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Crítica: «Voiná i mir - Guerra y paz» de Prokofiev en Múnich

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Autor: Raúl Chamorro Mena
16 de marzo de 2023

Crítica de Raúl Chamorro Mena de Voiná i mir – Guerra y paz de Prokofiev en la Ópera Estatal de Baviera, bajo la dirección de Vladimir Jurowski y Dmitri Therniakov

«Guerra y paz» en Múnich

Adulteración de una obra de arte

Por Raúl Chamorro Mena
Munich, 12-III-2023. Teatro Nacional-Ópera Estatal de Baviera. Voiná i mir – Guerra y paz, op. 91 (Sergei Prokofiev). Olga Kulchynska (Natacha Rostova), Andrei Zhilikhovsky (Príncipe Andrei Bolkonski), Arsen Soghomonyan (Conde Pierre Bezukhov), Bekhzod Davronov (Anatole Kuragin), Dmitry Ulyanov (Mariscal Kutusov), Alexandra Yangel (Sonia), Violeta Urmana (Maria Achrossimova), Olga Guriakova (Peronskaya/vendedora), Sergei Leiferkus (Príncipe Nikolai Bolkonski/Matwejew), Tómas Tómasson (Napoléon), Dmitry Cheblykov (Denisov). Victoria Karacheva (Condesa Hélène Bezukhova). Orquesta y coro de la Ópera Estatal de Baviera, Dirección musical: Vladimir Jurowski. Dirección de escena: Dmitri Therniakov.   

   El arte debe estar por encima la política y de cualquier ideología. Los genios, los grandes artistas, pueden surgir y de hecho, así ha sido, de cualquier latitud y de todos los espectros ideológicos, incluso de los más repulsivos. Los grandes artistas no tienen por qué ser personas beatíficas ni intachables, honrados o ejemplares ciudadanos. De hecho, muchas veces han sido personas poco recomendables. Da igual, nos interesa su faceta artística. 

   La cultura rusa es de las más fecundas de todo el orbe, como corresponde a nación tan grande y con tanta riqueza humana. Se trata de un enorme patrimonio universal, cuya renuncia supondría un empobrecimiento cultural de todos. 

   Entre los genios que ha dado Rusia se encuentran, por supuesto, el escritor León Tólstoi y el compositor Sergei Prokofiev, aunque este último nació en una localidad que hoy día pertenece a Ucrania, nadie puede dudar de su carácter de ruso a todos los efectos. El gran músico logró adaptar al teatro lírico la monumental novela Guerra y Paz sobre libreto propio y de Mira Mendelson-Prokofieva, segunda esposa del compositor. Tanto la obra del gran literato como la del genial compositor deben mantenerse por encima, como arte de alto nivel, de un sátrapa como Putin, como en su día del régimen totalitario soviético y de cualquier manifestación política.

   Todo ello lo tuvo muy claro Francesco Siciliani, figura fundamental de la dirección artística italiana en el siglo XX, que propició el estreno de la versión definitiva de Guerra y paz en Florencia en plena guerra fría, 1953. Siciliani consiguó de forma rocambolesca, propia de una película de espionaje, los materiales para orquesta y voces. El evento estuvo a punto de provocar un incidente diplomático entre Italia y la URSS, que no llegó a más, dado que Prokofiev y Salin fallecen el mismo día, 5 marzo de 1953 y la preocupación del régimen se centró en los funerales por la muerte del tirano y las consecuencias políticas de su desaparición. 

   Me imagino las tremendas presiones que habrán sufrido los rusos Vladimir Jurowski y Dmitry Tcherniakov, así como la dirección de la Ópera de Baviera para retirar el título. La hipócrita y autocomplaciente sociedad Occidental -encabezada por sus políticos plenos de estulticia e incultura- padece extraño cargo de conciencia por no implicarse más de lo justo con Ucrania en una guerra cuyas imágenes no quieren ver ni en el Telediario. Debe ser la única guerra en el último siglo y cuarto de la que no vemos imágenes, cuando estamos en la era de la mayor tecnología que ha conocido el ser humano.  

«Guerra y paz» en Múnich

   Finalmente, tanto Jurowski como Tcherniakov han logrado mantener la programación de la ópera Guerra y Paz a costa de su adulteración, no sólo escénica, que para ello no necesita excusas el Sr. Tcherniakov, siempre proclive a «dramaturgias paralelas» y las más desquiciadas ocurrencias, también musical, pues la partitura sufre diversas mutilaciones que afectan a más de media hora de música. Uno puede llegar a entender, que en la situación actual de invasión de Ucrania por parte de Putin, los coros patrióticos del final puedan resultar embarazosos, pero, al fin y al cabo, aunque presionado, los compuso Prokofiev y hay que entender su contexto, pero suprimir también la maravillosa Aria del Mariscal Kutusov, una de las gemas de la partitura, se me antoja ya demasiado. Por qué una democracia Occidental avanzada se pone a la altura del régimen totalitario soviético que exigió a Prokofiev esa mayor carga patriótica –Rusia padecía en ese momento la invasión de los Nazis- y se autoimpone una especie de censura que adultera una obra de arte. Comprendo las enormes presiones que padecerá el ruso Vladimir Jurowski, como director musical de la Ópera de Baviera, pero hay que mantenerse firme en la defensa de la música y del arte. Cuando uno se doblega una vez, ya es difícil volver a enderezarse. En fin, respetando todas las opiniones, para ver Guerra y paz desnaturalizada musical y escénicamente, yo prefiero que no la hagan. Además, de qué sirven tanto amedrentamiento y concesiones, si en la plaza donde se ubica el Teatro Nacional de Munich había un grupo de Ucranianos manifestándose con una enorme pancarta. 

