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Crítica: «Tosca» en el Liceu

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Autor: Xavier Borja Bucar
25 de enero de 2023

Crítica de la ópera Tosca en el Teatro del Liceo de Barcelona, bajo la dirección musical de Giacomo Sagripanti y escénica de Rafael R. Villalobos

«Tosca» en el Liceu

Una deconstrucción de la «cooltura»

Por Xavier Borja Bucar | @XaviBorjaBucar
Barcelona, 20-I-2023. Gran Teatro del Liceo. Giacomo Puccini: Tosca. Sondra Radvanovsky (Floria Tosca); Vittorio Grigolo (Mario Cavaradossi); Željko Lučić (Barón Scarpia); Felipe Bou (Cesare Angelotti); Jonathan Lemalu (Sacristán); Moisés Marín (Spoletta); Manel Esteve (Sciarrone); Milan Perišic (Carcelero); Hugo Bolívar (Pastor/Giuseppe Pelosi); Germán Parreño (Pier Paolo Pasolini). Orquesta Sinfónica y Coro del Gran Teatro del Liceo. Dirección musical: Giacomo Sagripanti. Dirección coral: Pablo Assante. Dirección escénica: Rafael R. Villalobos. 

   Termina el único intermedio de la función y se apagan las luces. Ha de empezar el segundo acto, pero el segundo acto no empieza. En escena, algo ajeno al libreto y a la partitura de Puccini. Un actor encarna a Pier Paolo Pasolini y se arranca con un discurso acerca de la incomodidad inherente a la palabra poética. Una parte sonora del público arremete entonces con abucheos. Un chaparrón de improperios y reprobaciones – «¡Hemos venido a ver Tosca!», «¡Que vuelva Puccini!» y hasta un despótico «¡Cállate!»– ahoga el discurso del actor, que se ve obligado a interrumpir su parlamento y a contemplar la sala con una sonrisa de dignidad, sabedor de que esa reacción escandalosa de algunos no hace sino cargar de razón las palabras que acaba de pronunciar. Por fortuna, la otra parte de la audiencia acude en socorro del actor y de la escena con aplausos. Los ánimos se atemperan y el actor termina su discurso. A continuación, suena Love in Portofino en la voz de Fred Buscaglione y el Pasolini de las tablas se encuentra con otro personaje, su presunto verdugo, el adolescente Giuseppe Pelosi. El fatal encuentro se recrea ante una sala secuestrada por la onerosa hostilidad que una parte del público se empeña en no disimular. Se vierten groserías desconcertantes y la incomodidad es ya vergüenza insoportable. En platea, desde el primer palco de la derecha, un hombre no deja de reclamar «¡Tosca!», hasta que, segundos antes de que acabe la escena y la orquesta empiece a tocar, estalla de rabia lanzando algo –acaso y ojalá un papel– al escenario, donde afortunadamente no llega, pues lamentablemente no puede salvar el foso de la orquesta.

   Estos hechos ocurrieron en el Gran Teatre del Liceu, en la función del pasado viernes. Una función verdaderamente reveladora de los dos grandes males que aquejan a la ópera: de una parte, la ignorancia atávica; de otra, la «cooltura», variación de aquella erudición a la violeta definida José Cadalso. La primera es la que hierve en esa parte del público que se comportó de una manera bochornosa, que no supo ser público espectador porque solo sabe ser tirano, pues no tolera más que lo que premeditadamente quiere ver y oír y, por ende, no sabe esperar su turno –siempre garantizado al final– y se arroga el derecho de irrumpir en medio de la representación y despreciar así el trabajo de todo el equipo de profesionales que la sostienen. Esto no es otra cosa que una falta de respeto y un ejercicio de la violencia, lo mismo que abofetear a alguien en medio de una conversación porque nos disgustan los argumentos que nos está ofreciendo. Pagar una entrada otorga el derecho de enjuiciar e incluso de pedir explicaciones, pero no el de agredir. Bien es cierto, por otra parte, que la agresión suele ser una consecuencia de la superstición, es decir, de la carestía de argumentos y de la sucesiva incapacidad para articular un discurso razonado. Los argumentos –falaces o no– se discuten o, si se quiere, se combaten con argumentos, y los abucheos de la función del pasado viernes delataron una vez más la actitud supersticiosa de un sector del público de ópera, ese que la concibe como una suerte de museo porque la quiere siempre igual, idéntica, y que en ese terco empeño reaccionario no pierde ocasión para denostar la lógica dialéctica que debe regir toda relación con una manifestación artística. Y precisamente de la manifestación artística que aquí me trae he de ocuparme sin demorarme más en esta denuncia de un comportamiento deleznable.

