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CRÍTICA: 'DON CARLO' EN VIENA POR WELSER-MÖST CON VARGAS, TÉZIER, IVERI, FURLANETTO Y URMANA. Por Alejandro Martínez

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Autor: Alejandro Martínez
8 de noviembre de 2013
Foto: Michael Pöh
BRILLANTE RUTINA

Don Carlo (Staatsoper Viena). 13/10/2013

   Don Carlo es un título que regresa cada año a Viena, como los turrones en Navidad, y lo hace siempre presentando carteles atractivos en los que, azares del destino, siempre termina habiendo alguna cancelación importante. El año pasado fue Alagna quien canceló su presencia en el rol titular y este octubre fue Harteros la que canceló como Elisabetta. En escena se presenta siempre la nueva producción a cargo de Daniele Abbado, de un convencionalismo desmotivador y una vacuidad proverbial.

   Quizá la mayor novedad de este reparto fuera Violeta Urmana, de nuevo cantando en la cuerda de mezzo, y que sería una Éboli ideal de no ser por un ataque al agudo en exceso desguarnecido y a veces hiriente, así como unas agilidades irregulares. A cambio, posee el color ideal, ofrece un centro espléndido y una acentuación teatralísima y con la dosis exacta de temperamento. Furlanetto volvió a repetir su Felipe de trazos básicos, teatral sí, y más matizado que en anteriores ocasiones, aunque de emisión siempre ventrílocua. Ludovic Tézier volvió a dejar claro que es un Posa ideal por tono, fraseo, color y actuación. Fue el más aclamado de la representación, por méritos propios. Tamar Iveri ofreció una Elisabetta rutinaria, francamente inferior a la prevista Harteros, alternando momentos un tanto mediocres, los más, con instantes de mayor inspiración (por suerte coincidentes con sus dos páginas solistas, el 'Non pianger mia compagna' y el 'Tu che le vanitá').
   Ramón Vargas, como Don Carlo, defendió con dignidad un rol que sobrepasa su naturaleza vocal a todas luces: por color, por balance entre orquestación y volumen vocal, por dramatismo en la línea vocal, etc. El instrumento de Vargas es demasiado ligero para la parte, y con el desgaste natural de los años, tanto la proyección como el volumen, amén de la resolución del agudo, presentan irregularidades, todavía más acusadas en una sala tan grande como la Staatsoper. Las comparaciones son odiosas y hasta improcedentes, pero lo cierto es que escuchando hoy en día la recreación tan lograda y cómoda que Kaufmann ofrece de este rol, no cabe sino valorar el trabajo de Vargas como digno, sí, pero limitado. Y es que a menudo la dignidad es la virtud de quienes no tienen otra. Lo cierto, así, es que tanto el matizado fraseo como el innato lirismo de Vargas quedaron aquí opacados por sus citadas carencias.

   Welser-Möst volvió a ofrecer un trabajo rutinario y aquí además un tanto demagógico, tendente en demasía a cargar las tintas sobre los metales y la percusión, pero pasando sin pena ni gloria por muchos pasajes de gran inspiración y lirismo. Welser-Möst dirige sin apasionamiento y por eso, al mando de esos mimbres orquestales, deja un sabor de boca siempre agridulce, porque uno imagina constantemente que con una batuta más idiomática, convencida y estimulante, el resultado podría ser maravilloso, mucho más allá de esa brillante rutina que nos encontramos tan a menudo en Viena.
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