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Crítica: Valery Gergiev dirige a la Sinfónica del Mariinsky en el Auditorio Nacional para La Filarmónica

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Autor: Álvaro Menéndez Granda
28 de enero de 2017

EL ÚLTIMO GRAN ADIÓS

   Por Álvaro Menéndez Granda
Madrid. 26-I-2017. Auditorio Nacional. Orquesta sinfónica del teatro Mariinsky. Valery Gergiev, director. Sergei Redkin, piano. La Filarmónica

   Hablar de Rachmaninov es siempre un privilegio para mí. No soy ni por asomo un especialista, pues mucha de la bibliografía monográfica existente sobre el autor se encuentra escrita en su idioma natal –y la que hay en español es realmente escasa–, pero quienes me son cercanos saben que su Concierto nº3 para piano y orquesta fue la obra que abrió mi mente al mundo de la música cuando ni siquiera era yo un adolescente y me ayudó a decidir dedicarle a ésta una buena parte de mi vida. Pero, además de lo que representa su música, también el estudio biográfico del propio compositor resulta en extremo interesante. Su vida estuvo plagada de constantes obstáculos: problemas familiares, depresión, fracasos, exilio, y la nostalgia permanente de una Rusia que nunca volvería a ver tras afincarse definitivamente en los Estados Unidos de América. Sin duda una historia triste, que me genera una natural simpatía hacia la figura del compositor y pianista.

   El programa que nos presentó La Filarmónica en la velada de anoche reunió dos obras muy significativas en el corpus compositivo de Rachmaninov: la Rapsodia sobre un tema de Paganini, Op.43 y sus Danzas Sinfónicas Op.45. Además, escuchamos la maravillosa Suite "El cuento del zar Saltán" de Rimsky-Kórsakov, abriendo la primera parte, y la muy evocadora El lago encantado de Liadov, como comienzo de la segunda. Los maestros de la Orquesta Sinfónica del Mariinsky conocen bien las intenciones de su director, y su interpretación de Rimsky-Kórsakov fue deliciosa, como un muestrario de sonoridades y de recursos musicales al alcance únicamente de una orquesta sincronizada a la perfección. Gergiev, con su imagen severa y ruda, dirigió con gestos amplios, vehementes y rápidos, extrayendo de sus músicos un sonido de excepcional calidez y suavidad, incluso en los pasajes más enérgicos. Igualmente sucedió con la miniatura de Liadov El lago encantado, surgiendo el sonido de la nada con una delicadeza admirable. En esta partitura de Liadov la textura y la armonía son las protagonistas, y no defraudó la interpretación en la que orquesta y director encontraron un evocador equilibrio entre familias de instrumentos.

   Pero, sin duda, el atractivo del programa eran las dos obras de Rachmaninov que, como decíamos, son especialmente significativas en su trayectoria. La Rapsodia sobre un tema de Paganini es habitualmente denominada “el quinto concierto” y es la última obra que el ruso escribió para piano y orquesta. Rachmaninov la escribió en forma concertante pero, como bien señalan las acertadas notas al programa de Juan Manuel Viana, la relación entre solista y orquesta está tratada en la Rapsodia  de un modo diferente que en los conciertos, no tanto como una oposición entre el piano y la masa orquestal sino más bien como una integración del solista en la unidad de la orquesta. Por supuesto no renuncia al virtuosismo y a la monstruosa dificultad de la escritura pianística típica de sus obras, y la actuación del joven Sergei Redkin fue toda una demostración de técnica y expresividad, una demostración de su talento interpretativo y de que todas esas dificultades están vencidas si es él quien se sienta al piano. La cohesión solista-orquesta, amén de ser asombrosa, vino a confirmar una vez más que el espíritu concertante de la obra reside, en realidad, en la unidad de ambas partes. Habríamos deseado un poco menos de presión sonora por parte de la orquesta en determinados momentos, para dejar brillar al solista, pero fueron dos o tres momentos puntuales muy breves que en nada empañaron la actuación del conjunto.

   Decíamos antes que la Rapsodia es la última obra que Rachmaninov escribió para piano y orquesta. En ese sentido, me gusta imaginar que su famosa variación XVIII –en la que el compositor retrograda y cambia de modo el tema original de Paganini– es su último gran adiós al instrumento al que consagró su vida. No me avergüenza confesar que, en un rincón del primer anfiteatro del Auditorio Nacional, a un servidor le asomaron las lágrimas ante la grandeza del tema y de la riqueza de su escritura orquestal. Me tranquiliza, no obstante, saber que en el momento nadie se dio cuenta. En definitiva, la experiencia musical es íntima y tampoco se trata de ser impúdico. El caluroso y merecido aplauso que recibió Redkin hizo que nos regalara a todos una maravillosa interpretación de Vocalise, también de Rachmaninov.

   El conjunto multicolor de las tres Danzas Sinfónicas Op.45 conforma otra obra de gran significación en la producción de Rachmaninov. Se trata de su última creación, -finalizada tres años antes de que falleciera debido a un cáncer–, y en ella se pueden encontrar momentos realmente conmovedores, como el segundo tema de la primera danza, que le aportan un carácter de nostálgica renuncia. Este tema contiene, también en mi opinión, otra gran despedida: Rachmaninov se despide de su patria, de la que debió huir y a la que nunca pudo regresar; se despide de la música, de la creación artística y, en cierto modo, de la vida que se le agotaba. La interpretación de Gergiev al mando de la Sinfónica del Mariinsky fue de nuevo magistral. En la segunda danza, el tempo de vals fue muy comedido, más de lo que esperaba del director ruso, pero el efecto no sólo no me decepcionó, sino que me descubrió una nueva manera de entender el movimiento. La tercera danza, en la que Rachmaninov contiene su habitual espíritu melodista, destacó por su cuidado equilibrio tímbrico. Una prolongada ovación despidió al maestro Valery Gergiev y a la Orquesta Sinfónica del Teatro Mariinsky, dejando en todos los asistentes un maravilloso recuerdo que el tiempo tardará en borrar.

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