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Crítica: Valery Gergiev dirige «Tannhäuser» de Wagner en el Festival de Bayreuth

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Autor: Raúl Chamorro Mena
1 de agosto de 2019

Parodia en Bayreuth

Por Raúl Chamorro Mena
Bayreuth, 28-VII-2019. Festpielhaus. Tannhäuser und der Sängerkrieg auf WartburgTannhäuser y el torneo poético de canto del Wartburg. (Richard Wagner). Stephen Gould (Tannhäuser), Lise Davidsen (Elisabeth), Elena Zhidkova (Venus), Markus Eiche (Wolfram), Stephen Milling (Landgrave Hermann), Daniel Behle (Walther von der Vogelweide), Kay Stiefermann (Biterolf),Jorge Rodríguez Norton (Heinrich Schreiber). Con la participación de la Drag Queen Le gateau Chocolat y de Manni Laudenbach como Oskar. Orquesta y coro del Festival de Bayreuth. Dirección musical: Valery Gergiev. Dirección de escena: Tobias Kratzer.

   Aunque sea nadar contracorriente, no pienso dar el gusto a los que hacen de la ópera vehículo para sus ocurrencias escénicas, sus provocaciones y polémicas hábilmente buscadas y fácilmente encontradas, gracias a la colaboración del actual cotarro operístico, incluidos algunos juntaletras, quizás imbuidos de filosnobismo, o bien alucinación iconoclasta o a los que la música debe aburrir y buscan «divertirse» y reírse a mandíbula batiente en óperas que no son precisamente bufas, así como un público cada vez más desconcertante, con menos criterio y ayuno de referencias, que es capaz de aplaudir con mayor fervor a una Drag Queen, con todos los respetos para la misma y su profesionalidad, que a un tenor que se ha cantado con solvencia y seguridad todo un Tannhäuser o que al propio director musical, un Valery Gergiev que renuncia a volver el próximo año, siendo sustituido en esta producción por Axel Kober. Ya se le notaba poco contento en los saludos finales. No parece Gergiev un músico que asuma un papel secundario en un espectáculo audiovisual, en el que la música queda relegada a una mera banda sonora en segundo plano.


   Por lo tanto, siento aguar la fiesta a los que estén ávidos por leer acerca de la Drag Queen que se ha convertido en reina de Bayreuth o de Tannhäuser vestido de payaso, pues está reseña de dedicará, en primer lugar y como corresponde, a lo principal, que es la magnífica música de Wagner (¿hasta cuándo nos dejarán disfrutar de la música en los teatros de ópera y no la meterán mano a fondo?) y los cantantes, pues esta representación de la nueva producción de Tannhäuser en la sala de Festivales de Bayreuth alcanzó un notable nivel músico-vocal.

   A pesar de todo, de que, presumiblemente, no cumplimentaría el número de ensayos necesario, especialmente para acoplarse a la particular acústica del foso cubierto de Bayreuth, y que la puesta en escena, conviene insistir, arrincona la vertiente musical, Valery Gergiev exprimió su indudable talento y obtuvo un sonido espléndido de la extraordinaria orquesta en una labor intensa, con nervio y muy tensionada, aunque faltó el elemento transcendente –tampoco el vodevil escénico lo permitía- y sin poder sustraerse a una cierta sensación de superficialidad.

   El estadounidense Stephen Gould es, prácticamente, el único que actualmente puede anunciarse como Heldentenor sin ponerse colorado. Voz amplia, con un centro ancho y corposo, un grave sólido y un timbre atractivo, con los reflejos baritonales apropiados. Elementos fundamentales en la escritura vocal wagneriana como potencia, resistencia y seguridad fueron impecablemente verificados por Gould, que acentuó con incisividad y dotó de la adecuada impronta dramática a su relato del tercer acto «Imbrunst in Herzem» («con fervor en el corazón»). Su único y habitual talón de Aquiles, la franja aguda, apretada y muy esforzada, no empañó una interpretación muy estimable de un tenor digno de grandísimo respeto, que además se implicó en el show escénico con una profesionalidad y compromiso encomiables, incluido el triste momento en que ha de quemar la partitura de Tannhäuser.


   Eso sí, hay que subrayar, que el «entendido» público no se lo agradeció lo suficiente y ovacionó más a los artistas-activistas «invitados».