   A la manifestación artística atañe aquella erudición a la violeta a la que me he referido unas líneas más arriba, pues lo que ha ocurrido es sencillamente que esta producción de Tosca a cargo de Rafael R. Villalobos, pese a una voluntariosa apariencia de trasgresión y sesuda audacia, es incapaz de disimular un discurso inconsistente y una realización sorprendentemente burda. Acusaciones graves que trataré, por supuesto, de argumentar con la debida exhaustividad.

   En una entrevista publicada en el programa de mano, Villalobos afirma que Tosca es una ópera con una música muy programática y que ello, a diferencia de lo que ocurre con las óperas de Händel, Gluck o el Mozart serio, dificulta el trabajo del director de escena. Por supuesto, el director de escena tiene un margen de actuación especialmente acotado ante una ópera de Puccini precisamente porque este, a diferencia de aquellos otros compositores (y de muchos más), concibe sus óperas propiamente como teatro. Es decir, Puccini ya se encarga de trabajar el efecto dramático de sus óperas y, si Villalobos pretende hacer lo que ya ha hecho el compositor, el resultado probablemente será algo semejante a colocar una mesa encima de otra mesa, ejercicio cuya utilidad cada cual sabrá buenamente juzgar. 

   En líneas generales, Villalobos establece una analogía entre Tosca y la figura de Pier Paolo Pasolini, y en apariencia no faltan en la ópera de Puccini elementos para vincularla con la figura del poeta y director de cine italiano: Roma como espacio tematizado y la opresión de sus poderes fácticos; la persecución política; la oposición entre la pureza espiritual de Tosca y la lascivia de Scarpia, etc. En virtud de esta premisa, la propuesta de Villalobos entremezcla en la ópera de Puccini episodios de la vida de Pasolini, a quien incorpora como un personaje más. De esa manera, el director sevillano trata de sostener una relación entre Pasolini y los personajes que protagonizan la ópera de Puccini, de manera que cada uno remitiría a una faceta del malogrado poeta italiano. El problema fundamental es que estos presuntos paralelismos están mal planteados. 

      Aunque Villalobos pretenda vincular a Pasolini con los distintos personajes de la ópera de Puccini, se decanta claramente, a fin de cuentas, por identificarlo con el de Mario Cavaradossi. No en vano, el director sevillano presenta al sufrido pintor de la ópera de Puccini como una figura especular de Pasolini, desdoblada de la representación escénica de este último, con un mismo atuendo que disipa cualquier duda. En la ya citada entrevista del programa de mano, Villalobos explica esa inclinación: «Especialmente interesante me resulta su paralelismo [el de Pasolini] con Mario Cavaradossi, ya que ambos son asesinados por sus ideas políticas y por ser artistas demasiado incómodos para un sistema que se sustenta en el terror». Ahora bien, en rigor, poco o nada sabemos de las ideas políticas de Cavaradossi, y tampoco tenemos demasiada información acerca de las de Angelotti, pero es evidente que este es un preso político en fuga con cuya causa –aunque no desarrollada, política– se compromete nuestro pintor. Valga eso para afirmar que Cavaradossi es asesinado por sus ideas políticas, aunque también vale para denunciar entonces el negligente desdén de Puccini y sus libretistas a la hora de desarrollar esas cuestiones políticas, si es que Tosca es, como sostiene Villalobos en la mencionada entrevista, una obra política, en lugar de un melodrama. En cuanto a la obra artística de Cavaradossi, solo tenemos noticia de esa Magdalena que está pintando en la basílica romana de Sant’Andrea della Valle, que, por cierto, no incomoda a nadie salvo a Tosca, quien en los cabellos rubios y los ojos celestes de la madonna reconoce a otra mujer. A ese tenor, cabe recordar que la obra de Pasolini suscitó algo más que un delirio celotípico en un amante. Por tanto, parece un poco aventurada la analogía entre Cavaradossi y Pasolini, cuanto menos en los términos planteados por Villalobos, quien chapotea aquí en las aguas inevitablemente oceánicas de la sobreinterpretación. 

