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Crítica: Jordi Bernàcer, el Orfeón Donostiarra y la Orquesta de Valencia interpretan el «Réquiem»  de Verdi

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Autor: Alba María Yago Mora
17 de noviembre de 2025

Crítica de Alba María Yago Mora del Réquiem de Verdi interpretado por el Orfeón Donostiarra y la Orquesta de Valencia en el Palau de la Música de Valencia, bajo la dirección de Jordi Bernàcer

Jordi Bernàcer, el Orfeón Donostiarra y la Orquesta de Valencia interpretan el «Réquiem»  de Verdi

Un Réquiem contenido y honesto

Por Alba María Yago Mora
Valencia, 14-XI-2025. Palau de la Música. Réquiem de Verdi. Carmen Solís, soprano. Ana Ibarra, mezzosoprano. Saimir Pirgu, tenor. Marko Mimica, bajo. Orfeón Donostiarra. Orquesta de Valencia. Director: Jordi Bernàcer. 

   La Messa da Requiem de Giuseppe Verdi, estrenada en 1874 en memoria del escritor Alessandro Manzoni, habita un territorio fronterizo: ni ópera disfrazada de liturgia ni ceremonia estrictamente religiosa. Verdi utiliza el texto latino como pretexto para explorar lo humano, lo frágil, lo que tiembla ante la idea de juicio y trascendencia. Su Réquiem exige, por tanto, una interpretación capaz de conciliar profundidad espiritual y dramatismo secular, arquitectura sinfónica y tensión teatral. En el Palau de la Música, Jordi Bernàcer optó por transitar ese terreno desde la contención, con una lectura de respiración amplia y sin excesos, más inclinada a la arquitectura sinfónica que al golpe dramático.

   El inicio lo dejó claro. La orquesta sonó controlada, con un pulso sereno que dejaba respirar la frase. Las transiciones fluían, y ese equilibrio —bien buscado desde la batuta— permitió escuchar la intención de fondo. Pero ya en estos primeros compases se intuyó que la soprano Carmen Solís tendría dificultades para sobrevolar la orquesta. Su emisión era correcta, sus ataques limpios, pero el fiato corto limitaba su capacidad para sostener la línea y para proyectar con autoridad.

   En el Kyrie, el cuarteto vocal no apareció del todo parejo. Ana Ibarra ofreció un registro central estable y un fraseo que, sin brillar, sostuvo su parte con solvencia. Saimir Pirgu cantó con ligereza y un timbre bien enfocado, pese a alguna nota más áspera. Marko Mimica mantuvo claridad en la palabra y elegancia en el fraseo, aunque su proyección se quedaba corta cuando el tutti tomaba cuerpo. La orquesta continuaba tejiendo un marco sonoro bien respirado, donde cada sección encontraba su sitio sin imponerse. El Dies irae fue uno de los momentos más firmes de la noche. La percusión, con Lluís Osca al bombo y Javier Eguillor en los timbales, sostuvo el movimiento con una contundencia controlada: golpes hondos, precisos, que nunca se comieron el resto del tejido. Los metales entraron sólidos, con un Tuba mirum limpio y ceremonial. La dirección de Bernàcer mantuvo el pulso sin rigidez, garantizando claridad incluso en los pasajes más densos. 

   En el Quid sum miser, el viento madera aportó uno de los momentos más cuidados de la velada. El fagot de Juan Sapiña ofreció un fraseo cálido y flexible, lleno de intención. Las maderas respiraron juntas, creando una atmósfera que sostenía la dimensión más íntima de la obra. El Offertorium alternó luces y una sombra evidente. El solo del concertino Enrique Palomares fue un ejemplo de sobriedad y lirismo, perfectamente calibrado, sin amaneramientos. En cambio, el pasaje de chelos al unísono —uno de los más expuestos de la partitura— sonó impreciso: ataques difusos, afinación irregular y una falta de empaste que sorprendía dentro de una orquesta que, por lo demás, había mantenido una línea muy firme. 

   El Sanctus confirmó la solidez del Orfeón Donostiarra. Abordaron la fuga con una ligereza inesperada para un conjunto tan amplio. En el Agnus Dei, movimiento desnudo y frágil, el coro mantuvo un piano admirable. Ana Ibarra volvió a demostrar estabilidad; Carmen Solís, de nuevo, se quedó sin suficiente aire para expandir las frases. En el Lux aeterna, la orquesta volvió a destacar por su solidez. El viento madera creó una penumbra sonora bien sustentada, sin artificios, mientras la cuerda grave mantenía un pulso firme y discreto. El trío solista se movió aquí con más naturalidad. El Libera me exigía el arco emocional completo que la obra reserva al final. Carmen Solís lo afrontó con profesionalidad, pero su capacidad para sostener las frases más largas no permitió que el movimiento alcanzara el grado de trascendencia que Verdi plantea. El coro, en cambio, respondió con potencia medida y un dramatismo que no necesitó exagerarse.

   La lectura de Bernàcer fue coherente y honesta: una visión sinfónica, contenida, bien equilibrada, que evitó los excesos y buscó la estructura antes que el gesto teatral. La orquesta mostró un nivel notable, con un viento madera especialmente inspirado, una percusión impecable y unos metales muy seguros, más allá de la irregularidad puntual de los chelos. El Orfeón Donostiarra se mantuvo sólido y fiable. El cuarteto vocal cumplió su función sin brillar: una mezzo estable pero no deslumbrante, un tenor refinado, un barítono musical pero de proyección limitada y una soprano que no alcanzó la exigencia técnica y emocional del papel. Fue un Réquiem bien planteado, con momentos de auténtica calidad, aunque sin llegar a la altura plena que la obra puede alcanzar cuando todos los elementos convergen. Una interpretación seria, cuidada, que encontró su valor en la claridad y en la honestidad más que en la inspiración absoluta. Y eso, en una partitura de este calibre, pues ya es decir bastante.

Foto: Live Music Valencia

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