   Es siempre un placer escuchar el impacto en teatro -y más con la extraordinaria acústica del Festpielhaus de Bayreuth- de una voz de tanta calidad como la de la soprano noruega Lise Davidsen. Su sonido robusto, denso, caudalosísimo y aterciopelado llenó la sala y dominó insultantemente los concertantes, en los que sepultó a todos con sonidos restallantes, a modo de ola sonora. Tan privilegiados medios vocales van acompañados de una presencia escénica imponente. Una voz tan grande es difícil de domeñar, pero logró recogerla en una sentida plegaria del último acto, eso sí, el margen de mejora en cuanto a fraseo y acentos es muy amplio y los agudos, pletóricos de timbre y expansión denotan más, unos extraordinarios medios de natura, que un asentado respaldo técnico y ortodoxo dominio del pasaje. Davidsen tuvo que apechugar, además, con una caracterización de Elisabeth pergeñada por los responsables de la puesta en escena, que resultó abyectamente provocativa, totalmente desdibujada, no sólo lejos de la mujer pura que simboliza el amor espiritual y redentor, de lo que tampoco nos vamos a sorprender ahora, ya que uno ha visto casi de todo, pero jamás que Elisabeth se acueste con Wolfram (tiene tela).


   Muy cómoda se encontró la mezzo rusa Elena Zhidkova con la tesitura Falcon de Venus. Su desahogo y buena proyección en la zona alta lucieron sobradamente, al igual que su desparpajo y dotes de comediante en una Venus que triplica su presencia escénica en esta producción, convertida en una especie de vedette hippy muy sexy. La Zhidkova exprimió bien su belleza y atractivo físico, así como una apropiada gestualidad en las videonarraciones, convenientemente exagerada, como de cine mudo, en el tono de comedia revisteril, fundamento de esta producción. Por su parte, el barítono alemán Markus Eiche, con un sonido mate y pobretón tímbricamente, cantó muy correctamente la liederística parte de Wolfram, pero tampoco mostró un fraseo de especial clase ni variedad. El bajo danés Stephen Milling acreditó la rotundidad requerida por este personaje mayestático, que se expresa con la solemnidad que exige un Príncipe soberano. Sonoro, recio, con un centro bien nutrido y un grave bien guarnecido, Milling sólo padeció en los muy puntuales ascensos resueltos en sonidos forzados y retrasados, pues acredita las insuficiencias técnicas crónicas del canto actual.

   Muy flojo Daniel Behle como Walther y hacer constar, cómo no, el debut en Bayreuth del español Jorge Rodríguez Norton, que si tuvo complicado hacerse oir en sus intervenciones, casi todas en tutti, este debut en Bayreuth adornará su currículum y sin duda, la valdrá oro para su futura trayectoria.

   Y vamos con la producción de Tobias Kratzer del que ví hace un par de años una Africana de Meyerbeer en Frankfurt ambientada en el espacio interestelar. Este montaje reúne un cocktail de todos los elementos habituales en la mayoría de los directores de escena operísticos actuales. A saber, aversión hacia el romanticismo, tendencia a la ridiculización de todas sus señas de identidad, delirio iconoclasta, utilización de la ópera para las ocurrencias personales, a veces dignas de un análisis psiquiátrico y servirse del género lírico y sus títulos más emblemáticos como medio para revindicaciones políticas en las que está implicado especialmente el responsable de la puesta en escena. Todo ello con el taimado objetivo de la degradación del arte. Un arte sublime y elevado como es la música clásica y la ópera, que ellos, en el fondo, desprecian y que pretenden que está a su altura cualquier otro espectáculo vulgar, cuando no claramente burdo como el que cualquier adolescente contempla en su móvil o que puede verse cotidianamente en TV. Y no, no todo es cultura ni todo es arte.


   Hay que subrayar, de todos modos, que cierto «Wagnerianismo» en el pecado lleva su penitencia. Ese complejo de superioridad, ese sectarismo frente al resto de compositores y repertorio operístico, esa gravedad mística que siempre ha rodeado al Festival de Bayreuth como una especie de templo de una religión de elegidos o iluminados, además de presumir de encarnar la más estricta vanguardia escénica. Ello lo ha convertido en terreno ideal para los actuales iconoclastas y desmitificadores. Han pensado «tomad gravedad, tomad gandilocuencia, tomad profundidad filosófica y ceño fruncido, ahora os váis a enterar, ridiculización al canto». Los responsables de la puesta en escena, el citado Tobias Kratzer, con escenografía y vestuario de Rainer Sellmeier y Manuel Braun a cargo de los videos, -tal y como justifican en el programa editado por el Festival- aprovechan ese Wagner revolucionario de la década de los 40 del siglo XIX (por ello se representa la versión original de Dresde, elección del director de escena pasando por encima del musical), así como sus postulados de libertad vital y creativa, para redondear «su obra» y dotarla de un pretendido marchamo genuinamente Wagneriano. No se puede negar su astucia para coger lo que les interesa y forzarlo a sus postulados.

