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Crítica: Recital de Vladimir y Vovka Ashkenazy en el Auditorio Nacional

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Autor: Álvaro Menéndez Granda
6 de junio de 2017

DOS PIANISTAS, UNA IDEA

   Por Álvaro Menéndez Granda  | @amenendezgranda
Madrid. 5-VI-2017. Vladimir y Vovka Ashkenazy, piano. Ciclo «Grandes Intérpretes» de la Fundación Scherzo.

   Si quedan leyendas vivas del piano, Vladimir Ashkenazy es una de ellas. Cómodo en una amplia variedad de repertorios, el pianista ruso posee una técnica envidiable y una musicalidad muy refinada que, juntas, son garantía de éxito. El ciclo «Grandes Intérpretes» de la Fundación Scherzo nos ha traído esta vez una ración doble de Ashkenazy, presentando un curioso programa para dos pianos en el que el pianista vino acompañado de su hijo Vovka Ashkenazy, aunque la palabra «acompañado» sea en este caso injusta puesto que ambos músicos se enfrentaron a dificultades similares y con igual fortuna.

   El programa abría la velada con una obra de Schubert que, en opinión del autor de las notas al programa, Santiago Martín Bermúdez, no sólo no representa la grandeza del autor sino que se trata de una obra poco inspirada, de longitud excesiva y escasa importancia. Y, en efecto, no podemos sino estar plenamente de acuerdo. Pese al buen hacer de ambos músicos, el Divertimento a la húngara en sol menor D.818 constituyó todo un tour de force para nuestra paciencia, que se agotaba de escuchar una y otra vez los mismos temas repetidos de forma tediosa sin un aporte de novedad o variación. Por supuesto que un tema inocente y sin aparente interés puede dar lugar, con el tratamiento adecuado, a una obra de gran entidad, valor y belleza. Pero no es el caso y la partitura pasó sin pena ni gloria por un público que aplaudió las buenas intenciones de los intérpretes, pero no la pericia del compositor.

   La sala –que lejos de estar completa, lucía a un deprimente medio gas– se preparaba entonces para la segunda obra de la tarde, el poema sinfónico El Moldava de Smetana en versión para dos pianos. Los intérpretes se entregaron con igual intensidad a esta pieza y, sin embargo, el resultado fue muy diferente respecto a la obra anterior. Gran colorido, planos sonoros muy cuidados y una homogeneidad de ideas musicales que llamó poderosamente nuestra atención. Al término de la obra, que fue ampliamente aplaudida, llegó el descanso y durante el mismo pudimos mantener una breve conversación con Soledad Bordas, pianista y profesora con una larga trayectoria y un criterio musical de referencia. Hablamos de la idea interpretativa que ambos pianistas tenían y de la sorprendente unidad musical que conformaban. Y es que, sin duda alguna, lo más sorprendente del recital fue la cohesión de los dos intérpretes, la naturalidad con la que las ideas musicales se materializaron a través de ambos con la obra siempre en primer término y la calidad como fin último.

   Así llegamos a la segunda parte, en la que Ravel y Rachmaninov fueron los protagonistas. Del primero escuchamos la Rapsodia española en su versión original para dos piano. Muchas de las obras del compositor vascofrancés –orquestador brillante y genial donde los haya– han pasado a la historia en las versiones para orquesta que él mismo realizó, lo que en ocasiones lleva al gran público –e incluso a algunos músicos profesionales– a pensar que las versiones para el conjunto orquestal son en realidad las primeras y originales. Es el caso de Le Tombeau de Couperin, la deliciosa y lánguida Pavana para una infanta difunta, y la citada Rapsodia española. Por eso mismo nos resulta en extremo agradable escuchar alguna de estas obras en su versión original para piano o, como en este caso, para dos pianos. El tándem Ashkenzay-Ashkenazy construyó una versión sólida con una variedad de colores que hizo justicia a la partitura y supuso, a nuestros criterio, el mejor momento de la velada. De Rachmaninov se interpretó la inusual Suite Op.5, también llamada Fantaisie-Tableaux. Obra poco programada, es en realidad una página muy interesante del compositor ruso que, pese a su juventud, ya demostraba una paleta de recursos bastante amplia al momento de componer esta obra, y presagiaba algunas de las características del lenguaje que desarrollaría en su madurez. El punto de vista interpretativo de los Ashkenazy fue intachable, algo que no debería sorprender teniendo en cuenta que las grabaciones que Vladimir ha realizado a lo largo de su carrera de la obra del compositor ruso han sido siempre alabadas por la crítica y el público. Así supo responder el respetable madrileño, con una prolongada ovación que llevó al conjunto a interpretar, a modo de propina y con bastante acierto, el Vals Fantasía de Glinka.

   Poco más que decir de un concierto que fue in crescendo, desde el insulso Schubert del inicio hasta las páginas de Ravel y Rachmaninov, culminación de la tarde con aplausos merecidos y un público que parecía resistirse a abandonar la sala. Nosotros, una vez más, nos quedamos la maravillosa cohesión de las versiones que nos ofrecieron ambos maestros del piano. Fueron dos pianistas y una única idea de interpretación.

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