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Crítica: «Dido and Æneas» en Teatros del Canal, de la mano de Les Arts Florissants y Blanca Li

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Autor: Mario Guada
24 de enero de 2022

La afamada formación francesa y la coreógrafa española firmaron una versión más satisfactoria en lo musical, donde brillaron las voces femeninas, que en lo escénico, con un aparato coreográfico en el que las idas y venidas de los bailarines sobre la fina capa de agua terminaron por aburrir

Empacho acuoso para un Purcell genial

Por Mario Guada | @elcriticorn
Madrid, 22-I-2023, Sala Roja de Teatros del Canal. Dido and Æenas, Z 626, de Henry Purcell. Coproducción de Teatros del Canal, Théâtre Impérial de Compiègne, Château de Versailles Spectacles, Gran Teatre del Liceu y Les Arts Florissants, en colaboración con Teatro Real. Lea Desandre [Dido], Renato Dolcini [Æenas/Hechicera], Ana Vieira Leite [Belinda y solista en Celestial Music did the Gods inspire, Z 322], Lauren Lodge-Campbell [primera bruja], Virginie Thomas [segunda bruja/segunda mujer], Jacob Lawrence [marinero], Michael Loughlin Smith [espíritu], Clément Debieuvre [solista en Celestial Music did the Gods inspire, Z 322], Victor Sicard [solista en Celestial Music did the Gods inspire, Z 322]. Blanca Li [dirección de escena y coreografía], bailarines de Compañía Blanca Li, Pierre Attrait [dramaturgia], Caty Olive [iluminación], Evi Keller [escenografía y esculturas-vestuario solistas], Laurent Mercier [vestuario], Sophie Daneman [consejera lingüística]. Les Arts Florissants, coro y orquesta | William Christie [clave y dirección musical].

[Dido and Æneas] La única ópera inglesa perfecta que jamás se ha escrito.

Gustav Holst: La herencia de la música [1928].

   Es Dido and Æneas, Z 626, ópera firmada por uno de los más imponentes genios que ha dado la música británica en la historia, Henry Purcell (1659-1695), una de las óperas que logra mover al público y que presenta un campo de acción más libre para los directores de escena. Quizá por ello es también una de las óperas más maltratadas escénicamente de todo el Barroco. Ya sucedió con el montaje concebido por Sasha Waltz & Guest para el Teatro Real, en 2019, y ha vuelto a suceder en esta propuesta coreográfica de Blanca Li, directora de los madrileños Teatros del Canal, en esta coproducción de la institución en conjunción con Théâtre Impérial de Compiègne, Château de Versailles Spectacles, Gran Teatre del Liceu y Les Arts Florissants, agrupación encargada del apartado musical, bajo la dirección del legendario William Christie. El Teatro Real colabora, asimismo, en este montaje. El elemento acuático está siempre presente en los últimos montajes de la obra –en este caso hasta la saciedad–, quizá por las referencias en la propia trama del libretista Nahum Tate, quien da vida a la historia de amor entre Dido, reina de Cartago, y el héroe troyano Æneas –que naufraga, junto a sus tropas, en las costas del reino de Dido–, tomada de la Eneida de Virgilio. No sé si es falta de imaginación o un interés por mantener el apego hacia algo definitorio en la trama, pero desde luego uno esperaría bastante más de esta propuesta que media docena de bailarines en bañador deslizándose incesantemente de un lado para otro por encima del escenario, salpicando y, sobre todo, poniendo en duda la seguridad de unos instrumentos situados en un rincón de la escena, desde luego no muy a salvo de las salpicaduras y únicamente separados del elemento acuoso por una fina tarima. A pesar de la evidente humedad del escenario, los instrumentos no sufrieron excesivos problemas de afinación, aunque ni la acústica ni la colocación favorecieron su presencia ni la nitidez del sonido.

