CRÍTICA: JONATHAN NOTT DIRIGE A LA SINFÓNICA DE BAMBERG EN EL AUDITORIO NACIONAL, DENTRO DEL CICLO DE LA FILARMÓNICA. Por Gonzalo Lahoz

      A Jonathan Nott le gusta Mahler, qué duda cabe, y tras más de un decenio al frente de la Sinfónica de Bamberg, se ha vuelto prácticamente imposible no pensar en tal binomio a la hora de escuchar alguna recreación contemporánea y actualizada de las sinfonías del genio de Bohemia. Podría no esperarse una visión tal de un director inglés como él,  tras el trabajo en Mahler de anteriores compatriotas suyos como Barbirolli o Rattle, directores que, con sus diferencias, encuentran en sus respectivas  Quintas una quietud, serenidad e incluso flema.
      La concepción de Nott es algo diferente. El sonido es más rasgado, coloreado y cálido. Las maderas llegan incluso a sonar agresivas, en el sarcasmo mahleriano. Es quizá un sonido más "a la alemana", emanado de la propia formación. Y es aquí cuando se ha de recordar que la de Bamberg es una orquesta que se ha nutrido de batutas tan eminentes como Eugen Jochum o Joseph Keilberth, maestros que sin duda han dejado huella en ella.  Nott manejó adecuadamente las dinámicas (algo que en Mahler se hace más que indispensable), mostrandose en ocasiones más acelerado de la cuenta, sin permitir frases ampulosas y sin dejar reposar en ciertos momentos el sonido.
      Esto fomentó una cierta agresividad ya comentada, que sirvió para dar alas a la bipolaridad de situaciones y sentimientos que Mahler refleja en la partitura. Se agradeció el planteamiento en el conocido Adagietto del cuarto movimiento, que tantas veces desdibujan y estropean otros directores recreándose en la ralentización de los tiempos, cuando Mahler jamás lo hubiera querido así. Construyó con maestría el británico -a pesar de un final algo efectista- una obra en la que Mahler entra de lleno en la cruda realidad de la muerte, en el sino que a todos nos alcanza.