   Apenas transcurridos un par de minutos de obertura, una de las emblemáticas de Wagner y que uno no puede disfrutar con la apropiada concentración, a telón bajado, sino que nos distraen de la música con imágenes de una narración videográfica que nos instala en una suerte de road movie de comedia negra. El Venusberg es una furgoneta con una troupe formada por unos seres marginales o salidos del mundo de las variedades del Teatro chino de Manolita Chen. Venus en plan vedette, una drag Queen de raza negra(Le gateau Chocolat), un enano (todos están muy bien en su cometido y no se pone en duda su profesionalidad), además de Tannhäuser vestido de payaso. Los cuatro se dedican a tomar drogas, robar una hamburguesería y hasta atropellar un agente de policía. Ver a Tannhäuser de tal guisa me saca inmediatamente de la obra tanto, como si presenciara un Trovador con Manrico ataviado de un mono de fontanero o una Tosca con la protagonista vestida de esquimal. El supuesto Tannhäuser empieza a cansarse de esta vida, por lo que abandona este particular Venusberg y después de una imagen del valle del Wartburg, aterriza en la colina verde de Bayreuth en la que el coro de peregrinos lo forman los asistentes anuales al Festival. El segundo acto es un ejercicio impecablemente resuelto técnicamente, todo hay que decirlo, de metateatro. En la mitad del escenario hacia abajo vemos una representación en Bayreuth de Tannhäuser considerada clásica (vamos, que debe ser de hace mucho) y en la mitad superior lo que ocurre fuera de escena, entre bambalinas. En mitad del concurso de Minnesänger irrumpe la troupe en el teatro, avanzan por sus dependencias e invaden la escena. Imaginen las situaciones risibles, grotescas, en plan sainete que se producen con personación al final de la policía (llega la forza como en el final del acto primero de la ópera buffa por excelencia, El barbero de Sevilla de Rossini) y colocación de la bandera arco iris sobre el arpa.

  Las risas se adueñan del recinto y no estamos, es preciso insistir ente una ópera cómica. Cómo no echar una carcajada cuando Le gateau chocolat realiza una carantoña al retrato de Thielemann o cuando el enano al comienzo del último acto, agarra un trozo de papel para aliviarse detrás de un árbol después de desayunar… En fin, estupefacto tuve que presenciar como el tenor quema la partitura de Tannhäuser, ni rastro de funeral de Elisabeth (que fallece de forma sanguinaria como a manos de Norman Bates, aparentemente pasaportada por Wolfram o bien por su propia mano) y los peregrinos (fabuloso el coro del Festival) que le estorban, en el último acto son un grupo de señores vestidos como de la calle (al menos, no pusieron una grabación como en el El holandés errante que ví el pasado enero en Dresde a cargo de Florentine Klepper). Ni rastro de la dicotomía salvación/condenación, ni de la contraposición amor espiritual-amor carnal, ni de la idea clave de esta ópera y, en general, en la creación Wagneriana, la redención, en este caso del hombre pecador por el amor incondicional de la mujer pura. Tampoco, por supuesto, ni asomo de trascendencia, otro elemento esencial en un artista como Wagner que creía firmemente que la música era la única manifestación artística capaz de expresar lo trascendente. Al contrario, risas, carcajadas, el tono de vodevil, de chanza, de espectáculo audiovisual en tono humorístico. En fin, de ridiculización y sobretodo, de parodia, porque como parodia esta puesta en escena es impecable y como atentado a la obra de Wagner resulta superior, pues, nada menos, que deja a su música en lugar secundario.

   
La perfomance de la troupe continuó en los jardines durante el primer descanso (desde luego para Le gateau chocolat la promoción está siendo impagable). ¡Qué diversión! ¡Qué risa! ¡Viva el humor! Pues que siga la diversión…

Foto: Enrico Nawrath

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