   Inglaterra siempre ha sido un país muy particular en lo musical. Quizá por su aislamiento geográfico, su producción musical se ha alejado estéticamente del resto de la producción del viejo continente, ya desde la conocida contenance angloise promulgada por los polifonistas ingleses de principios del siglo XV. No obstante, el intercambio musical con otras regiones europeas fue constante, tanto en una dirección como en la otra, es decir, algunas propuestas británicas fueron asumidas de forma natural por otros países, al igual que algunos estilos, como el francés, fueron también asimilados por los ingleses –Purcell es una gran muestra de esta influencia–. De cualquier manera, es muy difícil hablar de un estilo inglés en lo musical, pero quizá sí de una música que suena inglesa… Fueron precisamente los compositores de la segunda mitad del XVII los que ayudaron a configurar de manera más intensa lo que puede definirse como música británica. De entre ellos, no hay duda que la figura más trascedente fue la de Henry Purcell, el compositor inglés más importante de la historia, junto con William Byrd y probablemente Benjamin Britten –que llegó para alzar al país de nuevo a la gloria musical, tras un siglo XVIII en el que destacaron algunos compositores de cierta transcendencia como Charles Avison, Thomas Arne o William Boyce [ello dejando a un lado al alemán Handel, naturalizado inglés en la década de 1720], o en las dos siguientes centurias con autores como Edward Elgar, Ralph Vaughan Williams, Hubert Parry o Gustav Holst–.

   Purcell destacó en la mayor parte de los campos de la música de su momento: sacra –la época de plata para al anthem y el service anglicanos, tras la de oro vivida en los siglos XV y XVI–, la música ceremonial –suyos son los mejores ejemplos de odes y welcome songs de todo el Barroco inglés– y la música orquestal e instrumental –sus obras para consort de violas y para teclado se encuentran entre las de mayor refinamiento de toda la historia de la música–. Simplemente con estas aportaciones, el Orpheus Britannicus hubiera permanecido ya como un ejemplo superlativo en el arte musical, pero fue su foco en la música teatral lo que sin duda terminó de posicionarle como uno de los más grandes del período.

   Sus obras teatrales superan el medio centenar, y van desde numerosos ejemplos de música incidental –obras [normalmente orquestales, pero en ocasiones también vocales] compuestas para acompañar algunos momentos de obras teatrales–, a los brillantes cinco ejemplos de semióperas [The Prophetess, or The History of Dioclesian; King Arthur, or The British Worthy; The Fairy Queen; The Indian Queen y The Tempest], incluyendo el único ejemplo de su autoría que se ha considerado como una ópera, en el sentido de que es un drama totalmente cantado. No obstante, no puede concebirse su Dido and Æneas como una ópera al uso, y muchos menos como un drama italiano, ni tan siquiera uno francés –aunque sin duda se asemeja mucho más a este último–, sino al género propiamente inglés de la masque, una suerte de entretenimiento y que se desarrolló en la Inglaterra de finales del siglo XVI y a lo largo de todo el XVII en torno a un baile de máscaras, basado en temas alegóricos o mitológicos y en el que se involucraban diferentes artes, como la poesía, música, danza y escenografía. Un tipo menos conocido, pero de notable importancia, fue el theatre masque del mismo período, que sobrevivió a la desaparición de la masque cortesana y alcanzó su mayor desarrollo en los dramas y semióperas de la Restauración [1660-c. 1700], especialmente en las obras de John Dryden y el propio Purcell.

