La primera parte estuvo dedicada a fragmentos de ópera y, la segunda, de zarzuela. Un aspecto poco acertado de la velada fue el clima de relajación general que se transmitió en escena, que nos pareció excesiva e incluso demasiado familiar en determinados momentos. Está bien tomarse con sentido del humor ciertas situaciones, pero también debe haber un cierto saber estar de los artistas ante el teatro y ante el público. Sobraron sonrisas ante algunos fallos, así como gestos de complicidad entre director y cantante, que llegó a tocar su barriga respondiendo a un gesto suyo en la cara. Tampoco nos parece apropiada la manera en que Cristóbal Soler se dirigió al público para hacerle conocer una de las propinas de la noche, que hubiera requerido de, al menos, cierta formalidad. No hay que olvidar que estamos en el Teatro de la Zarzuela, un lugar que no debería admitir ni el más mínimo ápice de vulgaridad ni superficialidad, independientemente del humor y las sonrisas que se quieran regalar. Tampoco resultó de buen gusto oír los típicos bravos de algún miembro del público que, queriendo hacer notar su veneración por el artista, casi no dejaba oír con su voz los finales de las piezas.
Durante la primera parte la voz del tenor no terminó de llegar del todo, porque su manera de proyectarla no es perfecta, y porque parecía un poco entumecida e incluso algo perjudicada, puede que por alguna cuestión de salud o, simplemente, de frialdad ante las primeras piezas. Es sabido que la voz se va calentando a medida que canta. Con todo, el aria de Edgardo de Lucia di Lammermoor estuvo llena de carácter y expresividad dramática. "Una furtiva lagrima", de L´elisir d´amore de Donizetti parece haberse convertido en su pieza más paradigmática. Albelo ofreció una interpretación solvente, sin llegar a la brillantez de otras ocasiones, sobre todo en la primera estrofa, donde la voz no parecía hacer volar el fraseo donizettiano. Sin embargo, las dificultades del aria se resolvieron con la inteligencia y notable gusto a que nos tiene acostumbrados.
La famosa "La donna é mobile" de la ópera Rigoletto, de Verdi, comenzó mal, con un fallo en la entrada que el director dio a los músicos, que fue fiel reflejo de la precipitación que Cristóbal Soler mostró durante buena parte de la velada. No parece normal que un director comience a dirigir casi antes de llegar a la tarima, sobre todo si después fallan otros aspectos. No entendemos tanta premura en dar comienzo a las piezas. Soler tiene un gesto elegante, muy plástico y expresivo, que con frecuencia acompaña de una desbordante energía, muy reconfortante si se la dotase de una mayor exigencia sonora y estilística. También nos parece un director generoso con sus músicos. Y está bien invitar a los maestros a recibir sus propios aplausos cuando la interpretación ha sido buena, pero en este caso se dieron situaciones excesivas. El fallo al marcar la entrada del aria de Rigoletto es paradigmático de un director algo inseguro, que luciendo espectacular en la escena, resulta un tanto superficial cuando se cierran los ojos. Esto fue fácil de ver en el Intermedio de La boda de Luis Alonso, una obra maestra que Soler llevó demasiado rápido, lo que propició desajustes, pérdida de detalles y sensación de precipitación. Está bien epatar, pero mejor a fuerza de enjundia y extraer el verdadero carácter de la música y de la Orquesta de la Comunidad de Madrid. En la "Danza del fuego" de Benamor, de Pablo luna, casi parecía bailar sobre el escenario, muy resuelto, con ampulosos gestos que lograban centrar la atención en él más que en la propia música. Desde luego, no parece algo necesario para recrear la obra.