentalmente encandila y enardece al público y forja la pasión por una de las creaciones más fascinantes del ser humano.  


   Dicho esto, no se pueden soslayar las dificultades que ha padecido la gestación de esta Gala, debido a las restricciones de la pandemia, que han llevado a programar el evento en dos días (1 y 2 de mayo) para que las limitaciones de aforo no impidieran disfrutar de la misma a la mayor cantidad de público posible. A la sustitución, ya conocida hace días, del inicialmente anunciado tenor Xabier Anduaga por Airam Hernández, se añadió a última hora la importante baja del barítono malagueño Carlos Álvarez por inesperada indisposición, lo que dejó ya muy cojo el evento.

   La Gala se planteaba con fragmentos de óperas que transcurren en Sevilla o bien de compositores sevillanos. Se valora, cómo no, la oportunidad de escuchar fragmentos de obras totalmente inéditas hoy día en los teatros como Il disoluto punito y Cristoforo Colombo de Ramón Carnicer, Le diable a Sevilla de Melchor Gomis o La mort du Tasse de Manuel García, pero no deja de sorprender la ausencia, a no ser que quedara fuera algún fragmento de los que iba a cantar Carlos Álvarez, de Il barbiere di Siviglia, obra popularísima y muy representada, sí, pero no por ello deja de ser una obra maestra, además de situar a Sevilla en uno y otro confín del Mundo. Hay que subrayar que la Gala careció de hilo conductor y de grandeza, más allá de una sucesión de fragmentos, no se la dotó ni de la conexión con tres décadas anteriores de actividad, ni de la consideración y enjundia que merecía el evento. No es que uno pretenda la factura de producción de la Gala del 50 aniversario de Lincoln Center que el que firma estas líneas presenció en el MET de Nueva York hace 4 años, pero tampoco lo que pareció un mero concierto ordinario sin significación alguna o una celebración meramente «cumplidora».


   El evento artísticamente resultó más bien gris y desangelado y no ganó cierto voltaje hasta que apareció Verdi y los vibrantes acordes de La forza del destino, que a uno le ponen inmediatamente en «harina dramática». La obra no transcurre exactamente en Sevilla, pero sí cerca y su presencia en el concierto nos dio la oportunidad de escuchar una notable interpretación del aria «Pace pace mio dio» por parte de Ainhoa Arteta con una voz cada vez más resonante y caudalosa que, sin embargo, no fue obstáculo para que la soprano tolosarra la domeñara y resolviera el agudo de «invan la pace» con un buen filado y culminara la pieza con el final optativo más dificultoso. Similares calidades alcanzó Arteta, acompañada por José Bros y Simón Orfila, en el sublime terceto final de la misma ópera verdiana, que contó con el mejor acompañamiento de la noche por parte de Mena y la orquesta.

   Con este final verdiano una Arteta vestida de negro redimió a la Arteta vestida de rojo fuego que, aún fría y dura, con unos ascensos desabridos y bailones había interpretado mucho antes el «Dúo de Soleá y Rafael» de El Gato Montés junto al propio José Bros. Esta pieza con su magnífico pasodoble adquiere especial significación cuando se interpreta a unos metros de la plaza de toros de la Real Maestranza de Caballería de Sevilla. José Bros, ataviado con muletas, al parecer por un problema de ciática, se mostró vocalmente recuperado y a pesar de unas notas altas un tanto forzadas y que tienden a oscilar, fraseó con su gusto de siempre, además de sacar adelante una escritura de tenor spinto, fuera del alcance de sus medios vocales, como es la de Don Alvaro en el terceto final de Forza del destino. Asimismo, el tenor barcelonés delineó con delicado lirismo el aria de la flor de Carmen, que culminó con una bella, plena de gusto, resolución final en «Carmen, je t’aime».


