Crítica de Raúl Chamorro Mena de la ópera Roberto Devereux de Donizetti en el Palau de les Arts «Reina Sofía» de Valencia
Buen nivel musical entre la nulidad escénica
Por Raúl Chamorro Mena
Valencia, 7-VI-2025, Palau de Les Arts Reina Sofía. Roberto Devereux (Gaetano Donizetti). Eleonora Buratto (Elisabetta), Silvia Tro Santafé (Sara), Ismael Jordi (Roberto Devereux, Conde de Essex), Lodovico Filippo Ravizza (Duque de Nottingham), Filip Modestov (Lord Guglielmo Cecil), Irakli Pkhaladze (Lord Gualtiero Raleigh). Coro de la Generalitat valenciana. Orquesta de la Comunitat valenciana. Director musical: Francesco Lanzillotta. Dirección de escena: Jetske Mijnssen
El Palau de Les Arts culminaba el proyecto de programar en años consecutivos la llamada “Trilogía Tudor” de Gaetano Donizetti –en realidad son cuatro las óperas dedicadas a la monarquía inglesa, pero la cuarta “Il castello di Kenilworth se representa raramante- con la espléndida Roberto Devereux. Mi favorita de las tres y una de las creaciones Donizettianas de mi predilección. Al igual que Anna Bolena y Maria Stuarda, el Devereux disfrutó de la Donizetti Renaissence de la segunda parte del siglo XX. La primera citada fue rescatada por la Callas, las otras dos por Leyla Gencer. Posteriormente, divas de la categoría de Montserrat Caballé, Beverly Sills, Edita Gruberova y Mariella Devia recogieron el testigo, de tal manera que han logrado instalar las tres óperas en el repertorio.
En Roberto Devereux se admira en todo su esplendor la capacidad del genio de Bergamo para, dentro la estructura y convenciones del melodrama italiano, forzándolas, sin jamás quebrarlas, lograr una cada vez mayor imbricación dramática entre texto, música y progresión teatral. Todo ello con una inspiradísima escritura para la voz. La obra tiene como cúspide una escena final memorable, de una escalada en la tensión dramática casi insoportable.
El papel femenino protagonista es todo un tour de force, pues pertenece a una tipología vocal decimonónica, hace mucho tiempo extinguida. Soprano assoluto, sfogato o drammatica d’agilità. En el siglo XX Maria Callas reexhumó esta vocalidad con Leyla Gencer como continuadora sin los medios vocales de la divina.
Después de las memorables creaciones de Mariella Devia y Edita Gruberova, más recientes en el tiempo y fudamentales para el asentamiento de la ópera en el repertorio, diversas sopranos, unas más ligeras, otras más líricas, se han acercado al temible papel de Isabel I. Una reina que se debate entre su esfera privada, como mujer enamorada y, por tanto, vulnerable, y la pública como implacable soberana.
La soprano italiana Eleonora Buratto es una lírica justa, que puede presumir de bonito y homogéneo timbre, desguarnecido en el grave, como pudo apreciarse especialmente en el segundo acto en pasajes como “Un perfido, un vile, un mentitore tu sei”, -que además prevé tremendos saltos interválicos- y, sobre todo, "Pria d'offender chi nascea dal tremendo Ottavo Enrico, scender vivo nel sepolcro tu dovesi, o traditor". Asimismo, en el agudo extremo el sonido se abre un tanto. Con buen criterio, evitó los sobreagudos no escritos. La Buratto, sin duda, posee buena escuela de canto y sentido del legato, como demostró ya desde su aria de salida “L’amor suo mi fe' beata” y una coloratura correcta, aceptable, con variaciones, ¡como está mandado!, en la segunda estrofa de la cabaletta “Ah ritorna qual ti spero qual ne' giorni più felici”. Sin embargo, faltaron acentos y un fraseo, cuidado eso sí, más incisivo y variado, además de mayor carisma y personalidad para lograr transmitir todas las cuitas y riqueza psicológica del papel. No puede negarse la entrega, sincera, de la soprano italiana y que tampoco le ayudó nada la lamentable e incomprensible puesta en escena.
El tenor Ismael Jordi pisó el escenario con su habitual seguridad y personales modos. El jerezano es un cantante inteligente, que se cuida y mide al milímetro, pues cuenta con un material vocal modestísimo, cada vez con menos brillo, punta y mordiente. Jordi domina el estilo belcantista y frasea con variedad y personalísimo estilo. No faltó todo ello en esta ocasión, pero la escritura del Conde de Essex es exigente y el jerezano comenzó su intervención con una emisión un tanto calante, además de reservarse de cara a la espléndida escena del último acto. En ella, Jordi fraseó con hermoso lirismo “Come un spirto angelico” y con embeleso la cabaletta “Bagnato il sen di lagrime”, que también disfrutó de variaciones en su da capo. En el repertorio belcantista no se concibe que pasajes con la misma música se interpreten igual. Los da capo están previstos para variar y seguro que en ello tuvo que ver el Maestro Lanzillotta. Estimable la Sara de Silvia Tro Santafé, siempre fiable y segura, por impecable factura belcantista, musicalidad, concepto de la línea y compromiso en escena.
El más flojo del elenco, aunque el más aplaudido, fue el barítono italiano Lodovico Filippo Ravizza, pues mostró voz corta, impostación sin asentar y proyección justa. A pesar de los agudos problemáticos, como el conclusivo de la cabaletta “Qui ribelle ognun ti chiama”, Ravizza delineó con legato asumible -sostenido por largo aliento- su bellísima aria de salida “Forse in quel cor sensibile”. En el aspecto interpretativo el barítono italiano no logró transmitir esa evolución del personaje, de noble y leal amigo a hombre herido y traicionado que precipita la ejecución de Roberto Devereux.
Dirección genuinamente belcantista de Francesco Lanzillotta, ligera, elegante, mórbida, clara de exposición, con un primoroso acompañamiento a los cantantes, con los que respiró y a los que mimó. Sólo faltó un punto más de voltaje teatral. Magnífica, como es habitual, la Orquesta de Les Arts, de sonido refinado, radiante y aquilatado. Notable el coro.
La puesta en escena de Jetske Mijnssen rozó la tomadura de pelo, además de dejar la sensación de que lo mismo sirve para La mujer sin sombra, El murciélago, la blanca doble o El rey que rabió. Con una insulsa escenografía, convierte en incomprensible la trama, transformándola en una especie de drama burgués contemporáneo, tan anodino como confuso. Asimismo, el montaje no contiene una dirección de actores digna de tal nombre. Los artistas, dejados de la mano de Dios, deambulan por el escenario y uno tiene que observar como algunos detalles absurdos se mezclan con la monotonía general. Inexistente la caracterización de los personajes. La protagonista saca una corona en la mano en su escena final, como si la perpetradora de tal dislate escénico hubiera decidido, que había que sacar algún símbolo del carácter regio de la protagonista - la reina inglesa más importante de la historia de este país- y que su conflicto entre soberana y mujer enamorada es la esencia del argumento.
Fotos: Miguel Lorenzo y Mikel Ponce
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