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Crítica: «Los gavilanes» en el Teatro de la Zarzuela

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Autor: Raúl Chamorro Mena
11 de octubre de 2021

Crítica la función de Los gavilanes ofrecida el 9 de octubre de 2021 en el Teatro de la Zarzuela. En el reparto, Javier Franco (Juan), Sandra Ferrández (Adriana), Leonor Bonilla (Rosaura), Alejandro del Cerro (Gustavo), Lander Iglesias (Clariván), Esteve Ferrer (Triquet), Ana Goya (Leontina), Enrique Baquerizo (Camilo) y Trinidad Iglesias (Renata). 

«Los gavilanes» en el Teatro de la Zarzuela

¡No se compra con dinero la juventud ni el amor!

Por Raúl Chamorro Mena
Madrid, 9-X-2021. Teatro de la Zarzuela. Los Gavilanes (Jacinto Guerrero). Reparto 2. Javier Franco (Juan), Sandra Ferrández (Adriana), Leonor Bonilla (Rosaura), Alejandro del Cerro (Gustavo), Lander Iglesias (Clariván), Esteve Ferrer (Triquet), Ana Goya (Leontina), Enrique Baquerizo (Camilo), Trinidad Iglesias (Renata). Orquesta y coro titulares del Teatro de la Zarzuela. Dirección musical: Jordi Bernácer. Dirección de escena: Mario Gas. 

   La huelga de técnicos de la red de teatros del INAEM, basada en reivindicaciones que parecen razonables a lo que debe sumarse que ningún colectivo va a la huelga por capricho, más bien porque no le queda otro remedio, provocó la cancelación del estreno de esta nueva producción de Los Gavilanes previsto para el día 8, por lo que el mismo se produjo «de facto» en esta representación del sábado día 9 de octubre de 2021. 

   Después de una ausencia de dos décadas regresaba al teatro en el que se estrenó en 1923, Los Gavilanes de Jacinto Guerrero, una de las zarzuelas más populares de la historia del género y una obra especial para el que firma estas líneas, pues siendo adolescente, fue la espita que encendió su amor por el teatro lírico. La obra pertenece al subgénero de la «zarzuela grande» y encarna perfectamente la inspiración melódica del prolífico compositor nacido en Ajofrín, esa capacidad para crear números musicales de inmediato impacto en el público, así como su instinto teatral. El fondo social unido a duras manifestaciones de la naturaleza humana que contiene la obra se plasman en varios aspectos como el arquetipo del indiano que ha hecho fortuna en las américas y regresa a su localidad natal, el impacto que sus riquezas ejercen sobre el comportamiento de su entorno, la pasión irrefrenable que brota en este acaudalado ya maduro y que cree poder satisfacer con el oro, instrumento de poder, pero que reacciona noblemente al final y se redime, la rivalidad amorosa madre-hija -elemento particularmente original-, todo ello bien desarrollado en un eficaz libreto de José Ramos Martín y, como ya se ha subrayado, la música aparentemente sencilla, pero con esa capacidad para crear números emblemáticos con melodías que quedan grabadas en el subconsciente de tantas generaciones de aficionados. 

   Después de la magnífica producción de La tabernera del puerto de Pablo Sorozábal, se antojaba toda una garantía el equipo encabezado por Mario Gas como director de escena, Ezio Frigerio [con la colaboración de Riccardo Massironi] como escenógrafo, Vinicio Cheli como iluminador y Franca Squarciapino como responsable del vistuario. Sin embargo, la puesta en escena ha resultado más bien decepcionante, especialmente en el aspecto visual. Lo único grato a la vista fue el vestuario y la proyección de dibujos o estampas, una especie de postales –en la línea de lo visto en la reciente El rey que rabió a cargo de Bárbara Lluch, a la sazón ayudante de la dirección de escena en este montaje-, al fondo del escenario, que pueden agradacerse si su objetivo era evocar y homenajear los entrañables papeles pintados de tantas y tantas representaciones de Los Gavilanes en sus casi 100 años de historia en los más variados escenarios de España y América por las compañías de zarzuela de toda condición.