   Que el libreto de Tate, tomado de su obra Brutus of Alba, ot the Enchanted Lovers [1678], e inspirado en el Libro IV de La Eneida de Virgilio, no es un dechado de derroche dramático, o que los personajes no presentan una intensidad ni un desarrollo psicológico muy logrado, es bien sabido. Aun así, y teniendo en cuenta que parece muy probable que la obra no ha llegado a nuestros días como se concibió en origen, Purcell logra musicalizar de forma brillante varios de los momentos más importantes de la trama, con especial atención al suicidio de Dido, cantado tras ser engañada por la Hechicera y sus brujas para evitar su amor con el soldado troyano Æneas, y convertido en manos de Purcell en un lamento absolutamente hermoso y demoledor [«When I’m, Laid in Earth»] que, sostenido sobre un ground –un tipo de basso ostinato– cromático descendente que soporta una línea subyugante y dolente en grado sumo para la voz, es sin duda el punto culminante de la ópera y uno de los pasajes más hermosos en toda la producción operística inglesa. En particular, los nueve o diez últimos minutos de la obra, que van desde el recitativo previo a esta aria [«Thy Hand, Belinda»] hasta el maravilloso coro final [«With Drooping Winds»], son absolutamente gloriosos. Pero, además, Purcell, logra jalonar su masque con numerosos pasajes corales y danzas puramente instrumentales, así como un discurso sostenido por un recitativo muy bien construido, al que ponen color algunas –pocas– arias de notable hermosura y que dan buena muestra de la capacidad creadora del Orpheus Britannicus, con esa particular escritura inglesa, mezcla sutil de algunos elementos propios con un deje francés evidente.

   Dicen Peter Holman y Robert Thompson que «a pesar de su fama moderna, Dido and Aeneas es una anomalía en la producción teatral de Purcell en el sentido de que es toda cantada; como su modelo, Venus and Adonis de Blow (c. 1682), pertenece a una tradición de mascaradas domésticas, y aparentemente no se vio en público en vida del compositor. Dido y Eneas está en deuda con Venus y Adonis en muchos aspectos, sobre todo en que consta de un prólogo (hoy perdido) y tres actos, los protagonistas son una soprano y un barítono con extensos pasajes de expresivo diálogo declamatorio, el coro tiene un papel destacado y se le exige que baile (el texto de Dido de 1689 menciona diecisiete danzas), y las obras terminan con situaciones de gran patetismo, ambientadas con música desgarradora. Y lo que es más importante, tienen el mismo tono distintivo, creado por la brevedad de los movimientos y la velocidad de la acción, aunque Purcell añade una dimensión extra articulando el drama con tres arias graves estratégicamente colocadas; la tercera, el Lamento de Dido, ajustado a una versión cromática del bajo de Passacaglia, eleva el tono de la obra a un plano mucho más grandioso y rico que al que aspiraba Blow en Venus and Adonis».

   No es mucho lo que se conoce de su estreno en la primavera de 1689 –tan siquiera se está seguro que ese fuera el estreno real–, salvo que fue realizado en la Josias Priest’s Boarding School of Gentlewomen en Chelsea, dado que el autógrafo original se he perdido, pero probablemente contó con el propio Purcell al clave, dirigiendo a una agrupación conformada en su mayor parte por las féminas de la institución. Como defiende Marie Stulz en su muy sugerente artículo Performing «Dido and Aeneas» with Adolescent Singers: Purcell's Original Commission –publicado en The Choral Journal [vol. 36, n.º 1, 1995]–: «Varios hechos indican que Purcell probablemente concibió esta ópera con cantantes adolescentes en mente. […] Algunos estudiosos creen que Purcell abrevió el libreto de Nahum Tate para adaptarse a las condiciones en el estreno, una ceremonia en el «día del discurso» (aproximadamente una hora) en el patio de la escuela. En la época de Purcell, las jóvenes estaban instruidas en canto, danza y teatro. Esto explica los números de danza como interludios en la ópera, los breves recitativos y las arias, el elenco predominantemente femenino y la limitada instrumentación apropiada para acompañar a jóvenes e intérpretes aficionados».