   En otras ocasiones, Villalobos se entrega al ejercicio de una jovial invención, como en este otro comentario a propósito de Cavaradossi, extraído de la misma entrevista: «me fascina cómo diferencia a la mujer de la diva, y cómo utiliza ambos nombres dependiendo de lo que crea que ella necesita: en el primer acto la llama Floria para que la mujer mantenga los pies en el suelo, y en el segundo recurre a Tosca cuando necesita hacer aflorar en ella la fuerza que la actriz tiene». Esto que parece una observación perspicaz se desvanece con un simple análisis textual. En el primer acto, Cavaradossi alude a su amante en cuatro ocasiones: en su aria «Recondita armonia» se refiere a ella primero como Floria y luego como Tosca; en el dúo, Cavaradossi nombra a su amante -«Mia vita, amante inquieta, dirò sempre: «Floria t’amo!»; luego a Angelotti le dice «È buona la mia Tosca». En definitiva, Cavaradossi nombra a su amante en función apelativa solo una vez en el primer acto, y si bien es cierto que opta por Floria, parece aventurado inferir de un solo caso una elección sistemática. En el segundo acto, Cavaradossi apela a su amante en no más de tres ocasiones: en la primera, durante la tortura, la llama Tosca; al volver de la tortura, la llama Floria y a continuación Tosca otra vez. En definitiva, ni cuantitativamente ni cualitativamente se sostienen los dos patrones que Villalobos señala.

«Tosca» en el Liceu

   De todos modos, la confusión interpretativa de la producción de Villalobos arranca desde un planteamiento imposible. Proponer la figura de Pasolini como núcleo sobre el cual orbitan los elementos y personajes de la ópera de Puccini obliga a Villalobos, como ya hemos visto, a identificar a Pasolini con Cavaradossi. No cabe duda de que Cavaradossi, un artista cuyo compromiso político es castigado finalmente con la muerte, es el personaje más cercano al director italiano. Ahora bien, la identificación de Pasolini con Cavaradosi supone establecer una equivalencia entre una figura que se proyecta como centro y un personaje que en la ópera de Puccini, pese a no ser en absoluto secundario, tampoco ocupa el lugar central, pues ese centro queda reservado para Tosca y, según el planteamiento del compositor y sus libretistas, no puede ser de otra forma. Bien es cierto que los títulos de vez en cuando pueden ser confusos con respecto al meollo de las obras, y no faltarían razones para trocar Il trovatore en Azucena o Don Carlo en Filippo, sin ir más lejos, pero en líneas generales un título suele ser fruto de una elección bien meditada y Puccini y sus libretistas, fieles a su estilo férreamente programático, no dan puntada sin hilo. El título aquí es, pues, inequívoco. La ópera se ocupa de Tosca, de su sufrimiento, de su sacrificio. A ella es a quien se retrata y los demás personajes están ahí para servir a ese retrato, pues Tosca queda definida mediante su relación con ellos. En relación a Cavaradossi, sabemos que Tosca es una amante celosa, pasional, pero también ferozmente protectora. En relación a Scarpia –personaje incomparablemente más desarrollado que el de Cavaradossi–, Tosca es la virtud, la pureza moral incorruptible («Vissi d’arte, vissi d’amore, non feci mai male ad anima viva!»), la valentía ejecutora, la que comete el crímen, la mano vengadora que ha de restituir la justicia. Puccini y sus libretistas se encargan, en definitiva, de que los espectadores sintamos a través de Tosca –«Son io que così torturate!», le espeta Tosca a Scarpia, mientras torturan a Cavaradossi. Sobran, a fin de cuentas, las pistas que señalan que la ópera de Puccini gira en torno al personaje de Tosca, pero Villalobos niega la mayor y, en esa obcecación, decide, como hemos visto, incluir al propio Pasolini como personaje y como desdoblamiento de Cavaradossi, lo cual malogra sin remisión un planteamiento ya de por sí problemático, pues esa decisión obliga a deformar extremadamente la obra concebida por Puccini y sus libretistas.

