Crítica de Óscar del Saz del recital del tenor español Xabier Anduaga en el Teatro Real de Madrid
Foto: Elena del Real / Teatro de la Zarzuela
Técnica gana a emoción
Por Óscar del Saz | @oskargs
Madrid. 19-XII-2025. Teatro Real. Gala de Navidad 2025 con Xabier Anduaga. Obras de Vincenzo Bellini (1801-1835), F. Paolo Tosti (1846-1916), Franz Liszt (1811-1886), Gaetano Donizetti (1797-1848), Giuseppe Verdi (1813-1901), Franz Schubert (1797-1828), Reynaldo Hahn (1874-1947), Jacinto Guerrero (1895-1951), Pablo Sorozábal (1897-1988). Xabier Anduaga (tenor), Maciej Pikulski (piano).
Asombra pensar que el tenor de La Bella Easo, Xabier Anduaga -que cuenta tan solo con 30 años-, y dado su gran nivel técnico actual, realizara su debut profesional oficial en 2016, cuando fuera seleccionado por la Academia Rossiniana de Pesaro para interpretar el papel de Cavalier Belfiore en «Il viaggio a Reims», de Rossini, durante el Rossini Opera Festival. Ese mismo año, también debutó como Príncipe Don Ramiro en «La Cenerentola», del mismo autor, en el Teatro Arriaga de Bilbao.
Actualmente catalogado como lírico-ligero, muy técnico, y con gran visibilidad a nivel internacional, en muy clara transición a lírico pleno (con potencia en los agudos), podrá ir abandonando su repertorio inicial en roles de Rossini y Donizetti (Belcore, Almaviva, Lindoro, Fenton y Nemorino), manteniendo algunos de Bellini (Elvino, «Sonnambula») y Verdi (Alfredo, Duca di Mantua) para pasar a papeles típicamente líricos, alternando con otros géneros que le van también muy bien, como el Lied, la «mélodie», la zarzuela… Sería deseable verle en acción en alguna que otra obra más de oratorio.
Por su gesto serio, circunspecto, poco dado a dejar nada al azar ni tampoco hacer concesiones al abandono interpretativo/sentimental, adivinamos en él una cabeza bien amueblada, de artista en crecimiento, que entiende que la voz ha de llevarle por donde a ella convenga, buscando un mayor desarrollo optimizado de la transmisión emocional, carisma y vis actoral, que a nuestro juicio son sus mayores retos de mejora, pero sin dejar de vigilar nunca la esfera técnica, no olvidando nunca que el principal objetivo de cualquier cantante es conseguir atravesar la gran barrera existente entre el escenario y el público, de modo que pueda transmitirle todas las emociones de los roles que interprete.
El recital que diseñaron Anduaga y su magnífico pianista acompañante, Maciej Pikulski (1969), se articuló como un viaje emocional y estético con ejes cartesianos basados en la nostalgia, la idealización amorosa y la afirmación vital en la primera parte. Bellini abrió el camino con la exigente pieza de «La ricordanza», una evocación melódica que suspira por lo perdido, símbolo del bel canto más puro, y que Anduaga retrató muy adecuadamente por mor de una sensibilidad introspectiva, muy acorde con la pieza, con pureza en el sonido y control del legato y la dinámica, con engarce de varias «mesa di voce», perfectamente ejecutadas, para transmitir con sutileza el estremecimiento de un instante, junto a la amada, que vale más que la vida.
En el bloque de Tosti, se prolonga esa atmósfera para cada una de las tres joyas, que oscilan entre la esperanza («Ideale»), la despedida amorosa («L’ultima canzone») y la sensualidad («‘A vucchella»), en las que acertadamente se optó por no aplicar el «tono operístico» a ultranza, aportando todo lo que se requiere técnicamente, aunque también se tomó la decisión -que no nos convenció- de acabar la primera y la tercera de las piezas en pianísimo y en falsete. En la última, faltó un tanto de «gracia mediterránea» y un más trabajado dialecto napolitano. Muy difícilmente igualable fue su interpretación de la intermedia, con una ejecución tan natural como elegante, fraseo sostenido y un dibujo en legato muy bien pergeñado.
Como pequeño receso para el cantante, el virtuosismo de Pikulski inundó la atmósfera de la sala con la «Paráfrasis sobre Rigoletto», de Liszt, con pasajes muy virtuosos en torno al famoso cuarteto, con aligeradísimas digitaciones, y una admirable ejecución reflejo de pasiones cruzadas -a cuatro voces (Duca, Maddalena, Gilda, Rigoletto)- que se transmutará en el drama que finalmente acontece.
