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Crítica: Yannick Nézet-Séguin dirige la 'Octava sinfonía' de Mahler en Bruselas al frente de la Filarmónica de Rotterdam

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Autor: Pablo Sánchez Quinteiro
1 de abril de 2018

Octava Octava en Bruselas

   Por Pablo Sánchez Quinteiro | @psanquin
Bruselas. 24-III-2018. Gustav Mahler: Sinfonía nº 8. Angela Meade | Soprano, Erin Wall | Soprano, Erin Morley | Soprano, Michelle DeYoung | Contralto, MihokoFujimura | Mezzo-soprano, Michael Schade | Tenor, Markus Werba | Barítono, Christof Fischesser | Bass, Groot Omroepkoor | Coro, Rotterdam Symphony Chorus | Coro, OrfeonDonostiarra | Coro, NationaalKinderkoor | Coro, Orquesta Filarmónica de Rotterdam. YannickNézet-Séguin | Director. Sala Henry Le Boeuf del Palacio de Bellas Artes de Bruselas

   Aunque la historia del Klara Festival se inició en el 2014, su origen se remonta a los años sesenta con la creación del Festival de Flanders en Bruselas. La participación cada vez más activa de Radio Klara, acrónimo de la  Klassieke Radio belga, condujo a la realización de un festival específico a lo largo del mes de marzo –este año del 9 al 30- en el cual todas las actividades (ópera, conciertos orquestales, música de cámara, jazz, música étnica, etc.) son retransmitidas en directo. Aunque los conciertos tienen lugar mayoritariamente en Bruselas, el festival comprende otras sedes en Amberes y Brujas.

   Entre el interesante programa clásico de este año destaca la presencia de una Octava sinfonía “De los mil” de Gustav Mahler. Siempre un evento por sí misma, la obra se enmarcaba igualmente en las celebraciones del centenario de la Orquesta Filarmónica de Rotterdam, orquesta con una amplia tradición mahleriana que se refleja de hecho en la autoría de una de las primera grabaciones discográficas de la obra, la dirigida por Eduard Flipse, y en la realización en los años noventa de una integral de culto entre los mahlerianos, con el añorado José Luis Pérez de Arteaga a la cabeza: la de Edo de Waart.

   Al frente de los 350 músicos y cantantes implicados en levantar esta monumental partitura se encontraba el joven director canadiense Yannick Nézét-Seguin, quien, justo tras diez años al frente de la orquesta holandesa, se despide de ella para centrarse con su titularidad con la Orquesta de Filadelfia y la inminente al frente del Metropolitan de Nueva York. Nézét-Seguin, célebre por la energía y carácter que imprime a sus interpretaciones ya contaba con una experiencia previa dirigiendo la obra, en concreto en Filadelfia en mayo del 2016.

   El elenco de los ocho solistas, siempre crucial a la hora de levantar esta obra de una forma exitosa, estuvo formado por cantantes con un dilatado bagaje en la sinfonía. Destacan por la trascendencia de su papel las dos primeras sopranos Angela Meade y Erin Wall quienes respondieron a la perfección a las brutales exigencias vocales de su partitura, exhibiendo una gran presencia y afinación. El intensísimo Du öhnegleiche de Wall fue una demostración de técnica y musicalidad. Dos excelentes mezzos, De Young y Fujimura, aportaron igualmente color y carácter a lo largo de ambas partes, destacando especialmente en su trío con Wall en la segunda parte. La Mater gloriosa fue resuelta a la perfección por Erin Morley en su breve pero complicadísima intervención. Destacó por la transparencia y sensualidad de su sonido. Fue una lástima que el aspecto teatral que lleva implícita su aparición no fuera aprovechado en absoluto. Su presencia en un balcón directamente sobre el escenario era apreciable desde el inicio de la obra con lo que su aparición estuvo desprovista de magia. Igualmente no se realzó su presencia en las alturas con un foco o iluminación específica.

   En el reparo masculino, el Doctor Marianus es sin duda uno de los papeles más críticos y que más problemas está acarreando en los últimos años. Desde mi experiencia directa con la obra –se trataba de mi octava Octava en vivo y en directo- así como la extraída de las retransmisiones radiofónicas -las grabaciones discográficas tanto en estudio como en directo, aportan una imagen alejada de la realidad en la que las voces son artificialmente ayudadas a imponerse a la masa coral y orquestal- no hay por hoy ningún tenor heroico -que ese es el carácter que Mahler quería conferirle este papel- que pueda dominar los diversos registros que la obra le impone y al mismo tiempo estar dotado del volumen de voz necesario. En este caso se optó por un veterano Michael Schade que gracias a su oficio –y a la concepción intimista de la obra que Nézét-Seguin impuso- salió bastante airoso del reto. Fantástico el Ewiger wonne brand del Pater Ecstaticus Markus Werba y el poderoso y auténticamente profundo Pater Profundus de Christoph Fischsesser.

