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Crítica: Vladimir Ashkenazy y Elena Bashkirova con la Philharmonia Orchestra en IBERMÚSICA

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Autor: Pedro J. Lapeña Rey
30 de abril de 2019

El carisma de Ashkenazy

Por Pedro J. Lapeña Rey
Madrid. Auditorio Nacional. 25-IV-2019. Ciclo de Ibermúsica. Philarmonia Orchestra. Elena Bashkirova, piano. Director musical: Vladimir Ashkenazy. Obertura: Mar en calma y feliz viaje, op. 27de FelixMendelsshon. Concierto para piano y orquesta nº 21 en Do mayor, K467 de Wolfgang A. Mozart. Variaciones enigma de Edward Elgar

   El segundo de los programas que el célebre pianista y director de orquesta Vladimir Ashkenazy trajo a Madrid la semana pasada junto a la Orquesta Philharmonia se presentaba bastante interesante. El Concierto para piano en do mayor de Mozart, quizás el más popular de toda su serie, enmarcado por dos obras de Mendelsshon y Elgar poco habituales, sobre todo la del alemán, ya que la de Elgar va poco a poco ganando terreno en los programas de las salas de concierto fuera del Reino Unido. Además, por diversos motivos hacía bastante tiempo que ni veía al director ruso –desde un gran concierto que dio en el año 2000 con su entonces Orquesta Filarmónica Checa con grandes versiones de «Los frescos de Piero della Francesca» de Bohuslav Martinu y de la Séptima sinfonía de Gustav Mahler– ni a la mítica centuria londinense –desde un par de programas que dio con su titular Esa-PekkaSalonen en el Bozar bruselense en la temporada 2011-2012–, una de las grandes del panorama musical, y a la que no hace falta presentar ni loar más. Tanto su gloriosa historia como su excelente presente hablan por ella y lo dicen todo. Por su parte Ashkenazy es un maestro que se hace querer. Simpático y campechano, su venerable presencia, su actitud de anti divo y esa forma tan poco ortodoxa de dirigir, ininteligible para cualquier orquesta poco familiarizada con él, le permiten conectar con el público desde que entra al escenario. A pesar de todo, yo personalmente le sigo echando de menos en el teclado, y en mi memoria permanece imborrable el recital que dio en 1996 con obras de Chopin y las dos sonatas op 31 de Beethoven, sobre toda una inolvidable Tempestad. Los recuerdos, recuerdos son y ahora hay lo que hay. Dificilmente volveremos a verle en un recital, así que tenemos que conformarnos con verle en el podio.


   Tristemente, más allá de la popular El sueño de una noche de verano, las oberturas de Felix Mendelsshon son más obras de discos que de directo. Y es una pena porque el compositor hamburgués consigue con ellas alguna de sus mejores piezas. En los últimos años, solo Riccardo Chailly en sus años con la Orquesta de la Gewandhaus de Leipzig las ha hecho justicia de manera habitual, y eso que cuando se programan, llegan al espectador. La magistral versión de La gruta de fingal que nos dio la temporada pasada Bernard Haitinken su visita con la Sinfónica de Londres es buena prueba de ello. Y la versión de Mar en Calma y Viaje Feliz de este concierto, también. Sin llegar al nivel de la del holandés, tuvo mucho que apreciar. Ashkenazy, con esa forma tan particular de dirigir, guio a los londinenses a través del excelente cuadro pictórico que Mendelsshon dibuja con sus notas. La claridad de la exposición, el color del «mar en calma» y la perfecta simbiosis de las distintas familias de la orquesta ensamblaron y empastaron de manera primordial en una versión a la que solo faltó un poco más de impulso en el «viaje feliz».