   Sin pretender hacer una versión puramente historicista –de ser ciertas las circunstancias señaladas por Stultz y otros, se antoja casi imposible hoy día–, al menos sí el orgánico utilizado por Les Arts Florissants cumplió unos estándares históricos plausibles, con una voz por parte [dos violines, viola, violonchelo y contrabajo], con un continuo bastante sobrio elaborado por un clave y tiorba –quizá Purcell no contó con el más grave de los instrumentos de cuerda frotada, ni con la cuerda pulsada–, a los que se añadieron un oboe y un par de flautas de pico para momentos concretos. El problema no fue, desde luego, el orgánico, sino que la acústica de la Sala Roja en los Teatros del Canal no está pensada para este tipo de música, cuya sequedad y crudeza no favoreció ni el empaste ni la calidez de unos instrumentos a los que se les vieron las costuras en varios momentos, sobre todo en la afinación, por más que músicos muy dotados como Emmanuel Resche [concertino], Augusta McKay Lodge [violin II], Sophie de Bardonnèche [viola], Felix Knecht [que realizó una muy loable labor en el continuo con su violonchelo] y Hugo Abraham [contrabajo] procuraron articular con meridiana claridad muchos de los pasajes, evitando a veces que las líneas se difuminaran en la compleja acústica y el escaso volumen provocado por su situación –eso hizo que por momentos el cave de Christie o el siempre imaginativo aporte de Thomas Dunford al laúd no llegarán con la nitidez deseada–. Fue, además, una versión bastante personal la presentada por Christie y los suyos, con unos tempi no especialmente rápidos, salvo momentos concretos en los que se buscó más dramatismo –relacionados expresamente con la Hechicera, convertido en aquí en Hechicero [ciertas fuentes señalan que este rol puede ser cantado por una mezzo/alto o bien por un barítono], en una suerte de giro de tuerca tan confuso para el espectador como indebidamente justificado [la propia dramaturgia lo aclara, pero presentar al mismo cantante sin diferenciarlo de su rol de Æneas de forma alguna no fue lo más adecuado], de tal forma que incidió de manera directa sobre la comprensión de la trama para alguien no especialmente conocedor de la misma–, además de algunas licencias y recursos instrumentales dirigidos claramente a amplificar la expresión del drama.

   No buscaré explicaciones de Blanca Li acerca de las pretensiones de su trabajo escénico y coreográfico, al igual que con la escenografía de Evi Keller o la iluminación de Caty Olive. La cuestión relevante es, a fin de cuentas, si funciona en escena o no. Personalmente diría que no. No comprendo la necesidad de poner a los solistas casi una hora subidos en un enorme pedestal, permaneciendo casi inmóviles salvo en la parte alta de su tronco, como si fueran estatuas. No aporta nada a la dramaturgia original. Tampoco la escenografía con paneles dorados, ni el juego de luz y [mucha] sombra en el escenario, que por momentos resultó incómodo visualmente. Por otro lado, ¿por qué creer que podemos mejorar lo ya hecho hace más de tres siglos? Sería tremendamente ingenuo pensar que entonces no sabían tras lo que andaban. Cuando un operista ponía en escena una obra, y lo hacía separando claramente los momentos de danza de los momentos de canto, era probablemente porque entendía que juntos podían interaccionar de forma negativa, y así es, como queda patente en cada ocasión que surge uno de estos montajes coreográficos de la obra. Obligar al espectador a estresarse cuando acude a un espectáculo de esta índole, teniendo que poner a su cerebro a trabajar para asimilar los diversos focos planteados en escena, es poco menos que una paradoja. Serían los directores de escena y los coreógrafos los que deberían pagar a los asistentes al espectáculo, y no a la inversa. Personalmente no sé dónde mirar cuando hay tantos estímulos sobre un escenario, contando además con que aquí la orquesta también comparte el mismo espacio y no un foso. Eso sí, la idea del estatismo de los solistas ayudó a relajar un poco el estrés de nuestros cerebros. Por tanto, mucho estímulo, poca claridad y menos alicientes visuales para acompañar a una música absolutamente gloriosa.