   Previamente, una obertura de Fidelio un tanto desorganizada y con un par de deslices de la trompa solista abrió la gala, para dar paso a la gran escena del Rey Alfonso XI de Castilla en los jardines del Real Alcázar sevillano en La favorite de Donizetti, magnífico fragmeno que habría interpretado Carlos Álvarez, pero defendió con total dignidad el barítono Jean-Kristof Bouton, que está ensayando el Escamillo de la próxima Carmen que completa la celebración del 30 aniversario, ópera emblemática que lleva ausente muchos años de la programación lírica sevillana. Bouton, a despecho de un timbre modesto, justo de brillo y limitado de sonoridad, cantó con decoro la pieza e incluso soportó estoicamente cómo Juanjo Mena desencadenaba la tempestad de Otello en la cabaletta. Mena es un maestro fundamentalmente sinfónico y que no se caracteriza por el acompañamiento a las voces.

   A continuación, Leonor Bonilla vestida de azul celeste abordó con su timbre claro y juvenil la gran escena de Zilia con coro de la ópera Cristoforo Colombo de Ramón Carnicer sobre libreto de Felice Romani estrenada en Madrid en 1831 y que había sido recuperada en el propio Teatro Maestranza en 2012 en versión concierto. Las nítidas influencias Rossinianas de Carnicer se apreciaron en esta pieza y en el dúo de Il disoluto punito interpretado también por Bonilla junto al tenor Airam Hernández. En ambos fragmentos la soprano sevillana compensó con unas notas altas que ganan brillo y expansión, un centro mate y sin liberar, así como un canto de innata musicalidad, pero un tanto monótono. Igualmente la muy exigida agilidad, de la que la soprano tiene buen concepto, resultó de colocación demasiado retrasada. Fue tan curioso como interesante escuchar el aria del catálogo de Leporello de la referida Il disoluto punito -con exactamente el mismo texto que la correspondiente a la mozartiana Don Giovanni- a un desenvuelto, siempre simpatico y comunicativo Simón Orfila, que ofreció dentro de las mismas coordenadas junto a Bonilla, el dúo de Zerlina y Leporello «Per queste tue mannine» –pieza que normalmente se suprime en las representaciones de la ópera- añadida por Mozart para el estreno en Praga de su inmortal Don Giovanni. Otra obra emblemática del repertorio, que transcurre en Sevilla y de la que también se ofrecieron una obertura un tanto falta de pulso por Mena y la orquesta, así como el aria de Don Ottavio «Il mio tesoro» por el tenor tinerfeño Airam Hernández de timbre interesante y canto compuesto, a pesar de no poder rematar sin tomar aire la larga frase «cercate di asciugar».

   Orfila, por su parte, había interpretado en la parte inicial de la gala con timbre sonoro y un canto eficaz, pero falto de un punto de nobleza, la magnífica romanza del bajo «Cual rayo que aniquila» de María del Pilar (Madrid, 1902) del sevillano Gerónimo Giménez.


   Faltó claridad en las texturas orquestales, además de un sonido que no terminó de asentarse ni empastar en la obertura de La mort du Tasse (París, 1821) de Manuel García, cantante, compositor, padagogo… sevillano universal.

   Voluntarioso el coro, dirigido por Íñigo Sambil, luchando por hacerse oir desde el ultrafondo donde se le colocó -además de emitir con mascarilla- tanto en Le diable a Sevilla (París, 1831) de Gomis como en el grandioso coro de prisioneros del Fidelio de Beethoven. Por su parte, Rocío Ignacio acometió el aria «Dove sono» que canta la Condesa en Le nozze di Figaro, con desigualdades de color, emisión retrasada, fraseo escasamente variado y sin clase y un centro abombado que impide cualquier morbidez y juego dinámico. Asimismo, las notas agudas del allegro no llegaron a buen puerto a pesar de atacarlas con portamenti di sotto. Muy vulgar y fuera de su rango vocal de lírico ligera, por más que cargue, fuerce e hinche su centro, la evocación por parte de Ignacio de esa especie de Carmen perversa y rebosante de plena «abyección verista» que es Conchita (Milán, 1911) de Riccardo Zandonai. De todos modos, es justo señalar que el público no compartió mis opiniones, pues ovacionó con entusiasmo las intervenciones de su paisana.

   Como remate del evento, al igual que en la inauguración de 1991, pero en coordenadas muy diferentes, el brindis de La traviata con todos los intérpretes sobre el escenario y un intento poco espontáneo, más bien impostado de incitar al público a un acompañamiento con palmas, como si fuera la marcha Radetzky a orillas del Guadalquivir.

Fotos: Guillermo Mendo Foto

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