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Crítica: Andris Nelsons en el ciclo de IBERMÚSICA con la Orquesta de la Gewandhaus de Leipzig

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Autor: Pedro J. Lapeña Rey
23 de mayo de 2019

Pintaron bastos

Por Pedro J. Lapeña Rey
Madrid. Auditorio Nacional. 22-V-2019. Ciclo de Ibermúsica. Orquesta de la Gewandhaus de Leipzig. Director musical: Andris Nelsons. Sinfonía nº 5 en si bemol mayor de Anton Bruckner

   Tras sus conciertos de mayo del pasado año  de los que nunca olvidaremos una inconmensurable Patética de Tchaikovsky, Andris Nelsons y su Orquesta de Gewandhaus volvían a Madrid y las expectativas estaban por todo lo alto.

   En el programa, una única obra, la Quinta sinfonía de AntonBruckner. A sus 52 años –la termina en 1876–, Bruckner ya no es el compositor temeroso e inseguro de sus inicios. Es profesor de pleno derecho en la Universidad de Viena, y es un compositor sólido y maduro. Sus orígenes de organista y su tremendo dominio del contrapunto, le permiten levantar «catedrales» sonoras no vistas antes. Además, sus obras están impregnadas por su profunda fe cristiana y desprenden espiritualidad. Con la Quinta, compone una obra colosal, grandiosa, de la cual se siente profundamente orgulloso. Tanto que a diferencia de «sus hermanas» no necesita revisarla. Lamentablemente, no pudo escucharla. Su discípulo Franz Schalk la estrenó en Graz en 1894, pero el compositor, muy enfermo a esas alturas de su vida, no pudo asistir. Y quizás fue lo mejor, ya que Schalk metió tijera y modificó texturas cambiándola de manera radical. Afortunadamente, en 1935 la Sociedad Bruckner dirigida por Robert Haas recuperó la versión original del de Ansfelden, ratificada en 1951 por Leopold Nowak, y así ha llegado a nuestros días.


   Andris Nelsons es sin duda uno de los mejores directores de su generación. En general, sus versiones, estemos o no de acuerdo con él, tienen personalidad. Su manera de dirigir es clara y efectiva. Con la batuta dibuja todas y cada una de las frases, puntúa las entradas, e indica un matiz tras otro, mientras con su mano izquierda se sujeta a la barra trasera del podio para no perder el equilibrio. Raramente la usa, y cuando lo hace es para enfatizar aun las indicaciones, con especial cuidado a los pianísimos. Personalmente le tengo en gran estima. Le he visto varios conciertos con su otra orquesta, la Sinfónica de Boston, con la que me ha dado grandes versiones de obras de Mahler, Shostakovich o Strauss, destacando una magistral e inolvidable Elektra en el Carnegie Hall.

   Éste era el primer Bruckner que le he escuchado, y aunque la interpretación de Nelsons y la Gewandhaus fue estimable, las cosas no terminaron de salir y en líneas generales, el resultado estuvo lejos de lo que esperábamos.

   En el Adagio inicial, un rara avis en la música bruckeriana, en el que violines y violas despliegan el tema principal sobre los pizzicatti de los violonchelos, empezamos a detectar uno de los problemas de la tarde. El balance de las cuerdas cayó claramente del lado de las graves. Violines y violas quedaron algo apagados ante el sonido denso y cálido de violonchelos y contrabajos, a lo que sin duda contribuyó la colocación a la rusa –violonchelos en el centro y contrabajos a la izquierda del escenario-. Nelsons construyó eficazmente el primer tutti orquestal y el coral posterior en que los metales, que ya empezaron dando señales de que no era su tarde, nos llevan al Allegro propiamente dicho. A partir de ahí, Andris Nelsons eligió tiempos rápidos. Desplegó cada uno de los tres temas y sus recapitulaciones de manera muy ordenada, y con un estricto control de los planos sonoros. Sin embargo, había algo que no funcionaba.


   Cuando hablamos de Bruckner es ineludible pensar en Sergiu Celibidache. Y no, evidentemente no quiero comparar la versión de Nelsons con la del mítico director rumano. No sería justo ni pertinente. Pero lo que inmediatamente me vino a la cabeza fue algo que nos contó en dos magistrales encuentros con él, que tuvieron lugar en la madrileña Residencia de Estudiantes, a primeros de los años 90 del pasado siglo. Una persona le preguntó el porqué de su animadversión a la figura de Gustav Mahler. Su explicación fue larga y concienzuda, aunque la podemos resumir brevemente en dos ideas fundamentales. Mahler era un auténtico genio de la orquesta, pero musicalmente era «el asesino de la música»: «En Mahler todo son discontinuidades, grandes temas pero inconexos. En las obras, todo debe converger, todo es una construcción. Estudien y escuchen a Bruckner. Sus obras son catedrales sonoras».

   Sin entrar a valorar a un genio único e irrepetible como Celibidache, el primer movimiento de Nelsons tuvo mucho de su concepto de mahleriano. Grandes momentos por aquí y por allá, algunas frases delineadas de manera admirable, pero en el que faltó ese sentido de construcción global. El Adagio posterior pecó de lo mismo. Quizás para que agrandar el contraste entre movimientos, el letón eligió un tempo muy lento. El discurso musical se apaciguó en exceso, y aunque volvimos a tener frases puntuales de mucho mérito, no terminaban de cuajar, en parte porque como ya he mencionado no fue el día de los metales, y en parte por un sonido excesivamente mate de la cuerda aguda. Las maderas por el contrario mantuvieron el tipo y hubo intervenciones destacadas de la flautista Judith Hoffmann-Meltzer y del oboe Henrik Whalgren.


   Mejoraron y mucho las cosas en el Scherzo. Llevado a un tempo muy vivo, su enrevesado tema inicial, con ritmos sincopados por doquier, nos mostró al mejor Nelsons. Hubo fuerza y tensión con infinidad de acentos en el fraseo. En el trío intermedio, las maderas volvieron a imponer su exquisita musicalidad, y hasta las cuerdas en su totalidad levantaron el vuelo. La recapitulación del tema inicial nos volvió a mostrar a un Nelsons dominador y al mejor momento de la orquesta en su conjunto.

   Los problemas que comentamos en el Allegro inicial volvieron a repetirse, aunque afortunadamente en menor medida, en la magistral catedral sonora que es el inmenso Finale. Nelsons volvió a sacar momentos de gran mérito. Su fraseo volvió a ser muy personal, consiguió que la orquesta y sobre todo las cuerdas empastaran mejor que en los movimientos anteriores, pero volvió a faltar ese sentido de la construcción global que debe acompañar a cualquier interpretación bruckneriana. Además, tuvimos salidas de tono como las del timbalero, que por momentos parecía convencido de ser el protagonista principal.

   El público pareció no opinar como yo, ya que aclamaron a orquesta y director. Yo por mi parte, espero y deseo que el gran director que es Nelsons converja más pronto que tarde con el de Ansfelden, y consiga con él la comunión que ya ha alcanzado con Mahler, Tchaikovski, Shostakovich o Strauss.

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