Donizetti y Verdi cerraron la primera parte con dos arias icónicas: la desesperación y final vital de Edgardo («Tombe degli avi miei»), interpretada un tanto fuera del estilo belcantista, dado que se aplicaron excesos en los volúmenes y en las dinámicas crecientes, mucho más allá de las consabidas medias voces, en las que -en realidad- debería encuadrarse toda la interpretación. Además, estimamos que nunca hay que tener prisa en esta gran escena, por lo que los «tempi» debieron haberse aminorado para dosificar la efectividad del aria y llegar a un deseable final del fiato en la última nota aplicando el recurso -eso sí lo hizo- de la «sfumature».
Apabullante fue la puesta en voz de la ligereza fatal del Duque de Mantua en la aparentemente sencilla «La donna è mobile», que se cantó como debe ser, uniendo los versos en una única respiración. Aquí se marca el punto de inflexión donde el amor se convierte en burla, destino y tragedia, con un final circense en la coloratura, donde se mantuvo la nota aguda con sonoridad y brillo plenos, demostrando Anduaga perfecta afinación y expansión del sonido, con un efecto teatral y triunfante, que subrayó la ligereza y arrogancia del Duca.
En la segunda parte podríamos hablar de un hilo conductor basado en algo así como la sublimación de la luz y el alma. Con el regreso de Liszt se acometieron los «Tres Sonetos de Petrarca», donde la palabra poética se funde con la música en una meditación sobre el amor idealizado. Los correspondientes registro amplio, graves sostenidos con cuerpo, centro cálido y agudos luminosos, no fueron ningún problema para Xabier Anduaga, aunque para mantener la intimidad poética -camerística-, y no aplicar toda la voz operística, el tenor hubo de recurrir a los falsetes en la zona aguda -alguno como final-, lo que puede ser muy discutible porque el falsete interrumpe la línea belcantista por desigualar la homogeneidad tímbrica. Muy bien el acompañamiento de Pikulski, virtuoso y sinfónico, muy de acuerdo con el estilo de Liszt.
Schubert, a través de la transcripción de Liszt, aportó de nuevo al piano solo de Pikulski y su magnífica interpretación, el lirismo puro de la bella «Ständchen», una serenata que es casi un susurro nocturno, y que en la versión solo instrumental se adorna, en una tercera vuelta de la melodía principal, con ecos y cánones en octava alta.
El color francés, como muestra de versatilidad en el cantante, apareció con las tres «mélodies» de Reynaldo Hahn («À Chloris», «L’heure exquise», «Si mes vers avaient des ailes»), que esconden retos técnicos y estilísticos importantes con líneas largas y sonidos flotantes, sin excesos dramáticos, que sirvieron, muy bien ejecutados, de «descanso vocal» a nuestro tenor, y al respetable de efectivo bálsamo: amor idealizado, belleza serena y ensoñación poética.
Para cerrar, zarzuela, con la interpretación matizadísima de la romanza «Flor roja», de «Los gavilanes», primando la dinámica piano y la orfebrería en el fraseo, frente a otras interpretaciones -igualmente válidas- más exultantes en medios vocales y con agudo final echando el resto. En este caso, el agudo final se recató al máximo en volumen para mantener el carácter sensible y tierno.
La afirmación vehemente del «¡No puede ser!», de «La tabernera del puerto», donde la pasión se convierte en verdad irrefutable, fue ejecutada con intensidad expresiva, aunque sin excesos ni afectamientos, equilibrando pasión y elegancia. Los agudos fueron plenos y brillantes, obviamente no teniendo que luchar contra una densa orquesta.
Con un éxito muy rotundo, manifestado por la totalidad del público que llenaba a rebosar el Teatro Real, la primera propina fue «Júrame», de la mexicana María Grever (1885–1951), interpretada sin recato ni ahorro de medios, aunque de comienzo grave, difícil de encuadrar en el pentagrama si luego no quieres emitir notas extremas. Ante la insistencia del público, le siguió la famosísima «Adiós Granada», romanza perteneciente a la zarzuela «Emigrantes», de Tomás Barrera (1870–1938) y Rafael Calleja (1870–1938), demostrando Anduaga gran habilidad para emitir los melismas/quejidos, larguísimos, incluido los del final, en tesitura mucho más aguda.
Aun teniendo el público de El Real fama de difícil, en algunas de las interpretaciones de Xabier Anduaga se notó cierta falta de conexión emocional con el respetable, ya que cuando el cantante abandonaba el escenario, el público no insistía en aplaudir, cosa que no ocurre cuando «te has metido el público en el bolsillo». Como hemos comentado al principio, que el cantante «transmita» al público es uno de los factores de mejora del joven tenor. Que la técnica esté por encima de la emoción que ahora Anduaga sea capaz de transmitir no es, en absoluto y de momento, una desventaja. Más al contrario, debe ser la primera premisa para poder, con la experiencia, conseguir emocionar en un futuro cercano sólo con la voz. Aprovechando estas líneas, deseamos a los amables lectores unas felices fiestas y que el 2026 venga cargado de éxitos y buenos propósitos.
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