   La puesta en escena de Dmitri Tcherniakov –coproducción con el Liceo de Barcelona- me saca de la obra desde el primer momento. ¡Qué gran diferencia con la de Los diablos de Loudun del día anterior!. La primorosa música de Prokofiev con la que se inicia la primera escena, es un maravilloso nocturno, en el que se respira la noche, se siente la Luna y la vegetación del jardín, que enmarca la conversación amorosa entre Natacha y Bolkonski. Pues nada, en el escenario vemos una multitud de refugiados –media ciudad debía de estar sobre el escenario- echados en el suelo o sobre colchonetas situados en una reproducción de la sala de las columnas de la Casa de los sindicatos de Moscú. En este recinto tuvieron lugar en los años 30 los Juicios que organizó Stalin contra sus enemigos. También fue el lugar de celebraciones del régimen y velatorio de los jerarcas soviéticos, además de sala que acogió conciertos desde la segunda mitad del siglo XIX. En fin, concesiones, huidas a lo políticamente correcto, complejos varios y amilanamiento. La segunda parte, la guerra, con el protagonismo de la batalla de Borodinó, se convierte en una parodia. Los refugiados se entretienen «jugando a la guerra» y un personaje histórico tan importante como Napoleón es tristemente ridiculizado, mientras el Marsical Kutusov es reducido a casi un figurante, Una lamentable patochada. Es decir, el día antes podemos ver sin problema durante la representación de Los diablos de Loudun cómo se tortura cruelmente a un hombre y se le quema vivo en la hoguera y al día siguiente se enmascara y escamotea puerilmente una guerra de hace dos siglos. Las guerras han existido y existen, muchas actuales y contemporáneas, pero no nos importaban, porque se producían lejos. La guerra es consustancial a la humanidad, no se debe ocultar su crudeza y el sufrimiento que conlleva –como subraya el propio Tolstoi en una frase suya que puede leerse en el escenario al comienzo de la representación-, porque si lo ocultamos o banalizamos estamos condenados a repetir los desastres una y otra vez. En fin, para culminar el dislate, una escena tan maravillosa como la muerte de Andrei Bolkonski también se resuelve en una triste parodia con el barítono aquejado de extraños espasmos. Una pena.  

   Por supuesto, que Vladimir Jurowski demostró su categoría con una dirección musical de gran claridad y refinamiento expositivo, elegante, plena de detalles sin olvidar la grandiosidad de muchos momentos –a pesar de las mutilaciones y de no casar con lo que se veía en escena- y manteniendo el difícil pulso narrativo en obra tan larga y llena de contrastes. Espléndidos orquesta y coro. 

   En el amplísimo reparto, con muchos intérpretes doblando papeles, destacó el espléndido Pierre Bezukhov del tenor armenio Arsen Soghomonyan. Timbre robusto, agudos penetrantes y una impecable caracterización de tan humano personaje. La ucraniana Olga Kulchynska resulta demasiado ligera para Natacha, pero canta bien y compuso un personaje juvenil y soñador, que debe asumir el engaño de Kuragin y el derrumbe de su mundo por la guerra. Efusivo y entregado Andrey Khilikhovski como Bolkonski, aunque debió luchar con un timbre nasal, gris y gutural. El grupo de veteranos lo comandó Violeta Urmana, cada vez más desgastada tímbricamente, opaca y con el centro ya agujereado. Mucho más sana vocalmente la soprano Olga Guriakova. El timbre feote y gutural de Sergei Leiferkus se escuchó igual que siempre, también permanecen sus buenas dotes actorales. Además de lucir timbre juvenil y canto aplicado, resultó muy ajustado también el tenor uzbeko Bekhzod Davronov en su caracterización del calavera Anatol Kuragin, que se lleva al huerto a la ingenua Natacha a pesar de estar casado. El bajo Dmitry Ulyanov, como mariscal Kutusov, se limitó a poner de relieve su material sonoro y robusto en la escasa parte que le dejaron. 

   En fin, una representación de la gran ópera de Prokofiev desnaturalizada comandada por dos rusos amedrentados. En mi recuerdo queda la magnífica Guerra y paz que pude ver en el Teatro Real de Madrid en 2001 con las huestes del Teatro Marinsky, dirección de Valery Gergiev y una joven Anna Netrebko como Natacha. 

Fotos: Ópera Estatal de Baviera

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