   A esta relación de incongruencias de la propuesta de Villalobos, cabe añadir algunos aspectos de la puesta en escena que llamaron la atención de quien escribe por su gratuidad o por su torpeza. Me refiero a detalles como, por ejemplo, en el segundo acto, cuando Scarpia interroga a Cavaradossi y, ante la nula colaboración del segundo, el jefe de policía lo estrangula momentáneamente con una servilleta que encuentra a mano. Resulta sorprendente que un personaje como el de Scarpia pierda los estribos tan pronto e incurra, de manera tan impulsiva, en la agresión física. Se supone que para encargarse del trabajo feo y mancharse las manos ya están sus esbirros, Spoletta y Sciarrone, y se supone también que eso es significativo en la definición caracterológica del jefe de la policía. Por su parte, Spoletta y Sciarrone aparecen caracterizados en un estilo homoerótico ajeno al imaginario pasoloniano y más propio de Tom of Finland, algo que abre la puerta a elucubraciones más bien desconcertantes, como desconcertante es también que Tosca, una mujer tan dominante, posesiva –¿empoderada?– solo entrar al gabinete de Scarpia, permita sin más que el jefe de la policía le quite los zapatos y le lave, acto seguido, sus pies desnudos. En fin, son detalles que no presentan demasiada coherencia con el relato pucciniano y que, sucesivamente, logran minar la credibilidad de la puesta en escena.

   Ahora bien, más allá de estos aspectos más o menos discutibles, nada justifica que Villalobos altere la partitura pucciniana, como hizo en el primer acto, al relegar fuera de la escena al coro, que sonó mediante una poco cuidada amplificación en la escena del Te Deum

   Ya para terminar este análisis extenuante de la producción de Villalobos, faltaría retomar la figura de Pasolini, que el director sevillano sitúa como centro de su propuesta. En virtud de ello, se proyectan en el escenario algunas palabras sobre el escritor y director de cine italiano y, así, se informa, entre otras cosas, de que fue hostigado por la Iglesia y por la derecha, de lo que no cabe duda. Se omite, sin embargo, algo especialmente relevante, a saber, que Pasolini fue una figura incómoda también para la izquierda marxista, es decir, para los suyos, de los que se desmarcó, por cierto, una y otra vez. Para constatar esta faceta de la incomodidad pasoliniana, basta leer los artículos que Pasolini publicó en el Corriere della sera desde el 1973 hasta su muerte, recogidos póstumamente en el volumen Scritti corsari, que el propio autor alcanzó a preparar. Con todo, parece que Villalobos no ha sabido disimular cierta parcialidad a la hora de evocar la figura de Pasolini. Dicho de otro modo, parece que más bien se haya apropiado del autor de Ragazzi di vita, lo cual no es difícil de entender. Ampararse en Pasolini es rentable en muchos sentidos. Jugar la carta de Pasolini es jugar una carta poderosa, abrumadora, un comodín. Es el avatar que representa al poeta, al novelista, al ensayista, al articulista, al marxista, al homosexual, al religioso sin fe, al libertino… porque Pasolini, el hombre, fue todo eso y más. Con todas esas facetas se comprometió a riesgo de su propia vida, que le fue arrebatada con escarnio. 