   En el apartado vocal, destacar necesariamente la labor de una Ana Vieira Leite descomunal, tanto en su rol de Belinda como en su papel en los coros y en el breve solo de la obra Celestial Music did the Gods inspire, Z 322, ode del propio Purcell que se interpretó previa a la ópera, a modo de prólogo, por aquello de alargar un poco la duración del espectáculo y porque, según Christie, encaja muy bien con el carácter de Dido. Qué cosas… Uno hubiera pensado que como una exaltación alegórica de la música era suficiente, pero siempre pueden encontrarse conexiones más complejas. La soprano lusa fue, sin duda, la más brillante de todos los cantantes de la producción, merced a su sutilidad y exquisitez canoras, con una vocalidad cálida, un timbre muy bello y personal, una dicción extraordinariamente trabajada y un magnetismo escénico tan potente como natural. Ya desde su aria inicial «Shake the cloud from off your brow» [Sacude las nubes de tu frente] se mostró muy conectada con el rol, pero sobre todo en un estado vocal excepcional. No es un rol sencillo, porque debe brillar, pero sin opacar a la protagonista, y su expresividad presenta cierta tibieza que aúpa el descarnado destino que le espera a Dido. Aun con todo, debe permanecer firme y evocadora, por más que Purcell no escribió para ella un momento de tanta hermosura como el lamento final de la reina de Cartago, aunque el aria «Thanks to these lonesome vales» [Gracias a estos solitarios valles] es de una belleza imponente –de excepcional finura en su voz, hay que señalar–.

   Por su parte, el barítono italiano Renato Dolcini encarnó tanto a Æneas como al Hechicero, brillando mucho mal en el segundo rol, de una expresividad más evidente, secundado además por un excelente coro de brujas defendidas por una agrupación de cámara que rindió a gran nivel, por más que el escaso orgánico y la complicada acústica no favorecieron un buen empaste entre las voces, llegando las líneas de forma muy independiente. Estuvo correcto vocalmente, solvente en el agudo y firme en las partes más graves, aunque carece de un timbre especialmente bello y a la voz le falta cierta carnosidad en la zona aguda. Sin duda, brilló más en el aspecto expresivo que en el canoro, firmando un papel escénicamente convincente y poderoso.

   Para terminar, la gran protagonista del drama, Dido, fue encarnada aquí por la mezzosoprano –por más que brilla mucho más en el agudo que en un grave de escaso recorrido– francesa Lea Desandre, una de las voces de moda del panorama vocal barroco en la actualidad, e inseparable compañera de aventuras de Christie en los últimos años. Aunque palideció al lado de la estratosférica Vieira Leite, firmó una Dido solvente, vocalmente brillante en el agudo, con buena afinación y una dicción muy cuidada. Lamentablemente, la zona media-grave no tuvo casi recorrido y complicó que se le escuchara en ciertos pasajes sobre la escueta plantilla orquestal. Bastante neutra en el ámbito expresivo, firmó un Lamento de Dido [«When I am laid in earth»/Cuando yazca en tierra] al que le faltó convicción y menos distancia. Vocalmente muy correcta, estuvo lejos de emocionar, algo que sí logró el aparato coral en el número que cierra la ópera [«With drooping wings you Cupids come»/Tú, Cupido, vienes con alas alicaídas], uno de los momentos más subyugantes de la ópera y sin duda uno de los mejores coros jamás compuestos.

   Por su parte, muy correcta la participación breve de las secundarias femeninas, las sopranos Lauren Lodge-Campbell y Virginie Thomas, más firmes vocalmente que el marinero firmado por el tenor Jacob Lawrence. Por su parte, los miembros del coro solistas en la obra previa a la ópera, el tenor Clément Debieuvre y el barítono Victor Sicard, lucieron sus solos con dispar resultado: el primero, con importantes problemas en la zona de paso, dudoso al acudir al registro de cabeza y con un timbre bastante nasal; el segundo, mucho más amable tímbricamente, correcto en proyección y con una vocalidad más natural y más seguro en escena.

   En definitiva, un nuevo fiasco en términos generales, pues si una ópera no logra brillar ni convencer tanto en su apartado musical como en el escénico, en absoluto puede considerarse un éxito por el que congraciarse. No por acostumbrados ya a esto en los montajes de óperas barrocas en los últimos años en Madrid debemos tirar la toalla. Sigo manteniendo cierta esperanza de que algún día se produzca una unión tan inteligente en lo escénico como brillante en lo artístico para dar vida a estos grandes títulos de los siglos XVII y XVIII, que por pura calidad musical merecen verse en plenitud...

Fotografías: Pablo Lorente y Lalo Cortes [n.º 3]/Teatros del Canal.

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