   Ante un elenco tan completo y exitoso hubiera sido deseable que los solistas se hubiesen situado en la primera fila del escenario y no entre orquesta y coro. El disfrute, tanto de ellos como del público, hubiese sido aún mayor. Sin duda influyó en la decisión las reducidas dimensiones –para una Octava- de la sala Henry Le Boeuf. Aunque esto garantizó un gran impacto sonoro, complicó la ubicación de los coros hasta el punto de que el número de cantantes era muy inferior a los 250 que los dos días, anterior y siguiente al concierto de Bruselas, habían participado en la interpretación en Rotterdam.

   Entre los coros destacó la presencia estelar del Orfeón Donostiarra, que para la ocasión estrenaba la polémica indumentaria diseñada por Givenchy. Las citadas limitaciones de espacio, hicieron que una treintena de cantantes del Orfeón cantasen desde un palco a la altura de las primeras filas de la platea y otra treintena del coro holandés, justo en el palco en frente. Aunque algún diálogo puntual entre el Coro I y II se enriqueció con esto, no es esta una disposición ideal, en primer lugar porque lógicamente la proyección de sus voces no se produce hacia el público sino hacia el escenario. Por su parte, esta parcelación de los coros restó cuerpo a los grandes momentos corales, en los que el sonido se dividía entre sectores independientes. No cabe duda que acústicamente el total no es igual a la suma de las partes.

   En el particular duelo que se estableció entre ambos palcos era evidente el carácter tan diferenciado en el sonido y en la pronunciación de los dos coros principales. Ni que decir tiene que el Orfeón Donostiarra dejó buena prueba de su impactante sonido.

    Entrando ya en la concepción de Nézét-Seguin, esta fue muy diferenciada entre ambas partes; más convincente en la primera. En ella desplegó un magnífico contraste entre los momentos más intensos y los más introspectivos. En pasajes como el Veni creator inicial, el Accende lumen sensibus, el Gloria final, y sobre todo la importante transición hacia la reexposición, Nezet-Seguin extrajo la máxima intensidad de los músicos y los cantantes. Las transiciones fueron tratadas con un gran cuidado, integradas perfectamente en el discurso global. El resultado fue una primera parte que consiguió dar vida a los diversos matices de la paleta de colores mahleriana.

   Sin embargo, en la segunda parte Nézét-Seguin, optó por una paleta monocromática. Desde el principio hasta el grandioso final se decantó por una concepción uniformemente contenida, moderada, en la que primaba recrearse en la inmensa belleza de esta obra. Y es que ciertamente es indiscutible la belleza subyugante de esta segunda parte, repleta de un torrente de ideas musicales, melodías, temas y motivos sublimes, pero lo cierto es que hay muchas más cosas en ella que sólo belleza. Le faltó a Nezet la flexibilidad o madurez necesaria para demostrarlas. La garra y la mordacidad que por ejemplo despliega en su Sexta de Mahler estuvo aquí ausente. Esta dulcificación de su discurso mahleriano es algo que también se puede apreciar en su reciente grabación discográfica de la Décima mahleriana.

   El resultado fue una segunda parte con momentos muy bellos como por ejemplo los primeros pasajes de la introducción –Adagio Caritas-, el Ewigerwon nebrand, el Adagissimo, la citada intervención de la Mater Gloriosa, o el Alles vergängliche coral, etc. Pero en otros muchos, por ejemplo en aquellos en que participaba el coro de ángeles o en los más arrebatados del Doctor Marianus –su Blicketauf por ejemplo-, se echaba en falta respectivamente más viveza y apasionamiento.

   Un dato objetivo, siempre significativo es la duración de la segunda parte; casi sesenta y dos minutos. Amplísima y muy inusual en las interpretaciones de este movimiento, y casi dos minutos más lenta que la anterior interpretación de Nézét-Seguin con Filadelfia.

   Sea como fuere, no cabe duda de que el canadiense es un director que aunque no nos emocione con su técnica y su gestualidad, tiene el don de hacer que los músicos traduzcan su idea musical a la perfección; independientemente de que esta pueda gustar más o menos. Y esa es desde luego la mayor alabanza que se puede hacer de una batuta. Personalmente mis reticencias hacia la segunda parte y a las cuestiones logísticas citadas no me impidieron disfrutar de una sobresaliente Octava de Mahler y de hecho fue recibida por todo el público puesto en pie con un entusiasmo generalizado del que pocas veces se escucha en una sala de conciertos.

   Si disfrutar de una Octava en vivo y en directo impresiona como pocos eventos musicales, no menos lo hace el ver la reacción que la sinfonía provoca en el público. No puedo dejar de citar en este sentido las declaraciones del propio Nézét-Seguin realizadas a Radio Klara antes del concierto: “Confío en que el público tras la escucha de la obra marche del concierto con una, por pequeña sea, mejor comprensión del mundo en que vivimos”.

Foto: Pablo Sánchez Quinteiro

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