   En cambio, el Pasolini que Villalobos trae a tenor de Tosca es un Pasolini que parece que empieza y termina con Saló –película que, por cierto, ni se ambienta en Roma ni tematiza esa ciudad, a diferencia de otras películas del director, menos escabrosas, pero no menos subversivas– y mediante esa referencia casi única el director sevillano proyecta un imaginario presuntamente transgresor, escandaloso y sugestivo, esto es, presuntamente pasoliniano, porque en medio de todo esto Pasolini queda finalmente reducido a cáscara hueca, a mero eslogan publicitario.

   Lo más decepcionante, a fin de cuentas, es que para ese viaje no hacían falta tantas alforjas. En el suculento programa de mano se recoge el siguiente fragmento de una carta de Puccini a Giuseppe Giacosa, uno de sus libretistas: «Con La bohème queríamos conseguir lágrimas; con Tosca queremos exacerbar el espíritu justiciero del ser humano y fatigar sus nervios. Hasta ahora hemos sido tiernos, ahora seremos crueles». El efectismo performativo, la voluntad expresa de someter al espectador a una experiencia sensorial y emocional estaba prevista ya por el propio Puccini, en un gesto tan sorprendentemente moderno como inadvertido en esta producción de Tosca.

   El lector o lectora que todavía siga frente a la pantalla podrá preguntarse a qué viene esta minuciosidad exasperante en el análisis del trabajo de Villalobos. A ese respecto, traeré a colación por última vez la citada entrevista del programa de mano, donde el director sevillano dice lo siguiente: «Yo lo que pienso es cómo puedo utilizar los recursos públicos que tengo a mi alcance para hacer la mejor producción posible [...] No hay que olvidar que hace décadas el paradigma cambió y que las casas de ópera dejaron de ser de explotación privada. Tenemos una responsabilidad». Es decir, no contento con presentar su producción de Tosca en un lugar como el Gran Teatre del Liceu, Villalobos remacha el clavo y justifica su obra como un deber político y moral. Tenemos, como sentencia el director sevillano, una responsabilidad. Por supuesto. La tenemos todos, y desde estas líneas también para deshacer entuertos y desmontar discursos sostenidos sobre las más sofisticadas formas del desconocimiento, esto es, sobre la «cooltura»; y también para recordarle público irrespetuoso que esa tarea crítica puede llevarse a cabo dentro de los cauces civilizados de la dialéctica.

   Más allá de las cuestiones escénicas, no fue la del pasado viernes una función memorable ni en lo vocal ni en lo musical. Sondra Radvanovsky en el papel de la heroína protagonista era, sobre el papel, el mayor reclamo de la noche. El recuerdo poderoso de la Tosca que Radvanovsky cantara en el Liceu en 2014 generó unas expectativas que pronto se vieron defraudadas por la realidad. Han pasado casi diez años y la soprano estadounidense evidenció, desde su salida a escena, que su instrumento ha emprendido el camino del declive. Persiste la proyección en un registro agudo menos seguro que antaño, como también persiste la distinción en el canto, pero la frescura y la brillantez del timbre se han desvanecido o, cuanto menos, no pudieron apreciarse en la noche del otro día. Al contrario, Radvanovsky mostró una voz de timbre fatigado, carente del antiguo esmalte, endurecido, en términos generales. Con todo, el público le demostró un favor incondicional, cayendo rendido a sus pies tras una interpretación del «Vissi d’arte» que no mereció, ni mucho menos, el bis que ofreció Radvanovsky. Ahora bien, la soprano estadounidense supo jugar sus cartas y acaso sus trucos –una gestualidad bien estudiada– para llevarse el gato al agua a pesar de las evidentes insuficiencias que reveló en el plano vocal, especialmente al final del aria, cuando tanto en la primera como en la segunda vez se le quebró el fiato.