   La verdad, uno no entiende el significado de los dos horribles andamios o brazos de grúa de color rojo y azul que junto a las proyecciones son las base de la escenografía. Quizás insisten en subrayar, como las primeras imágenes que se proyectan, en el carácter costero-portuario de la innombrada aldea de Provenza en que transcurre la obra, pero estamos ante un poblado de pescadores donde es complicado encuadrar un puerto con semejantes grúas. En fin, escasas ideas y un movimiento escénico somero, poco trabajado, con homenaje también. es de suponer, a las admirables compañías de zarzuela de toda la vida mediante el balanceo y bailecito de “la marcha de la amistad”. El montaje resulta eficaz, desde luego, para narrar la trama con claridad mediante unos diálogos parcialmente recortados, pero manteniéndose los suficientes para seguir adecuadamente el desarrollo teatral de la obra en un total de 100 minutos sin descansos. Desde luego, no es poco y se dirá que casa con el espíritu de «simpleza» e inmediatez que suele asociarse con Jacinto Guerrero y su obra, pero uno esperaba más.

   La vehemente exclamación «Mi aldea» en la famosa salida de Juan puso de relieve inmediatamente la modestia del material vocal de Javier Franco, muy justo de caudal, metal y riqueza tímbrica, falto del fuste requerido para un papel como este. Sin embargo, desde la frase «pensando en ti noche y día» el barítono coruñés mostró su musicalidad, sentido del legato y de la línea canora, sus mejores cualidades, a las que sin duda no son ajenos los cursos que afrontó con los grandiosos Alfredo Kraus y Renato Bruson. Los abundantes viajes a la zona aguda que requiere el papel no deben ser problema para un barítono más bien atenorado y sin graves como Franco, pero alguno fue atacado con portamento di sotto. Detalles en dinámicas, control de la intensidad del sonido y cuidado en el fraseo compensaron un timbre gris, falto de pasta y de limitada proyección. Sandra Ferrández, que habitualmente canta como mezzosoprano, se encontró incómoda con la aguda tesitura de Adriana, si bien, mal que bien y no sin esfuerzo, emitió los agudos requeridos. La emisión retrasada y un canto de escasos matices no colaboraron a elevar su prestación vocal.  Un fallo de texto en el magnífico dúo con su hija del tercer acto, no empañó lo mejor de la prestación de Ferrández, la caracterización de un personaje que ha sufrido durante toda su vida y cuando cree haber recuperado el amor de su juventud, se encuentra con que su hija es el verdadero objeto de la pasión irracional del mismo y que su precaria situación económica precipita un matrimonio sin sentido, que garantiza la infelicidad de Rosaura.

   La joven muchacha fue encarnada con frescura y vitalidad juvenil –un poco afectada en los diálogos, todo sea dicho- por la sevillana Leonor Bonilla, cuya prestación vocal, sin embargo, no pasó de discreta más allá de la lozanía de un timbre que no termina de liberarse y que el papel no sea de especial lucimiento, ni tampoco permita a Bonilla lucir su mejor arma, la franja aguda más extrema. Gustavo, el zagal enamorado de Rosaura que ve cómo el «gavilán traidor» puede «robarle» la moza por dinero y que fue encarnado en el estreno de 1923 por el magnífico tenor catalán Emilio Vendrell, fue asumido por el santanderino Alejandro del Cerro, que exhibió emisión un tanto irregular, con algunos sonidos caprinos y otros cogidos en la gola como consecuencia de un paso al agudo sin terminar de solucionar. Su canto mostró indudable buen gusto, como pudo comprobarse en su interpretación de una de las romanzas de tenor más bellas y justamente famosas de la zarzuela restaurada, Flor roja, además de resultar apropiadamente arrojado en su irrupción en la fiesta y enfrentamiento con Juan «¡El baile debe terminar!».

   Magnífica la pareja formada por Lander Iglesias como el alcalde y autoridad civil de la aldea y Esteve Ferrer como la autoridad militar, que transmitieron sana comicidad mediante unos diálogos dichos con la debida intención. En la misma línea el interesado matrimonio, hermano y cuñada del indiano, formado por Enrique Baquerizo y Trinidad Iglesias. Ajustada, debidamente siniestra, Ana Goya en el oscuro personaje de la desalmada abuela de Rosaura 

   Que la orquestación de Guerrero no sea especialmente compleja no debe suponer que el discurso orquestal carezca de articulación, relieve y contrastes como ocurrió con la dirección musical de Jordi Bernácer, que tampoco obtuvo un sonido apreciable de la orquesta. Una labor la suya, competente, solvente, con correcto acompañamiento a los cantantes, un concertante bien organizado, así como un acompañamiento delicado y vaporoso a «Flor roja», pero faltaron aristas y tensión teatral. El coro, aún a estas alturas reducido a 16 miembros y con mascarilla, apenas compensó la limitada sonoridad con su experiencia y atemperado canto. 

Fotos: Elena del Real

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