   Por el contrario, en el famoso Concierto en do mayor de Mozart, pintaron bastos. Es difícil decir algo nuevo o que al menos llame la atención en una obra tan conocida y tan escuchada como ésta, sobre todo cuando no se dice al más alto nivel, y ni el director ruso ni Elena Bashkirova –hija y esposa de reputados pianistas– lo hicieron. Y la verdad es que poco podemos decir de la versión. Todo transcurrió dentro de un nivel aceptable, con buenas frases tanto de la orquesta como de la solista por aquí y por allá, con un sonido pulcro pero no especialmente bello ni atractivo, y con una articulación en general tendiendo al forte. Pero no hubo particular química entre solista y director, y en el Andante, quizás la melodía más conocida del de Salzburgo, donde tanto orquesta como pianista deben llevarnos a un éxtasis de belleza clásica, estuvieron a punto de dormirnos. Así que ya se sabe, cuando en una obra como ésta no hay nada que resaltar, lo mejor es cuanto antesolvidar. Aun hubo más Mozart, su conocido Rondó en re mayor, K.485 que la moscovita ofreció como propina, donde seguimos por los mismos derroteros.


   Tras el descanso, nos enfrentamos a las Variaciones enigma de Edward Elgar. La obra más famosa del compositor victoriano por excelencia, es una serie de catorce variaciones sobre un tema original, dedicadas de manera individual a un amigo o un familiar, en la que cada una de ellas es un pequeño fresco sinfónico. Y es evidente que las obras con gran contenido pictórico, se benefician cuando tienes orquestas de gran sonido y de directores que sepan pintar, extraer sonidos equilibrados de las distintas secciones, y sobre todo ser capaces de empastarlas adecuadamente. No siempre es así –muchos buenos aficionados aún recuerdan el concierto del octogésimo quinto aniversario de Sir Neville Marriner, director que no se caracterizó precisamente por esto, cuando junto a su Academy of St. Martin in the Fields, que tampoco se caracterizó por ello, dio una preciosa versión tanto del Concierto para doble orquesta de cuerda de Sir Michael Tippet como de esta obra– pero en general sí.

   La versión de Vladimir Ashkenazy no fue de una calidad referencial, pero tuvo momentos de gran interés. Y fue una lástima porque el bellísimo sonido de la orquesta y el virtuosismo que desplegaron sus músicos, hubiera requerido que el Sr. Ashkenazy hubiera puesto a lo largo de toda la obra –bien es verdad que lo hizo en algunas partes– toda la carne en el asador. Aun así hubo momentos para disfrutar. El tema inicial fue bien expuesto aunque le faltó redondearlo. En la primera variación L'istesso tempo dedicada a la esposa de Elgar, las cuerdas fueron ágiles y descriptivas, y en la segunda H.D.S.-P. consiguió unas dinámicas muy atractivas. En la tercera y la cuarta la orquesta demostró su virtuosismo. Algo cortas de hálito y de impulso la quinta, y la famosa sexta Ysobel. En la séptima Troyte nos apabulló el virtuosismo orquestal con unos metales de «rompe y rasga», y en la octava W.N. las cuerdas volvieron a brillar acompañando a unas maderas sublimes. En la novena, Nimrod, la más famosa de la serie, el Sr. Ashkenazy optó por una construcción cristalina e inmaculada, regulando y controlando la dinámica hasta la explosión final, pero a ésta le faltó algo de contundencia y de vuelo, e incluso de recrearse en la jugada. Estupendos los juegos de las maderas y las cuerdas en la décima Dorabella. De nuevo faltó algo de vuelo a la undécima G.R.S. Estupendos el violonchelista Timothy Walton y la viola Yukiko Ogura en la duodécima B.G.N. acompañados por unas cuerdas cálidas y carnosas, muy bien empastadas. El punto álgido de la versión fue la decimotercera * * * donde pudimos admirar pianísimos de cuerdas de quitar el hipo y la intervención absolutamente magistral del clarinetista Mark van de Wiel. E.D.U., la última de las variaciones, fue un compendio de las anteriores donde volvimos a admirar virtudes –las enormes cualidades de la orquesta– y defectos –la falta de vuelo que requiere una obra como ésta, aun con el peligro de caer en la grandilocuencia–.


   En los aplausos finales el público estuvo generoso, aclamando tanto a los diversos solistas como al director ruso. Éste siguió alimentando su fama de antidivo y no subió en solitario al podio a recibir las ovaciones. Las recogió junto a los músicos. En un momento dado levantó la partitura de la obra de Elgar dirigiendo a ella los aplausos, y a continuación, hizo indicaciones al público dando a entender que tenía que irse a dormir, y se llevó de la mano al concertino para que también la orquesta se retirara del escenario.

Foto: Rafa Martín

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