   Al lado de Radvanovsky, Vittorio Grigolo completó la actuación más destacable de la noche. Como en su reciente debut barcelonés, con Il trovatore, el tenor volvió a exhibir una voz de timbre claro y cálido, así como una sólida proyección, homogénea en todos los registros. A ello hay que sumar un canto de línea, en términos generales, cuidada, aunque puntualmente oscilante. Así, hay ocasiones en que el fraseo extrovertido de Grigolo resulta desmedido, lo que propicia que en algunos momentos se quede sin aire e incurra en sonidos necesariamente sordos, como le ocurrió en el fragmento «l’ardente amante mia», en su aria inicial «Recondita armonia». No obstante, detalles como este no empañaron una actuación muy notable, por parte de Grigolo. Cómodo en todo momento, el tenor italiano mostró rotundidad en el agudo, ya en la frase «La vita mi costasse vi salverò», en el primer acto, o en el «Vittoria, vittoria!» del segundo acto, pero también tierno lirismo en pasajes como «O dolci mani». Su interpretación de «E lucevan le stelle» no defraudó, fue meritoria por entrega y emotividad, mejor que el «Vissi d’arte» de Radvanovsky, pero tampoco merecedora del bis que Grigolo ofreció sin hacerse mucho de rogar, acaso deseoso de emular el éxito de su compañera. Por cierto, permítaseme un inciso pertinente en forma de pregunta: ¿un bis no implica alterar una obra y el curso normal de su representación? Volviendo a Grigolo, el suyo fue, en definitiva, un Cavaradossi debidamente lleno de entusiasmo, pasión e italianidad, atributos bien escasos en los tenores que hoy en día afrontan este tipo de repertorio. 

  

   Željko Lučić no estuvo a la altura de un personaje como Scarpia. Cierto es que escénicamente tuvo una presencia notable y mostró una implicación actoral esmerada, pero vocalmente fue insuficiente de principio a fin. El barítono serbio nunca se ha distinguido por poseer una voz especialmente atractiva, pero en la función del pasado viernes evidenció problemas de todo tipo, empezando por una proyección insuficiente y terminando por una emisión deficiente, llena de sonidos fijos. Una verdadera lástima porque el de Scarpia es un papel imponente que en manos de un buen actor siempre causa un hondo efecto, en tanto  que se alcancen unos mínimos vocales. Lučić, por desgracia, no los alcanzó.

   Spoletta y Sciarrone, los dos esbirros de Scarpia, son dos personajes abyectos y, por ello, poco agradecidos, si bien Spoletta, sobre todo, cuenta con algunas intervenciones más. Intervenciones que el tenor Moisés Marín, con una voz de timbre poco atractivo y una proyección limitada, no aprovechó del todo, al contrario Manel Esteve, quien supo, como siempre, sacar el poco jugo que da un personaje como Sciarrone. Por su parte, Felipe Bou fue un Angelotti preocupantemente deficiente en lo vocal, con un instrumento manifiestamente ajado. En cambio, Jonathan Lemalu fue un Sacristán correcto en el aspecto técnico, pero completamente intrascendente debido a una casi nula proyección.

   Completaron el reparto con corrección Milan Perišic, como carcelero, y el contratenor Hugo Bolívar, quien se encargó de la parte del pastorcillo, que Villalobos identificó con Giuseppe Pelosi, a quien Bolívar encarnó, por tanto, en la escena comentada más arriba, además de intervenir como figurante en otros momentos de la representación.

   La amplificación obligada por el director de escena, me impide hacer una valoración de la intervención del coro. Por su parte, la orquesta, bajo la dirección de Giacomo Sagripanti, sonó sin cohesión. El maestro italiano completó una lectura rutinaria de la partitura pucciniana, falta de interés y de tensión dramática, sin discurso dinámico y reincidente en el trazo grueso. La orquesta pareció distinta a la que hace todavía pocas semanas encandiló, también a propósito de Puccini, pero con la savia guía de Susanna Mälkki en el podio. Sogno o realtà. A fin de cuentas, todo, absolutamente todo en la noche del pasado viernes no hizo sino acrecentar la nostalgia liceísta del reciente y milagroso ll trittico

Fotos: A. Bofill

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